Políticas de talante y políticas de carácter

Los últimos días de la primavera van a ser políticamente complejos y socialmente inquietantes. El anuncio de ruptura de la tregua por parte de ETA no sólo está modificando las agendas políticas, sino que está condicionando el análisis de los resultados electorales. Los ciudadanos deberíamos transformar este horizonte de incertidumbre en una oportunidad para la deliberación sosegada.

Estamos a punto de cumplir tres décadas de ayuntamientos democráticos y es buen momento para hacer memoria de una Transición que, además de tener sus correspondientes dimensiones políticas, culturales o religiosas, tuvo una dimensión ética que abrió la puerta a las demás. Una dimensión en la que se amparó Rodríguez Zapatero cuando hizo balance de su primer año de legislatura y anunciaba que su política estaría presidida por tres referencias: «Paz, ciudadanía y talante». De las tres, la reivindicación del talante traía algo más que una nueva política, prologaba la llegada de un nuevo estilo, anunciaba nuevas formas y, sobre todo, iniciaba una aventura ideológica que parecía enlazar con la Transición.

La nueva estrategia de comunicación marcaba las distancias con una personalidad política como la de Aznar, donde pesaba más el carácter, la determinación y la firmeza que el talante, la flexibilidad y la emotividad. Curiosamente, tanto el talante como el carácter habían sido categorías con las que el profesor José Luis López-Aranguren construyó, hace casi 50 años, un libro -Ética- que se convirtió en manual universitario de varias generaciones. Las distancias que quería tomar Rodríguez Zapatero con Aznar eran tan grandes que le forzaron a construir una estrategia basada sólo en el talante, sin conservar dialécticamente nada del carácter, como si en la historia de la ética pública fuese posible prescindir de ambas categorías.

Seducido por el aire fresco de una Transición cuya legitimidad se ha puesto en penumbra porque la atención se dirige a la Segunda República, nuestro presidente no se dio cuenta de que aquella Ética había que leerla entera, que no bastaba elegir las preciosas páginas donde se nos habla del talante y pasar por alto aquéllas donde se habla del carácter. Asistíamos así a una estrategia simplificadora en la que han caído algunos intérpretes del pensamiento de Laín Entralgo, Julián Marías o el propio López-Aranguren cuando se aproximan a ellos buscando sólo la liberalidad y la tolerancia activa con las que colaboraron para que fuera posible la Transición.

Y aquí comienzan los problemas, porque a estos pensadores que analizaron y se implicaron con la dimensión ética de la Transición les preocupaba el buen talante, concepto que apareció por primera vez en un artículo que Aranguren publicó en 1949 en la revista Cuadernos Hispanoamericanos. Con el título Sobre el buen talante, el joven profesor reivindicaba un término a medio camino entre el existencialismo, la nueva teología y la incipiente psicología humanista. Antes de que desempeñara un papel importante en la Ética, Aranguren volvió a utilizar esas reflexiones en un interesante trabajo que llevó por título Catolicismo y protestantismo como formas de existencia, publicado en 1952, con el que se inauguraba una resistencia al nacionalcatolicismo de la que surgieron algunas publicaciones como la revista Cuadernos para el Diálogo.

Aranguren presenta el talante como un estado de ánimo, como una disposición anímica que determina todo nuestro modo de existir, es decir, nuestra forma de ver, de pensar, de sentir y de enfrentarnos al mundo. A diferencia de quienes se orientan en la vida desde un sistema de ideas, a diferencia de quienes ordenan su conducta por una teoría sobre la esencia humana, o incluso a diferencia de quienes se anclan en formas de pensar puramente racionales o cognitivas, los promotores de una filosofía del talante están más próximos al existencialismo, al emotivismo o al psicologismo. Para estas filosofías, las religiones no son sistemas cerrados de ideas, sino formas de existencia donde caben la comunicación de verdades, la coexistencia y el diálogo.

Pero el valor del talante en el pensamiento de la Transición no está en su dimensión filosófica, sino en su dimensión moral y política. Esto era lo que le preocupaba a Aranguren y por eso distingue talante como simple estado de ánimo y buen talante como categoría moral. Al preguntarnos por el buen talante ya no nos movemos en un nivel emotivo, sino en un nivel ético donde hace falta diferenciar, distinguir y discriminar. Por ejemplo, no todos los talantes generan una personalidad equilibrada, saludable y empática, de ahí que sea importante buscar un criterio que los ordene y haga preferibles unos a otros.

