Política lingüística y lenguas minorizadas

El pasado 8 de enero el doctor José María Ruiz Soroa publicó un artículo de opinión en EL MUNDO titulado Política lingüística y lengua común, donde argumentaba que debido al "hecho bruto" de que todos los ciudadanos españoles saben castellano, las políticas de promoción de otras lenguas oficiales en distintas comunidades autónomas solo serán legítimas si no sobrepasan una línea: la de obligar a los hablantes monolingües de castellano a aprender (aprender, que no necesariamente usar) la otra lengua (euskera, catalán, gallego...). Según esto, puede ser "legítimo" incentivar a aprenderla, pero en ningún caso obligar a ello. Nosotros opinamos que esta tesis ético-política es errónea y querríamos explicar por qué, con ánimo de contribuir al debate público sobre un tema tan candente.

Política lingüística y lenguas minorizadasPara empezar, el artículo contiene algunos equívocos. Por un lado, nos parece que Ruiz Soroa está hablando, en realidad, de la justicia de las políticas lingüísticas, no de su legitimidad (conviene no confundir ambas nociones ético-políticas). Por otro lado, cabría precisar a qué se refiere con "obligar a aprender" otra lengua distinta del castellano. Tomando el caso del País Vasco, en el que se centra su artículo: ¿se opone Ruiz Soroa, por ejemplo, a que los niños que se escolarizan allí aprendan tanto euskera como castellano? Porque la escuela pública de las autonomías bilingües es el único ámbito donde existe algo así como "la obligación de aprender" tanto castellano como otra lengua. Para acceder a la nacionalidad española, la única lengua obligatoria es el castellano. Como mucho, puede que Ruiz Soroa se refiera a que para acceder a determinados ámbitos de la función pública se requiera el conocimiento del euskera, pero eso dista bastante de "obligar" a la ciudadanía a saber euskera (a nadie le obligan a ser funcionario).

Centremos, pues, la discusión en el campo de la justicia lingüística y partamos del hecho de que hoy en día la única lengua de obligado conocimiento para la ciudadanía española es el castellano, cosa que (entendemos) Ruiz Soroa calificaría como justa. Pues bien: nosotros opinamos, por el contrario, que en sociedades como la vasca (o la catalana, en el seno de la cual vivimos nosotros) existen buenas razones para exigir a sus miembros que sean mínimamente competentes en las dos lenguas oficiales de dichas sociedades, en vez de exigirles solamente el conocimiento del castellano. En este sentido, examinaremos tres partes centrales de la argumentación de Ruiz Soroa (la irrelevancia del pasado; el "hecho bruto" del castellano como lengua común; y la invocación a John Rawls), así como sus principales defectos.

Primero: el autor argumenta que las políticas de promoción de las lenguas minorizadas no deben buscar reparar injusticias del pasado, ya que ello significaría que "mandan los muertos" (con esto entendemos que se refiere a que a uno le obliguen a reparar en el presente aquello que, personalmente, no ha causado en el pasado). A nuestro juicio, el pasado es relevante a nivel ético-político, no para señalar una especie de causalidad inversa, sino para identificar si hay jerarquías del presente que deriven de injusticias cometidas en dicho pasado. Imaginemos, por ejemplo, un territorio donde durante siglos se ha hablado X, pero donde ahora conviven monolingües en Y y bilingües en X e Y. De cara a regular derechos y deberes lingüísticos, no es irrelevante si se ha llegado ahí porque los abuelos de los X-hablantes dejaron espontáneamente de hablar X o si, por contra, fueron sometidos a una política gubernamental de minorización de su lengua en beneficio de (los hablantes de) Y.

Segundo: Ruiz Soroa afirma que el carácter del castellano como lengua común es un "hecho bruto" que sería injusto tratar de modificar mediante políticas públicas. Sin embargo, este "hecho bruto" es resultado de un conjunto de políticas públicas pasadas (las políticas de minorización de lenguas autóctonas no-castellanas tienen una larga historia) y, conviene recordar, también presentes. El castellano no es conocido por toda la ciudadanía del Estado español por arte de magia, sino porque lo exige todo un entramado institucional, empezando por la propia Constitución española en su artículo 3. De hecho, se exige para poder acceder a la nacionalidad, como atestiguan diversas sentencias. Da igual que una persona pueda llevar a cabo su vida casi íntegramente en inglés, como sucede con amplias bolsas de nómadas digitales en ciudades como Madrid o Barcelona: si desean acceder a la nacionalidad, tendrán que aprender castellano. Si puede ser justo promover un "hecho bruto" mediante unas políticas públicas, ¿por qué no puede ser justo modificarlo mediante otras?

En tercer y último lugar: el autor invoca a John Rawls, gran renovador de la filosofía política contemporánea, como apoyo a su tesis. Esta invocación nos parece, cuando menos, apresurada. Para empezar, Rawls no se ocupó de la justicia lingüística, así que la prudencia desaconsejaría hacerle decir lo que no dijo. Pero es que, además, a nivel metodológico, una de sus grandes contribuciones es el "velo de la ignorancia" como herramienta para tasar las distintas teorías de la justicia. Según Rawls, una sociedad justa estaría organizada según aquellos principios que una persona razonable escogería en una situación hipotética en la que ignorase qué posición iba a ocupar en dicha sociedad (por ejemplo, si no supiese si nacerá en una familia rica o pobre).

