Por Salvador Cardús i Ros, Universidad Autónoma de Barcelona, departamento de sociología (LA VANGUARDIA, 21/07/04):
Creo que los actuales equilibrios políticos en el Parlament catalán, así como las alianzas, antagonismos y el gobierno a los cuales han dado lugar, no describen de manera adecuada la evolución del sentir y la voluntad política del país. Naturalmente, no discuto la legitimidad de lo que ha sido resultado del ejercicio del voto de los ciudadanos, pero sí afirmo que, paradójicamente, el resultado final –final, en política, es siempre de momento– no responde a la evolución de los cambios registrados. Por decirlo de manera muy simple, creo que la sociedad catalana expresó en el voto de noviembre un progreso en su voluntad de afirmación nacional que luego no se concretó políticamente. De la misma manera que en los periodos de mayoría absoluta de CiU se podía decir que teníamos un Parlament más nacionalista que el propio país, ahora, después de sumar y restar, lo es menos que el sentir general.
He utilizado en dos ocasiones el verbo creer para sostener mis impresiones porque son exactamente eso: impresiones. Pero, de acertar en estas intuiciones, se desprenderían algunas consecuencias que quizás los actuales responsables políticos en el gobierno y en la oposición deberían tener en cuenta. Por ejemplo, podría ser que la ciudadanía, o una buena parte de ella, estuviera dispuesta a esperar más tiempo de lo habitual a la concreción de los resultados prometidos por los nuevos equilibrios gubernamentales, pero que en caso de decepción, también fuera más dura y menos condescendiente de lo que había sido con los gobiernos de CiU y Jordi Pujol. Y es que la confianza, y la indulgencia correspondiente, que generó en sus mejores momentos el liderazgo de Pujol y que le permitió decisiones que rozaban casi la traición a los compromisos electorales –recuérdese la campaña de 1996, la del plantar cara, que acabó con el pacto del Majestic con el PP ante el estupor de buena parte de su electorado– no la van a tener los actuales líderes del PSC o ERC.
Particularmente, donde podrá verse más claramente el desajuste entre lo que en noviembre creció electoralmente (el nacionalismo en su expresión más exigente) y lo que creció gubernamentalmente (la izquierda en su expresión más diluida) quizá será a la hora de aprobar el nuevo Estatut. Primero, claro está, habrá que ver si es posible el acuerdo. En parte, porque el hecho de anunciar que se trata de una reforma para los próximos 25 años introduce una enorme presión sobre el proyecto. Puesto en el terreno estrictamente subjetivo, personalmente no voy a aceptar nunca con mi voto que se escriba un modelo político para el resto de mi vida que no sea altamente satisfactorio y, por lo tanto, abierto a futuros progresos. No volveré a ser cómplice de otra encerrona como han sido los actuales Constitución y Estatut. Pero, en general, tampoco creo que la mayoría nacionalista en Catalunya acepte fácilmente la idea de dejar atado y bien atado por tanto tiempo nuestro futuro político si no existe la impresión de estar ante un verdadero salto cualitativo. En parte, también, porque a los distintos partidos les va a ser muy difícil no marcar sus diferencias maximalistas antes que mostrar sus acuerdos a la baja. Pero supongamos que, efectivamente, después de mucho escarceo en tono versallesco, PSC, CiU, ERC e ICV se ponen de acuerdo. La pregunta es: ¿esta mayoría parlamentaria tendrá el apoyo incondicional de una mayoría parecida entre los catalanes que acudan a las urnas para refrendar el nuevo texto? Me aventuro a una respuesta: no. Y no me refiero solamente a lo que sería una baja participación que podría dejar la legitimidad del nuevo Estatut en un punto muy delicado, sino directamente a un voto negativo ante la insuficiencia de lo pactado aquí y lo aceptado por las Cortes españolas allá. Téngase en cuenta que, si antes hemos votado la Constitución europea, ya estaremos entrenados, como consecuencia de un europeísmo frustrado, en el voto negativo y en contra del consenso mayoritario. Ante un nuevo Estatut que no recogiera un claro modelo homologable al concierto económico que acabara con la actual injusticia fiscal maquillada de solidaridad, o si no quedara clara la expresión de soberanía en un inalienable derecho a la autodeterminación, por lo menos como la que recoge el plan Ibarretxe, creo que una buena parte de la ciudadanía interesada en estos asuntos estaría dispuesta a votar en contra. Incluso desoyendo a los partidos a los que en su momento pudo dar su confianza y al margen de las campañas mediáticas que sin duda llevarán a cabo los medios de comunicación gubernamentales y los afines a las actuales hegemonías políticas. Naturalmente, la mención al plan Ibarretxe no es baladí: supóngase que el nacionalismo vasco consigue mayoría absoluta en primavera y convoca y gana un referéndum con su proyecto de "estatus de asociación libre" con España. ¿Creen que los nacionalistas catalanes van a estar dispuestos a hacer el primo una vez más?
De lo que estoy francamente convencido es de que la estrategia actual para implicar a los ciudadanos en un debate sobre la reforma del Estatut limitada a aquellas cuestiones que, con condescendencia, los políticos suelen considerar que son "las que interesan a los ciudadanos" va a fracasar. Los catalanes sólo vamos a implicarnos en un debate estatutario que trate de las grandes cuestiones políticas sobre nuestro futuro nacional. Y, en cualquier caso, estoy seguro de que sabremos votar de manera madura y emancipada respecto al dictado de cualquier mayoría parlamentaria si, llegado el momento, su propuesta no fuera digna para nuestro país.