Política de Playstation

La metáfora de la política como representación escénica es frecuente en nuestras conversaciones. Asumimos también que los medios son el escenario principal del espectáculo y que fuera de ellos la política se torna casi inexistente. Nos hemos acostumbrado a ver cómo se gastan miles de euros en mítines y convenciones cuya finalidad no es sino servir de decorado a la aparición del líder durante unos segundos en los telediarios.

Un efecto notorio de la transformación de la política en representación es la restricción de la iniciativa pensante del político. La tarea principal de este no es tanto producir ideas como interpretar, esto es, reproducir con oficio de actor el papel predefinido por un guión. La experiencia interna en el partido prepara al político para este desempeño mediante mecanismos que premian lo previsible tanto como castigan la transgresión ¿lo que se sale del guión¿. Esta experiencia se traslada luego a la acción de gobierno o de oposición previa distribución de los papeles de protagonista, actor de reparto o figurante, según un casting que responde al mismo sistema de incentivos penalizador de la innovación política. En la práctica habitual de los partidos, la difusión entre los militantes de argumentarios, generalmente sesgados y simplones, sobre los temas más diversos actualiza la obsesión normalizadora del comportamiento y la va adaptando a la evolución de la agenda política.

Con todo, lo más significativo no es que un político sepa de antemano el papel que debe representar, sino que, en buena medida, conoce también el de su antagonista. En realidad, como en el cine o el teatro, las pautas de conducta de ambos están casi siempre prefiguradas. A veces, antes de la función (léase intervención parlamentaria, rueda de prensa, etcétera) se intercambia información sobre los respectivos guiones, o, simplemente, las convenciones establecidas por la práctica política hacen que las posiciones de unos y otros respondan a patrones consolidados de reparto de papeles. ¿Cabe imaginar algo más previsible, por poner un ejemplo, que las disputas semanales De la Vega-Sáenz de Santamaría en las sesiones de control del Congreso? La irritación que produce en el adversario cualquier extralimitación del rol prefijado ¿«¿qué hacen estos ahora aparentando preocuparse por los trabajadores?»¿ denota hasta qué punto incomoda la ruptura del guión preestablecido.

En este contexto, es legítimo preguntarse por la relación entre política y realidad. En primer lugar, entre lo que se representa y la agenda política deseable. ¿Estamos ante guionistas que, como Shakespeare, son capaces de captar los grandes temas de su época, convirtiéndose en reflejo fiel de las peripecias y preocupaciones de sus conciudadanos? Más parece que la trama acostumbra a elegirse en función de lo que resulta más cómodo para ciertos hábitos instalados de controversia política, con independencia de su trascendencia social. ¿Cómo no recordar, por ejemplo, polémicas tan fecundas como la de Educación para la Ciudadanía o la tercera hora de castellano en Catalunya, mientras el sistema educativo hace agua por tantas grietas de mayor calado? El debate político se convierte así, con harta frecuencia, en un espectáculo autorreferencial al que el ciudadano asiste con una creciente percepción de ajenidad.

Por otra parte, la cuestión se vincula con la calidad de la obra representada. En este punto, la sustancia de los diálogos suele verse deteriorada por una simplificación de las exigencias del transmisor mediático. Una convención muy difundida, pero sin evidencia empírica, sostiene que los medios requieren mensajes cortos, claros y repetidos. El matiz es aburrido, no vende. Aunque los problemas sean complejos, las soluciones propuestas deben ser simples. Lo más cool, en esta línea, es el manoseo banalizador de los valores que nos identifican. Con fraseología ampulosa, renombrados expertos en comunicación política proponen la construcción de relatos que, remitiendo a marcos simbólico-narrativos (los ya famosos frames de George Lakoff), permitan al ciudadano-espectador detectar con rapidez quiénes son los nuestros y los otros. La función pasa a ser puro espectáculo de guiñol o de videojuego, en el que arquetipos dibujados de forma maniquea rivalizan en halagar las bajas pasiones de sus parroquias («¡dale caña!»), suplantando la verdadera deliberación pública. ¿Se han fijado en que nuestros políticos rehúyen cada vez más el formato de debate, e incluso el de entrevista, mientras pueblan los fines de semana de mítines, mucho más favorables a ese estilo banal y vociferante de comunicación?

Se trata de un tipo de política especialmente perjudicial en contextos de crisis. En momentos así, lo último que necesitamos son pueriles superhéroes a lo Avatar o imaginarios colectivos de buenos y malos. Nos hacen falta liderazgos de carne y hueso, capaces de sintonizar con la gente diciendo la verdad y buscando con seriedad las respuestas. Además, la práctica de la política como espectáculo dificulta el uso de un instrumento fundamental para afrontar la recesión: el consenso político. ¿Qué van a pactar quienes construyen día tras día su identidad política sobre la caricatura beligerante de sí mismos y de sus adversarios?

Francisco Longo, director del Instituto de Gobernanza y Dirección Pública de Esade.