Política de partido

El debate sobre la reforma de la ley del aborto ha mostrado sorprendentemente disensiones en el seno del partido en el Gobierno. Distintos responsables populares se han mostrado públicamente críticos respecto a la oportunidad de la iniciativa o en cuanto a su contenido. En los dos años de mandato que lleva Mariano Rajoy la producción legislativa y la actuación de su Gobierno en materia económica o de financiación pública han sido abundantes y polémicas. Pero ningún decreto ni proyecto de ley anterior y ninguna medida de austeridad había provocado alguna queja de entidad en el seno del PP. Hasta que ha llegado el tema del aborto. Resulta cuando menos extraño que eso haya ocurrido así. Como si desde noviembre del 2011 se hubiesen ido larvando desavenencias que ahora han eclosionado, y no han podido ser acalladas con llamamientos a la disciplina ni con el argumento de que eso constaba en el programa electoral. Resulta paradójico que cuando Rajoy se dispone a vindicar sus aciertos en materia económica es cuando se alzan las primeras voces críticas en su partido, y precisamente a cuenta del aborto. Una explicación inmediata es que los barones han dado rienda suelta a su inquietud ante los comicios que se sucederán a partir de las europeas de este año, con las autonómicas y locales el próximo y las generales el siguiente. Les ha incomodado la obstinación por situar en primer plano de la actualidad un asunto muy sensible cuya reforma no se encontraba entre las preocupaciones sociales. Pero lo ocurrido no obedece sólo a un movimiento politiquero, responde a causas más profundas.

La mayoría absoluta de la que el Partido Popular goza en las Cortes y en numerosas comunidades autónomas y ayuntamientos le asegura la posibilidad de aplicar una política de partido. Pero aunque tan cómoda posición se adquiere institucionalmente para cuatro años, la mayoría absoluta no es una realidad socialmente inmutable desde que se procede al escrutinio electoral hasta que se celebran los siguientes comicios. El amplísimo apoyo ciudadano con el que inició su andadura este primer mandato de Rajoy ha ido sufriendo vaivenes demoscópicos que hoy señalan la práctica imposibilidad de que dentro de dos años se repita tan avasallador éxito. La gota que ha colmado el vaso de la cohesión popular tiene que ver con el resorte que salta en las democracias pluralistas cuando la sociedad acaba saciada de que el gobierno se ejerza desde una política de partido. Por una parte, ninguna formación que acapara el poder que hoy manejan los populares puede mantenerse indefinidamente monolítica porque el espectro que abarca su electorado es partícipe de la pluralidad general, y el votante popular no es un ser unidimensional dispuesto a vestirse en cada momento con los ropajes que le preste el relato del poder partidario. Por la otra, una sociedad abierta está chocando permanentemente con las instituciones de gobierno, desgastando el crédito de quienes las integran y advirtiendo que la alternancia como perspectiva es el mecanismo que asegura su propia autonomía respecto al poder político. Desde la transición los gobiernos de España han oscilado entre la mayoría absoluta y el establecimiento de pactos más o menos de circunstancias a la espera, eso sí, de alcanzar la mayoría absoluta. De modo que esa experiencia no ha sofisticado la realización de la democracia representativa hasta el punto de que cada formación asuma los límites con los que debería ejercer su política de partido. Es posible que el PP se zafe también esta vez del emplazamiento sorteando como pueda el tema del aborto, y a otra cosa. Pero el diálogo y el consenso se vuelven una broma de mal gusto cuando la política de partido que se practica más asiduamente es la de volar los posibles puentes que pudieran existir entre gobierno y oposición. Si la democracia implica renuncia a algunas aspiraciones propias para hacerlas compatibles con las de los demás, la resistencia que muestran los partidos a ceder posiciones constituye la muestra más evidente de lo inseguros que se encuentran respecto a su identidad. Las apelaciones al programa electoral suelen ser el subterfugio con el que en demasiadas ocasiones se oculta su reiterado incumplimiento. Los ciudadanos no votan según el contenido de los programas, que la mayoría de las veces se mantienen ocultos o sencillamente no existen, sino en función de los mensajes que se les transmiten. Pero lo más significativo del caso es que los incumplimientos del programa se hacen casi siempre en solitario, en tanto política de partido, y no como resultado de una sana transacción con los demás.

Kepa Aulestia

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