Política omnívora

En 1958, el 33% de las personas que se identificaban con el Partido Demócrata de Estados Unidos y el 25% de quienes lo hacían con el Partido Republicano deseaban que sus hijos se casaran con personas de su misma ideología. En 2016, justo antes de las elecciones que dieron la victoria a Donald Trump, esos porcentajes habían subido al 60% y al 63%, respectivamente.

Se trata de un indicador muy sencillo que, sin embargo, refleja con exactitud la evolución de la política en estas últimas décadas: en las sociedades contemporáneas, cada vez estamos más en desacuerdo sobre más temas y de forma cada vez más profunda. Se crea así un abismo infranqueable entre grupos con ideas y valores en apariencia irreconciliables. A este fenómeno lo solemos llamar polarización ideológica. Basta conocer la ideología de una persona para poder anticipar qué pensará en una infinidad de temas, que será justo lo opuesto de lo que piense una persona con la ideología contraria.

Política omnívoraSon muchos quienes consideran que esta polarización tiene efectos negativos (por ejemplo, dificulta la consecución de acuerdos transversales entre partidos ideológicamente distantes) y podría incluso poner en peligro la supervivencia de la democracia (algunos grupos pueden llegar a considerar ilegítimo el pluralismo político e ideológico de nuestras sociedades).

Este fenómeno es tanto más desconcertante cuanto que hay asimismo una conciencia generalizada de que el ámbito de actuación de los gobiernos nacionales se ha reducido notablemente. Es en una época de gobiernos débiles, marcada por consensos indestructibles sobre la necesidad de respetar las reglas de la economía de mercado, cuando observamos una mayor presencia de la ideología en la sociedad.

Las democracias sufren un síndrome de impotencia debido a las restricciones que derivan del capitalismo globalizado, la concentración de poder económico, las obligaciones adquiridas en el plano supranacional y la expansión del poder de las instituciones contramayoritarias o no electas (siendo los bancos centrales el ejemplo más perfecto).

Pues bien, a pesar de que en buena medida los asuntos económicos quedan vedados a la intervención política, o esta se limita a garantizar el funcionamiento de mercados abiertos, los ciudadanos han convertido todo lo demás en ideología política. Hay quien piensa que este cambio viene inducido por los propios políticos, quienes, conscientes de su debilidad en asuntos económicos, optan por competir en torno a asuntos morales y culturales. Algo de estratégico e incluso oportunista puede haber en las decisiones de los partidos, pero hay que recordar que esta estrategia sólo puede funcionar si la ciudadanía considera relevantes dichos asuntos. Cuando los políticos hablan de temas que no interesan a la gente, no consiguen atención alguna para sus mensajes. Sin negar que los políticos se adaptan y se aprovechan de las circunstancias, me parece que atribuir el ascenso de las cuestiones ideológicas al interés de los partidos es insuficiente.

En la actualidad, el principal sospechoso de promover la polarización ideológica son las redes sociales y, en general, la revolución digital. Todos hemos visto cómo circulan bulos e informaciones manipuladas o sesgadas por las redes que encuentran apoyo y difusión entre personas con una ideología común. Se crean así comunidades digitales sectarias o bunkerizadas en las que no entran noticias ni argumentos que cuestionen los valores dominantes del grupo. Todo esto es bien sabido. Ahora bien, es difícil determinar qué es causa y qué es consecuencia, puesto que la creación de esas comunidades sólo es posible en primera instancia si ya comparten una cierta visión ideológica del mundo. Es probable que la comunicación digital intensifique y aun radicalice las diferencias políticas, pero, de nuevo, cuesta pensar que esta sea la causa fundamental de que las personas tiendan a ver el mundo a través de lentes ideológicas.

En realidad, la fuerte polarización que se observa en tantas sociedades democráticas de nuestro tiempo es el resultado de un lento proceso de transformación cultural que se remonta a finales de los años sesenta del siglo XX. Hasta entonces, la política giraba fundamentalmente en torno a la provisión de bienes públicos (defensa, infraestructuras, educación, justicia) y las políticas sociales redistributivas. Por supuesto, también había un cierto espacio para cuestiones morales y culturales divisivas (como el aborto), pero ocupaban un lugar relativamente menor.

A partir de los movimientos de protesta de los años sesenta, en los que se busca un estilo de vida más auténtico que evite el burocratismo asfixiante de los países del bloque soviético y el consumismo alienante de los países capitalistas, la política amplía su radio de acción. Se denuncian formas de opresión que no eran exclusivamente económicas, se fija la atención en minorías étnicas y sexuales que vivían bajo una fuerte discriminación, se incorpora el pacifismo como un valor supremo y se comienza a asentar la conciencia ecologista. Esto produce una politización de la vida cotidiana y, en último término, lo que hoy conocemos como política de la identidad: consideramos que nuestras vidas deben ser un reflejo de nuestros valores morales e ideológicos. Este cambio se observa primero en la izquierda alternativa, pero con el paso del tiempo se extiende por el resto de familias ideológicas, lógicamente con modulaciones muy distintas en cada caso.

El proceso culmina en nuestro tiempo. Hoy en día, en España, ser de derechas significa apoyar sin fisuras la Monarquía, no prestar demasiada atención al cambio climático, defender los toros y otras tradiciones culturales, mostrar en público un fuerte orgullo español y despreciar las demandas de los nacionalismos no españoles, combatir a las feministas, recelar de la inmigración, desdeñar el cine español, etc. En la izquierda es todo lo contrario. Por supuesto, no todo el mundo asume las ideologías como si se tratara de un credo religioso inmutable, hay toda clase de gradaciones e intensidades y, entre aquellos con convicciones más débiles, pueden darse combinaciones impuras de valores. No obstante, quienes están más ideologizados gozan de una mayor visibilidad por la contundencia de sus opiniones y la intransigencia de sus actitudes.

La paradoja, efectivamente, es que con un sistema económico más o menos inmutable, vivimos en mundos estancos. Resulta muy difícil establecer un debate entre personas de ideologías muy distintas sin que la conversación retroceda rápidamente hasta los valores primeros sobre los que se construyen las posiciones ideológicas en todos los ámbitos de la vida.

La ideologización es consecuencia del cambio cultural que comenzó a operar en las sociedades más desarrolladas en el último del tercio del siglo XX, acelerado en nuestros días por la revolución digital. En este sentido, la penetración de la ideología en todas las esferas de la vida no es una opción y, desde luego, no resulta de la deriva supuestamente producida por una izquierda que apuesta por la diversidad y las identidades. Ya quisiera la izquierda tener esa capacidad de transformación social. Más bien, se trata de un cambio estructural y duradero. Dado que elegimos estilos de vida muy diferentes y vemos el mundo de acuerdo con criterios morales e ideológicos particulares, ¿estamos condenados a soportarnos sin entendernos o encontraremos formas de convivencia y cooperación aun pensando de manera radicalmente distinta? Este es uno de los principales retos a los que se enfrentan nuestras democracias.

Ignacio Sánchez-Cuenca es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Carlos III de Madrid.

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