Política y miopía

Yo no he perdido ni un atisbo de confianza en la vocación política: existe la vocación en nuestros políticos como existe la vocación en los científicos, en los surfistas, en los cirujanos o en los filósofos. El ensueño, el ideal de una sociedad más equitativa y solidaria, forma parte de esa vocación. Pero de esa vocación forma parte una cosa más que afecta a la solvencia intelectual y a la madurez moral: nunca, jamás, el político hará lo que sueña hacer, por mucho que crea en ello y por mucha fe que invierta en soñarlo.

A los políticos con responsabilidades recientes las cosas se les han complicado sin piedad: la crisis es un azote real pero oculto, casi invisible, porque los periódicos hablan incesantemente de ella pero hablan simultáneamente de un montón de cosas que parecen desmentirla, como si la crisis y la realidad circulasen por carriles paralelos. Los entrenamientos de los futbolistas, las regatas locales, las inversiones modestas para hacer un equipo de balonmano, los reportajes sobre excursiones y expedicionarios exóticos, las mil actividades cotidianas que llenan un diario parecen decirnos que la crisis no es tan grave porque la vida continúa.

Pero la vida continúa para cada vez menos gente, porque cada vez menos gente dispone de posibles para desahogos; cada vez menos gente programa vacaciones; cada vez menos gente ingresa sueldos regulares y cada vez más gente pide dinero prestado a familiares y amigos, y cada vez más gente se siente desprotegida por el Estado del bienestar. Esto es nuevo en la proporción en que lo vivimos ahora, de manera que puede disculparse al político que no ha sabido adaptarse a una situación tan aguda y abruptamente angustiosa.

Cuesta mucho más disculpar al político que llega fresco y nuevo con voluntad de hacer limpieza, de corregir defectos, de enmendar el despilfarro del Estado con los pobres de necesidad, con los más triturados, con los que apenas tienen para casi nada, aunque fueron los que pusieron tocho sobre tocho o recogieron basuras a destajo o sirvieron pizzas a toda pastilla.

Y el más fiel y previsible aliado de Rajoy ante las próximas elecciones del 20 de noviembre es Artur Mas, como todo parece indicar dentro y fuera de Cataluña. Pero entre las medidas más atrevidas que ha tomado su nuevo Gobierno no está la reducción de la financiación de la Universidad, con ser disparatada, ni está la agrupación compacta de un montón de leyes que se derogan de tres tacadas y sin contemplaciones.

La más grave y la más turbadora es otra: han decidido cazar por fin a los defraudadores del Estado, a los jetas que chupan de las arcas de la Generalitat a base de cobrar mes tras mes, por las bravas, nada menos que 420 euros en concepto de renta mínima de inserción. Porque por lo visto las economías de la Generalitat se desequilibran por culpa de las rentas mínimas de inserción y había que meter la lupa ahí sin más dilación contra tanto estafador oculto: un economista les contaría mucho mejor que yo de qué cantidades hablamos y cuáles son las condiciones reales en que subsisten los beneficiarios de esas ayudas.

Yo solo puedo deplorar la mezquindad moral, la ruindad política y la zafiedad ideológica de corregir los desequilibrios presupuestarios averiguando -ahora- el nivel de fraude o de engaño que haya en los receptores de esas ayudas, ninguno de ellos vecino de Sarrià, ni de Sant Gervasi, ni de Les Corts, ni de Pedralbes.

La repugnancia moral (es decir, política) que un cristiano o un católico ha de sentir hacia la persecución urgentísima de ese fraude se me hace inimaginable, pero en CiU y en el PP abundan los cristianos y los católicos que por lo visto digieren perfectamente bien ese despropósito salvaje. Desde una conciencia laica y atea resulta una auténtica vileza que las cuentas de la Generalitat deban recomponerse dejando al pairo a los legítimos beneficiarios de esas ayudas de emergencia, mientras rastrean la estafa en lugar de buscar la desfachatez, el abuso, la trampa pura en las salas donde confraternizan las fortunas, donde se escucha música celestial y donde sin duda la vida continúa perfectamente igual.

Por Jordi Gracia, catedrático de Literatura Española en la Universidad de Barcelona.

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