Política y financiación territorial

Los debates territoriales adquieren con frecuencia en nuestro país una intensidad dramática tal que parece que nos aproximamos al precipicio, provocando en la clase política una ansiedad y una angustia insólitas en otros países de estructura institucional compleja o compuesta, de naturaleza federal o cercana a ella. Porque debates, tensiones y discrepancias existen en todos ellos, pero sus instituciones encauzan las mismas con una naturalidad y sencillez con las que nosotros aún no hemos sabido o podido hacerlo.

A la vista de ello, los ciudadanos pueden tener a veces la impresión de que el sistema no funciona, o que tiene graves fallos. Pasado un tiempo, cuando las aguas se calman, y se llega a acuerdos, que ha sido la práctica habitual de estos 30 años de Estado de las Autonomías, se celebran los mismos como si no hubiese pasado nada. Y se confirma que nuestra estructura autonómica es útil y eficaz, administra sus problemas con sensatez y encuentra soluciones coherentes y equilibradas. Pero también revela sus carencias.

Sin ánimo de polemizar en el debate de la financiación autonómica, más bien al contrario, reflexionando sobre él con ánimo constructivo, me permito aportar algunas cuestiones que no han aparecido en la opinión pública, o lo han hecho muy someramente, en las múltiples aportaciones que se han hecho desde los ámbitos político, técnico y académico.

La Ley Orgánica de Financiación Autonómica (LOFCA) ha regulado desde el inicio, en el año 1980, las relaciones financieras entre las estructuras estatal y autonómica con notable éxito. Su aplicación, con las modificaciones y modulaciones que el tiempo y las necesidades han exigido, ha permitido financiar con suficiencia las necesidades de gasto público de ambas administraciones. Como resultado, el sistema ha contribuido sin duda al espectacular crecimiento económico de nuestro país de las últimas décadas.

Pero no debemos olvidar que su eficacia se ha visto favorecida por el incremento de los recursos públicos a repartir, fruto de esa bonanza económica, las reformas fiscales y la modernización de la gestión tributaria. Pero no ha habido ocasión de probar esa misma eficacia en periodos de crisis económica, cualesquiera que sean sus causas y orígenes, sobre todo si ésta no es de ciclo corto. Y menos aún, lo que el sistema de financiación puede aportar para sortear o superar estas situaciones. Y debe hacerlo.

Resulta por tanto sorprendente que en los tensos debates recientes sobre el reparto de los recursos públicos, centrados casi exclusivamente en conseguir una mayor y mejor financiación para "mi" administración, no se tengan en cuenta cuestiones que debe hacer variar las prioridades y estructura del gasto público. Por ejemplo, que los sistemas de protección social van a exigir más recursos ante la negativa evolución del mercado laboral, que habrá que revisar las prioridades clásicas del gasto público de todas las administraciones, y acordar las nuevas, y diseñar y pactar con lealtad políticas de austeridad. En definitiva, introducir los cambios necesarios y urgentes que nuestra economía necesita para afrontar esta etapa y el futuro inmediato.

Y esto es responsabilidad de todos. No se trata de hacer lo que cada uno pueda o crea conveniente. Es necesaria una actuación global, coordinada, con objetivos claros y acordados para que sea eficaz. Por tanto, en situaciones económicas como las actuales, lo primero es saber en qué hay que gastar los recursos públicos disponibles. Quién lo vaya a hacer es secundario, además de estar mucho más claro por el reparto constitucional de atribuciones y responsabilidades. Como se hizo hace un año, cuando el Gobierno estatal inyectó por iniciativa propia una importante cantidad de recursos en el sistema sanitario público, cuya gestión y responsabilidad es en exclusiva de las Comunidades Autónomas. Sería por tanto muy útil incorporar estas cuestiones al actual debate sobre el reparto de los recursos disponibles, fijándose estrategias sólidas y comunes para afrontar la situación.

