Políticas de salud que ahorran y crean riqueza

No es la actual crisis sistémica quien amenaza los valores de nuestro Estado de bienestar y reduce prestaciones, sino ciertas reacciones que ciertos Gobiernos tienen ante la crisis. Entre esas reacciones están los hachazos a un logro de todos, el Sistema Nacional de Salud (SNS), arduamente fraguado y con profunda legitimación social. Parece que el tiempo es escaso y las decisiones, ineludibles. Hoy como siempre, hay que buscar el máximo valor social a nuestro dinero, el de todos. A veces, pero no siempre, ello implica reducir gasto; cuando así es, hay que reducirlo con la mayor inocuidad posible: sin dañar a lo que de verdad importa. Los poderes no pueden seguir hipnotizados por indicadores económicos obsoletos. Las organizaciones ciudadanas, tampoco. En salud, no podemos quedarnos presos entre las paredes del sistema asistencial, cuadrando las cuentas de resultados a corto plazo con ajustes arbitrarios o inespecíficos. Podemos cambiar la perspectiva: mirar cómo ganar salud, desarrollar las políticas que sí rinden auténticos beneficios humanos y suprimir las actuaciones innecesarias, ineficaces o dañinas (para la salud y la economía). Podemos hacerlo si las decisiones de los Gobiernos y las organizaciones (las sanitarias, por ejemplo) siguen el rumbo que marca la brújula de los ciudadanos activos, la del inmenso capital humano y de conocimiento que posee España. Y podemos hacerlo si aplicamos los instrumentos normativos adecuados.

Para tamizar soluciones no puede obviarse que nuestro sistema sanitario ha sufrido una preocupante inflamación: entre 2002 y 2009 aumentó el 63% el gasto sanitario per capita; un 33% si ajustamos por inflación. Los costes del cuidado de la enfermedad subieron por encima del crecimiento; se decidió gastar, endeudándose, pensando más en los grupos de presión que en el bienestar del ciudadano. Ahora conviene que al recortar sí se piense en él. Los servicios sanitarios asistenciales se han inflado más de la cuenta y a menudo realizan actuaciones inútiles. Hay una lista considerable de intervenciones diagnósti-cas y terapéuticas cuyos efectos son nulos, cuando no perjudiciales; muchas de tales listas permanecen en los cajones de las mejores agencias de evaluación de tecnologías sanitarias.

Entre las actuaciones suprimibles hay algunas catalogadas como preventivas; por ejemplo, la detección precoz del cáncer de próstata o el uso de fármacos para el colesterol en mujeres de bajo riesgo (que en España son la mayoría). La proliferación de intervenciones médicas ineficientes y el alienante consumismo sanitario no son ni cultural, ni política, ni económicamente ajenos a la burbuja inmobiliaria y otras prácticas perversas del sistema financiero. En contraste, las iniciativas dirigidas a mejorar realmente la salud y el bienestar de la población —las políticas ambientales, laborales y sociales— están siendo atenazadas. Todavía no hemos asumido que una clave de la sostenibilidad del SNS consiste en reducir el flujo de entrada: en conseguir que la gente no enferme o enferme menos, que necesite lo menos posible los cuidados sanitarios.

Hay pruebas suficientes de que eso es posible. La Ley 33/2011 General de Salud Pública (LGSP) introduce principios, normas y mecanismos que pueden facilitar una salida de la crisis mediante un SNS más equitativo y eficiente. Son soluciones que aplican los países más avanzados y con mayor calidad democrática del mundo. En cambio, el actual Gobierno ha arrojado dicha ley al olvido: no la desarrolla, no la invoca, no la aplica, no la cumple. En los actuales espacios de decisión la salud pública no está, ni se la espera.

Mitigar los daños de la crisis en la salud requiere decir el qué y el cómo. La Ley General de Salud Pública establece el principio de salud en todas las políticas y propone estrategias para desarrollarlo. Se trata de adoptar medidas en los distintos sectores de gobierno para que, manteniendo sus objetivos primarios, favorezcan además la consecución de una mejor salud colectiva. Estimaciones aproximadas, pero racionales y verosímiles, nos indican que una política de movilidad que reduzca la contaminación atmosférica de nuestras ciudades a los niveles recomendados por la OMS, fomente el desplazamiento no motorizado y disminuya las lesiones de tráfico tiene un extraordinario potencial de evitar enfermedad y de ahorro.