Aplicado a la justicia lingüística, ¿no es un tanto extraño suponer que, tras un "velo de ignorancia" a nivel lingüístico, uno apoyaría el principio de que el conocimiento del castellano debe ser obligatorio en todo el estado español, pero el del euskera no debe serlo ni siquiera en el País Vasco? Porque, como es obvio aunque el autor no lo mencione, las personas de lengua inicial vasca (o catalana o gallega) no vienen bilingüizadas de casa. Tienen que aprender castellano. De ahí deriva el "hecho bruto" de que los hablantes de estas lenguas minorizadas lo sepan hablar. ¿Quién estaría interesado en una estructura de derechos y deberes lingüísticos tan poco equitativa si, tras el "velo de la ignorancia", no supiese cuál de las lenguas autóctonas de su sociedad va a ser su lengua inicial?

Una causa (no la única) de esta serie de debilidades en la argumentación de Ruiz Soroa tiene que ver, a nuestro juicio, con que no reconoce que las lenguas tienen más valor para las personas que el de simples instrumentos para intercambiar información, en un sentido similar a como la ropa tiene para ellas más valor que el de cubrir sus cuerpos. Cuando se consagra la lengua dominante de un Estado como la única de obligado conocimiento en un territorio donde, además, se habla otra lengua históricamente minorizada por dicho Estado, lo que se está haciendo es decirle a los hablantes de esta que los monolingües tienen derecho a exigirles que no la usen en su convivencia diaria con ellos. Y, cuando eso ocurre, lo que se está haciendo no es algo parecido a pedir a los hablantes de la lengua minorizada que usen una u otra moneda: se les está humillando, exigiéndoles que sufraguen en solitario los costes de la convivencia.

Por supuesto, a la hora de fijar derechos y deberes, el valor de las lenguas para las personas debe ponderarse desde una visión interseccional. A nivel ético-político, no es igual el caso de una inmigrante pobre, en situación irregular y trabajando en empleos precarios en Guipúzcoa, que la de un juez de Ávila que pretenda ejercer en Guipúzcoa sin molestarse en aprender euskera. Pero, en realidad, lo mismo cabría decir respecto a la obligación de aprender castellano para acceder a la nacionalidad española: no creemos que tenga un valor ético-político absoluto. Pero tiene valor ético-político. Cómo lo tiene otra obligación que el marco jurídico-político español no recoge, por desgracia: la de que los ciudadanos residentes en un territorio bilingüe no vivan de espaldas a una de las dos lenguas oficiales y, por tanto, a las vidas y las culturas de aquellos conciudadanos que las hablan.

Lluís Pérez Lozano es director académico de la Fundació Irla. Sergi Morales Gálvez es doctor en Filosofía Política por la Universidad Católica de Lovaina e investigador postdoctoral en la Universidad de Limerick

1 comentario


  1. La invocación de Rawls es pertinente porque la propuesta rawlsiana se refiere a una teoría de la justicia con alcance general, por lo que es perfectamente aplicable al ámbito de este debate sobre la lengua dentro de una comunidad política. Si bien el "velo de la ignorancia" es de imposible recreación, podemos intentar aproximarnos a esa posición original. A diferencia de lo que manifiestan los autores, parece lógico que una persona apoyara una lengua común en el conjunto de la comunidad política, sin impedir que hubiera lenguas diferentes. La obligatoriedad sólo alcanzaría a la común. El deseo de una lengua en la que toda la humanidad pueda entenderse es tan vieja, al menos, como las primeras civilizaciones (recordemos a los traductores sumerios).

    El segundo argumento de los autores : "si puede ser justo promover un "hecho bruto" mediante unas políticas públicas, ¿por qué no puede ser justo modificarlo mediante otras?" Naturalmente la respuesta es afirmativa, de tal manera que se responde con lo que acabo de señalar. debe promoverse una lengua común que sería la obligatoria, la que sea. El resto también pueden promoverse, e incluso se podría debatir si "deben", pero su conocimiento no debería ser obligatorio.

    El argumento inicial de los autores: "si hay jerarquías del presente que deriven de injusticias cometidas en dicho pasado", debe recibir una respuesta negativa, porque todo presente es fruto del pasado, el pasado en su integridad, con sus injusticias, aciertos, desaciertos y elementos propios del desarrollo vital humano. Si tomamos el criterio "injusticia del pasado" no podemos si no concluir que cualquier injusticia que haya existido influye en la conformación del presente. Ahora bien, aquí entran en juego dos elementos: el primero es que la combinación de tales injusticias es de una magnitud inabarcable para la comprensión humana; lo que suele hacer el presente es seleccionar, lo que, de por sí, ya supone una injusticia. El segundo elemento es aplicar al pasado el criterio de injusticia, y, por tanto, de justicia, del presente, y deberíamos de recordar que existen criterios de justicia diferentes y que lo que a una parte de la comunidad le puede parecer justo, otra lo juzga como injusto. Una comunidad política debe construirse sobre el presente, no sobre el pasado. Por tanto, el pasado puede servir para aprender a no equivocarnos nuevamente, pero ahí se debe acabar su papel en la conformación de los criterios de convivencia de una comunidad política.

    Cierro con un comentario a esta afirmación de los autores: "lo que se está haciendo es decirle a los hablantes de esta que los monolingües tienen derecho a exigirles que no la usen en su convivencia diaria con ellos". En absoluto, una lengua común obligatoria no conlleva que exista ningún derecho a exigir que otros no hablen también otra lengua; lo que supone una lengua común obligatoria es el derecho a no tener que usar otra lengua, lo que es sustancialmente diferente. Hay que confiar en que, en una comunidad política, las personas utilicen la lengua en la que los participantes en una conversación puedan entenderse. Si yo soy capaz de entender algo de inglés y de expresarme en inglés, en un grupo de conversación de angloparlantes, hablaré en inglés, y no me empeñaré en hablar en español; si lo hago, es porque estoy buscando un enfrentamiento.

    Un saludo.

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