También llama la atención en este debate el olvido y escaso apego desde ciertos ámbitos a las conocidas "reglas del juego" de nuestro sistema autonómico. Éstas se han ido fraguando, no sin esfuerzo, a lo largo de tres décadas y no hay ninguna razón para ignorarlas y menos para sortearlas. Los Estatutos de Autonomía pueden establecer, y establecen en la práctica, ciertos mandatos a los poderes públicos que deben respetarse y cumplirse. Pero no son el único instrumento legal a tener en cuenta. Previamente a ellos, la Constitución fija una serie de principios rectores, objetivos a conseguir e instrumentos legales y orgánicos que deben presidir las relaciones entre administraciones, de condición superior y que no deben obviarse. Los principios de equidad, suficiencia y solidaridad no son palabras vacías. El resultado final del modelo de financiación autonómica debe responder a esos principios y mandatos, a todos ellos, para que podamos considerarlo acorde con la Constitución.

Volcar los intereses de cada uno sólo en la defensa de alguno de esos principios es desnivelar el sistema en su conjunto. Es generar agravios y discriminaciones de fácil percepción ciudadana, pero dañinos para la convivencia y la cohesión territorial. Y puede ser rentable a corto plazo, pero no es una buena inversión a largo. Alcanzar el equilibrio en el cumplimiento de los mandatos constitucionales es también responsabilidad de las Comunidades Autónomas, no sólo del Gobierno estatal como a veces se da a entender. El "sentido de Estado" es exigible no sólo al Gobierno de la Nación, que se da por supuesto, sino también a los de las demás administraciones. Por eso, la defensa de los legítimos intereses de cada uno debe hacerse con prudencia y debe ser compatible con esa responsabilidad.

Además, vuelve a apreciarse en esta fase de la negociación la ausencia de una Cámara Territorial con más atribuciones y contenido territorial. La función del poder ejecutivo, fundamental en materia de financiación, se vería facilitada si previamente la Cámara Territorial ejerciese las funciones de integración de los intereses territoriales como corresponde a una Cámara de esa naturaleza. La participación de las Comunidades Autónomas en el ámbito parlamentario del Senado, fijando objetivos, acordando estrategias y marcando prioridades allanaría el camino de los poderes ejecutivos. Ciertos debates que se hacen a diario son más propios de las instituciones en las que radica la soberanía popular. Se pone una vez más en evidencia que la reforma del Senado es necesaria y urgente.

Por último, en rigor debiéramos estar hablando de financiación territorial. A estas alturas de nuestro Estado Autonómico, con el nivel de descentralización alcanzado, no se puede estar hablando del reparto de los recursos públicos, ignorando en el mismo a las entidades locales. Lo secundario es si se deben acordar simultánea o sucesivamente ambos sistemas de financiación, lo importante es que se deben hacer de una manera integrada, coherente y justa porque forman parte del mismo sistema descentralizado, no son ajenos a él, ni en la Ley ni en la práctica. Ha pasado suficiente tiempo como para reconocer que esta afirmación es una obviedad, que debe tener sus consecuencias políticas y prácticas. Políticas, dando a las entidades locales el relieve institucional que deben tener, acabando con esa imagen de segundones con la que aparecen sistemáticamente. En contradicción con la percepción ciudadana, que ve en el Ayuntamiento no sólo a la administración más cercana, sino a la que vela con más interés por su vida diaria. Y prácticas, haciéndoles partícipes desde el inicio del debate del reparto de los recursos, de los generales y de los territoriales. Más aún cuando todos son más escasos. Esta asignatura pendiente debiéramos aprobarla cuanto antes y con solvencia.

En definitiva, debe alcanzarse en materia de financiación el necesario equilibrio que contribuya a la estabilidad del sistema. El equilibrio político, el económico y el social son la garantía de continuidad de un país diverso y unido como España, con ambición de más progreso y más calidad de vida. Y la mejor simiente para una mayor cohesión territorial, y sobre todo social.

Javier Rojo, presidente del Senado.