Con la simple apelación al talante no hubiera sido posible la Transición. Fue un momento de nuestra Historia en el que funcionó el buen talante, en el que se acertó con el criterio para no dejarse llevar por las emociones, los antojos, los estados de ánimo o el simple temperamento. Se acertó porque no se confundió el buen talante con el buen rollito del que hoy se habla en las jergas juveniles. Nuestro presidente se ha limitado a promover una política del buen rollo que no puede confundirse con una política del buen talante, y por eso no salen las cuentas de la ética cívica, que consiste en promover consensos políticos básicos sobre valores compartidos.

Señalaba Aranguren que hay buen talante cuando la inteligencia organiza los ánimos para tener estabilidad en el tiempo; es decir, cuando se jerarquizan y se busca apoyo intelectivo suficiente para que la vida no sea un naufragio emocional permanente. El buen talante requiere ejercicio de la inteligencia y para eso hay que convertir el talante en determinación y actitud, en firmeza para ordenar la vida y darle un sentido. El buen talante requiere algo más que una psicología de los estados anímicos, requiere una ética del discernimiento y la cordura.

Quizá ahora estamos capacitados para entender el apoyo que este Gobierno ha concedido a los proyectos de naturalización de la ética, como el del Gran Simio, que consiste en proporcionar derechos a los animales. Era mayor la preocupación por las emociones, los estados de ánimo y el simple tono vital que la preocupación por los argumentos y las buenas razones. Estaba tan empeñado por dejar atrás la política del carácter que ha confundido la determinación y la firmeza con el dogmatismo, la terquedad y la cabezonería. No se ha dado cuenta de que junto a una primera naturaleza emocional y biológica hay una segunda naturaleza racional y biográfica. Su síntesis sólo es posible a través del aprendizaje, el entrenamiento y la narrativa adquisición de la inteligencia.

A esa inteligencia es a la que podemos apelar hoy cuando reivindicamos una ética del carácter, cuyo protagonismo ya fue señalado por Aranguren en la primera edición de su Ética. En 1957 introdujo el término carácter para sustituir lo que en sus escritos anteriores había llamado actitud y que así se corresponde mejor con el significado originario del término ética (ethos). Esta forma de entender la Ética no anula las emociones (pathos) ni las razones (logos); las integra en una teoría del carácter. Aunque se editó en 1958, la introducción del término carácter en esta primera edición está relacionada con las deudas que Aranguren había asumido con Zubiri y Ortega.

Precisamente el joven Ortega había publicado 50 años antes un interesante artículo con el que denunciaba la hipocresía de los políticos que pretendían reformar las costumbres sin reformar el carácter. El artículo, publicado en El Imparcial el 5 de octubre de 1907, llevaba por título Reforma del carácter, no reforma de las costumbres, donde protesta enérgicamente contra un decreto del ministro de la Gobernación, don Juan de la Cierva, porque pretendía reformar las costumbres del pueblo.

Es interesante leer despacio el artículo para comprobar que junto a la política del talante, que aparece en escena en la segunda mitad del siglo XX, la política del carácter se puede presentar como clave interpretativa para la primera mitad de ese mismo siglo. Clave con las que se pueden analizar desde el perfil ético de Maura, Canalejas, Azaña o Lerroux, hasta los perfiles de Franco, Suárez, Calvo-Sotelo o González. Una Transición inteligente no hubiera sido posible sin la justa dosis de talante y carácter.

En definitiva, las reformas políticas no se pueden hacer ni contra los pueblos ni contra sus costumbres, deben ir a la raíz de las costumbres centrándose en el carácter. Lo bueno o malo -sostiene Ortega- no está en las costumbres, sino en el carácter desde el que brotan. Por eso, ante la nueva ruptura de la tregua de ETA no hay talante que valga. La sociedad española no exige un carácter entendido como tosquedad, sino un carácter entendido como firmeza para acertar y mantener la cordura. Cuando desaparece, la política se transforma en una incierta, preocupante y peligrosa aventura.

Agustín Domingo Moratalla, profesor de Filosofía del Derecho, Moral y Política de la Universidad de Valencia.