Política y decoro

Hace tiempo sostengo –y así lo he repetido– que uno de los peores achaques de nuestra sociedad es que, respecto a los grandes temas de su vida colectiva, los ciudadanos no dicen en público lo mismo que dicen en privado, es decir, no dicen lo que piensan por carecer de coraje para ello. Parece como si, acongojados por lo que constituye el canon social dominante, fuesen incapaces de manifestarse en contra y de ejercitar frente a él cualquier tipo de crítica. Tras este silencio se ocultan muchas cosas: pusilanimidad, cálculo, irreflexión, interés, dejarse llevar y aquella querencia, tan humana, de sentirse arropado por la pertenencia a un amplio grupo en cuya calidez se busca y encuentra cobijo. ¡Es tan fácil, cómodo, gratificante y productivo seguir la corriente, aunque no sepamos bien a dónde nos lleva! Pero no nos engañemos: callar en público lo que se dice en privado constituye una falta grave de decoro, virtud que impone actuar con arreglo a las normas sociales y que, en la vieja Roma, era la virtud más alta por constituir el fundamento de la auctoritas precisa para consolidar una carrera política honorable, ya que la auctoritas equivalía a aquella credibilidad que sólo se alcanza cuando se dice lo que se piensa y se procura hacer lo que se dice.

El decoro es, por tanto, aquel sentido de personal dignidad que impulsa a hacer lo que se cree debido –entre otras cosas, a decir con claridad lo que se piensa–, aunque ello provoque consecuencias negativas. El decoro implica autoestima y es, en términos castizos, lo que se entendía como “vergüenza torera”, es decir, una actitud que exigía a los diestros clavar los pies en la arena en las tardes grises y aguantar las tarascadas del toro sin perderle la cara. El decoro es sobrio, sacrificado y modesto, pero exige coraje, aguante y capacidad de sacrificio. No espera reconocimiento, aplauso ni premio. Le basta con la satisfacción íntima de ser uno mismo por no haber doblado la cerviz ante la forma más sutil de totalitarismo, que es la que se disfraza y oculta bajo la apariencia de una amplia corriente social, más fundada en el sentimiento que en la razón, y que exige de hecho, para incorporarse a ella, una adhesión entusiasta, incondicional y acrítica a sus objetivos, métodos y liderazgo.

Hay muchas formas de faltar al decoro en el ámbito de la política, pero, para denunciarlas, hace falta recordar antes que la recta y eficaz acción política se manifiesta en el logro de aquellas cosas concretas que mejoran las condiciones de vida de los ciudadanos. En política, lo que no son efectos es literatura y, además, mala literatura. Todo ello sin olvidar, por supuesto, que lo que mueve al mundo son las ideas y que, asimismo, son imprescindibles las ideologías, entendidas estas como la formulación políticamente operativa de las ideas para que estas se traduzcan en hechos. Sobre esta base, falta al decoro quien miente atribuyendo con toda certeza a sus decisiones políticas unos efectos imposibles o, cuanto menos, discutibles o de muy difícil logro. Menos burdo pero igualmente indecoroso es quien calla, ocultando bajo un manto de silencio los más que posibles riesgos de sus decisiones, al agotar su mensaje en la exposición entusiasta de un proyecto ciñéndolo a sus líneas generales y apoyándolo con grandes dosis de exaltación cordial. También falta al decoro el ambivalente que da una de cal y otra de arena, que no dice ni sí ni no sino todo lo contrario, con aire melifluo, palabra insinuante y gesto con regusto eclesiástico preconciliar. Y son doblemente indecorosos, por deber estar su oficio al servicio de la verdad, los medios de comunicación y los periodistas que incurren en alguno de estos vicios, tanto si se prostituyen por razones de subsistencia como si lo hacen por sentirse ungidos al servicio de una alta misión de la que se consideran apóstoles y sacerdotes o sacerdotisas.

Cualquier proyecto es defendible en política siempre que no vulnere los derechos humanos previos a todo sistema jurídico. Pero su defensa debe acometerse con escrupulosos respeto de la verdad, que incluye concretar los riesgos y las dudas. Sin respetar la verdad no es posible hacer política, porque la acción política es dialéctica y exige espíritu de concordia, voluntad de pacto y predisposición transaccional. Y para ello, es preciso que las posiciones de las partes enfrentadas –adversarios que no enemigos– estén claras, de manera que sus representantes puedan negociar sobre bases sólidas y los ciudadanos puedan decidir con su voto, cuando llegue el momento de la verdad, sabiendo antes de que han de morir. Hay que desconfiar, por consiguiente, tanto de los que se sienten llamados a la realización de una misión histórica descrita con más poesía que prosa, como de los que, amparándose en un sentido común de mesa camilla, amenazan con todos los males a quienes no acepten como único camino la ruta sin destino que ellos proponen. Tanto unos como otros practican a sabiendas una forma indecorosa de hacer política.

Juan-José López Burniol

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