Políticos contra el mercado

¿Fin de la historia contemporánea? Si es así, no sucedió el 9-N en Berlín ni el 11- S en Nueva York. Tal vez la referencia sea otoño de 2008. La teoría política se ha vuelto loca a la vez que la economía financiera. No será fácil recuperar el rigor y la prudencia, únicos argumentos eficaces. El sistema más «liberal» del mundo (en sentido europeo; es decir, abstencionista) adopta medidas «liberales» (en sentido americano; esto es, intervencionista). El plan de Bush sale adelante y los candidatos a la Casa Blanca buscan refugio en el centro, el espacio más cómodo y versátil. En Europa, surgen ocurrencias dignas de aquellos arbitristas de la España decadente: ¿qué tal si nos quedamos sin cenar una noche a la semana? Sin embargo, a la hora de la verdad, nuestros socialdemócratas de izquierdas y de derechas imitan a los Estados Unidos. También Zapatero y los suyos, con un «plus» de oportunismo partidista, como suele ser frecuente. Aquí hace agua el tejido socioeconómico: hay empresarios que piden la «suspensión» del capitalismo y líderes sindicales que callan y otorgan ante el Gobierno de los afines... Volvamos ya al centro del universo, a medio camino entre el Capitolio y Wall Street. Los demócratas votan a favor de Bush. Muchos republicanos, en contra. Las elites financieras y los creadores de opinión apelan a la responsabilidad. Cobarde por naturaleza, la clase media acepta el mal menor, aunque maldice en voz baja. Los políticos piden confianza, pero los agentes económicos no reaccionan según lo previsto. Al menos, por ahora...

Al final, es lógico suponer que volverá el equilibrio perdido. La vida sigue para (casi) todos. Con menos alegrías, eso sí. Convendría aprender esta lección, pero, vistos los precedentes, no deben ustedes confiar en el sentido común de la especie. Vamos a caer en los mismos errores, quizá en otros peores. Tormenta ideológica: empiezan a lanzar rayos y truenos contra el supuesto fracaso del capitalismo. Marxistas en paro forzoso desde la caída del Muro recuperan el discurso anquilosado. Es hora de explicar lo elemental. Liberalismo (me refiero al sentido europeo) no significa abstención del poder político. Consiste en la separación entre Estado y sociedad, de modo que aquél no quiere ni puede interferir en el orden social, concebido como un orden natural. Su tarea consiste en crear las condiciones mínimas que regulen el funcionamiento espontáneo del mercado. En todo caso, y aquí viene la excepción pertinente, puede actuar de forma transitoria y restringida para eliminar algún bloqueo.

El ejemplo más simple es la labor del árbitro en una competición deportiva. No es ni debe ser protagonista, pero garantiza el juego limpio y toma medidas -drásticas si hace falta- contra los jugadores que vulneran las reglas. Hasta aquí la teoría. Manuel García-Pelayo lo explica con gran pericia doctrinal en Las transformaciones del Estado contemporáneo, al margen del ágora política que devora los prestigios más acreditados.

El origen de la crisis es el fracaso de los poderes públicos en su función de velar por la limpieza del sistema. Instituciones fallidas, entre ellas muchos organismos reguladores, y controles aparentes desbordados por el partidismo. La división de poderes -social, jurídica, incluso moral- quiebra ante una mezcla que hace imposible distinguir a los justos y a los pecadores. El mercado tiende al equilibrio cuando funciona como debe. En tal caso, separa por sí mismo el grano de la paja. ¿Quién explica el problema a los ciudadanos? En Europa, todo resulta más sencillo. Nuestra democracia de partidos se conforma con el consenso expreso o tácito de las elites políticas con su prolongación en los medios y los ambientes respetables. En América, no es tan fácil: para bien o para mal, son algo más libres que nosotros. Por suerte para ellos, una mentalidad arraigada les impide aceptar sin más las opciones intervencionistas. Aprenden desde niños que el mercado da y quita razones. Les disgusta que el dinero público venga al rescate de los perdedores. Sin embargo, no queda otro remedio: al final ganan los «buenos», en el prudente Senado y -a la segunda- en la insensata Cámara de Representantes. Pero la lección esta ahí. América, democracia ejemplar, resiste a medias a los socialistas de todos los partidos. La frase, ya saben, es de Hayek: la escribió hace medio siglo largo, en la dedicatoria de Camino de servidumbre, pero resulta más actual que nunca.

¿Quién rechaza las medidas ineludibles? Hay dos tipos de oposición. Ante todo, «libertarios», «anarcocapitalistas» y otros nombres por el estilo que dejan perplejo al espectador europeo: no sabemos si pensar en Bakunin o darnos de baja en una ciencia tan extravagante. Estas gentes reclaman «menos Estado y más mercado», aplauden las sentencias contra la tiranía administrativa en medio ambiente o en urbanismo y exigen la supresión de los impuestos. Cada uno es dueño de destruirse a su manera; así, los más extremistas reclaman también libertad para las drogas, ante el escándalo natural de los conservadores. El poder menguante es la mejor receta, dicen, contra la corrupción de los políticos. Desde el punto de vista teórico, la referencia es Robert Nozick, autor de un libro excelente (Anarquía, Estado y Utopía, 1974), una teoría del Estado «mínimo» a partir del contrato social. Tan sólido -al menos- como John Rawls, aunque la academia progresista nunca lo reconocerá. Piensen en el interrogante que plantea nada más empezar: «Si el Estado no existiera, ¿sería necesario inventarlo?». El otro núcleo de opositores tiene un perfil populista. Sin embargo, quizá no merecen esta vez el matiz peyorativo. Cercanos a sus electores, comparten con ellos prejuicios y frustraciones. La lucha por la vida -y por el voto, claro- impulsa el espíritu de frontera y el desprecio por la retórica.

Veamos el caso de Sarah Palin. Aprende a toda prisa el discurso oficial porque los gurús de la campaña le impiden expresar sus verdades elementales. Sin embargo, tal vez los electores quieren escuchar la voz de la América profunda. Como escribe Schumpeter, las masas pueden ser ignorantes, pero nunca son hipócritas. Por eso todavía se mantiene a flote la candidatura incierta de McCain ante Obama, el gran favorito. Dicho de otro modo: Anchorage no es Washington D.C., ni falta que le hace, piensan ellos. Si los republicanos quieren mantener alguna opción, deberían explorar a fondo esta posibilidad. Vencidos al final por una presión irresistible, muchos americanos desean todavía recordar a los que mandan su rechazo hacia los favores pagados con dinero público. Lo creen de buena fe. Quizá se equivocan: si quiebra el gigante en apuros, la clase media será la gran perdedora. ¿Por qué nadie se lo explica en términos comprensibles? ¿Acaso tendría que reconocer errores imperdonables?

A los políticos no les gusta el mercado. Cuando funciona como debe, escapa a su control y choca con el poder, voraz por definición. Por eso lo manipulan: los socialistas mucho más, sin duda, aunque nadie es inocente. A uno y otro lado del Atlántico, se veía venir la crisis. Unos preferían engañarse. Otros, engañar a los demás. ¿Soluciones? Democracia más o menos representativa, economía de mercado, sentido común... La sociedad menos injusta de la historia. Con diferencia, la que crea más riqueza y la reparte de forma menos arbitraria. De vez en cuando, víctima de sus propias trampas. Con miserias y servidumbres, no hay alternativa razonable. ¿Conocen ustedes algo mejor?

Benigno Pendás, profesor de Historia de las Ideas Políticas.