Gracias a las actuales políticas de seguridad vial, España ahorra actualmente unos 330 millones de euros anuales en vidas, sufrimiento y consumo sanitario. Si empieza a caminar al menos cinco minutos diarios quien ahora no lo hace, se evitarán más de 1.000 muertes al año y se ahorrarán 1.470 millones de euros. La reducción de 1 gramo de sal por persona y día para reducir la hipertensión arterial evitaría unas 7.000 muertes y gran carga de enfermedad. Como las mencionadas, se pueden enumerar otras muchas medidas con efectos comprobados en la reducción de sufrimiento, discapacidad y muerte. Algunas de estas medidas, al igual que la ley de prevención del tabaquismo pasivo, son de muy bajo coste. Ocurre que los indicadores al uso y las evaluaciones no computan ni las cargas más tóxicas de parte de nuestro sistema económico ni los beneficios de las acciones que evitan tales daños.

Aún mejor que lo mencionado, pero con coste, es garantizar una educación de alta calidad desde el inicio de la vida hasta el fin de la etapa obligatoria, que forme a ciudadanos con madurez democrática, capacidad crítica y participativa. Una educación así otorga un potencial de salud a largo plazo de magnitud superior a cualquier otra iniciativa. La educación de calidad es desde luego la materia prima básica y, por ello, hoy es crítico proteger de la pobreza y la alienación a los niños. En caso contrario dejamos marcas indelebles.

En los servicios sanitarios, y siguiendo lo recogido en la LGSP, debe establecerse ya la lista de intervenciones diagnósticas, terapéuticas y preventivas ineficaces para suprimirlas. Hay suficiente capacidad y conocimiento para organizar una red de expertos cualificados con autoridad científica contrastable, que facilite las decisiones de las autoridades sanitarias. Obviamente, algunas decisiones podrán criticarse como supresión de prestaciones. Pero ya hemos cedido demasiado ante quienes se lucran con el consumismo sanitario. Además, la iatrogenia se ha convertido en uno de los principales problemas de salud de los países desarrollados.

Todo ello no es sencillo, ¿cómo iba a serlo? Cambiar requiere pedagogía y diálogo, una cierta autocrítica y comprensión de la población, la complicidad de los profesionales y coraje político. En este camino la transparencia es imprescindible, como lo es acostumbrarse a priorizar; por ejemplo, en las listas de espera, como ya se hace, o con los incentivos a la profesionalización. Las opciones aparentemente fáciles, como las privatizaciones, sin un marco que garantice la competencia, son contraproducentes.

Un hecho conviene subrayar: las Administraciones públicas deben cumplir la normativa vigente o derogarla. La LGSP establece que las normas y políticas que afectan a la salud deben someterse a la evaluación de impacto en salud y que deben contribuir a reducir las desigualdades sociales en salud. Resoluciones y normas jurídicas recientemente adoptadas por el Gobierno van a tener efectos adversos en la salud de la población; pueden quedar sin evaluar. Así, dejar fuera del sistema de salud a decenas de miles de personas afecta además de a su atención sanitaria a la organización y tutela de la salud pública, con efectos obvios en la salud, que no han sido apreciados, como tampoco se ha hecho al disminuir la prestación de desempleo, especialmente a los que son más vulnerables. Por ello es oportuna la rectificación que se atisba para volver de facto a la universalización. También es imprescindible que se cumplan las leyes sobre conflictos de interés, tan frecuentes en sanidad. Es imprescindible desde todos los puntos de vista: el económico convencional, el cultural y el democrático. Basta ya de contemporizar con la corrupción, de la índole que sea. Hay pruebas fehacientes: los países con un buen desarrollo de la salud pública son aquellos con una calidad de vida democrática más elevada. Contribuyamos a ello, y a salir de la crisis, cumpliendo con la Ley General de Salud Pública.

Ildefonso Hernández, Fernando G. Benavides y Miquel Porta son médicos y catedráticos de Salud Pública en la Universidad Miguel Hernández, Pompeu Fabra y Autónoma de Barcelona, respectivamente.

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