Políticos de emergencia

El nombramiento de Matteo Renzi y de Manuel Valls como primeros ministros de Italia y Francia respectivamente ha situado en el primer plano de la política europea a dos figuras que parecen responder al arquetipo del dirigente ambicioso, decidido y con una visión propia de la política nacional. Su popularidad parece fuera de duda, aunque curiosamente ambos han accedido a la jefatura de gobierno sin pasar por las urnas como cabezas de cartel de las formaciones que les sostienen. Giorgio Napolitano encargó la formación del Ejecutivo italiano al primero después de que este hiciera lo posible para que el PD se librase de Enrico Letta. François Hollande ha depositado en el segundo las esperanzas de que sea el reactivo preciso para evitar una debacle socialista. Hay una característica que les iguala también, la pertenencia a partidos más horizontales que verticales en sus procesos de decisión. Comparten también un riesgo, que su luz se apague pronto por efecto de su propia impulsividad.

Se trata de un modelo atractivo hasta estéticamente: políticos jóvenes, razonablemente experimentados y aparentando tener las ideas claras, o sugiriendo que están dispuestos a modularlas siempre que las circunstancias lo precisen. Su llegada a primeros ministros parece representar el triunfo que perseguían desde muy jóvenes, probablemente sin que se detuviesen a pensar en las dificultades a las que se enfrentan ahora, y en los problemas que supone tener éxito político tras la recesión pero todavía en la crisis. Pero, más allá de los aspectos subjetivos de un político así, importa la interacción que genera con la sociedad o, para ser más precisos, con la opinión pública, y en qué medida ese espécimen de políticos encarna una manera distinta de realizar la democracia representativa.

Los partidos políticos son maquinarias prestas para acceder al poder institucional y apuntalarlo, recipientes ideológicos más o menos duraderos, pero no están diseñados para idear políticas públicas ni para elaborar programas que vayan más allá de un catálogo de referencias ineludible para mantener la cohesión interna con algunos guiños de oportunidad dirigidos al público propio. Pero, siendo eso así, no parece que el diagnóstico y las soluciones a los problemas de las sociedades actuales puedan encontrar mayor claridad y solvencia en el atrevimiento de un aspirante a presidente de gobierno por aquí o por allí. A la porción de civilización que representamos los europeos corresponde la tarea de reducir las incertidumbres al mínimo inevitable, labor que difícilmente podrá cumplir una persona de mediana edad, por mucho que mantenga la cara de pillo de su adolescencia.

Todo aquello que merece la denominación de estrategia requiere del manejo del poder, aun teniendo en cuenta que en el mundo actual todos los poderes son relativos y limitados. Muy a menudo se confunde la estrategia con el mero instinto de conservación y subsistencia en política, con la sucesión de pasos atropellados en que cada uno de ellos trata de justificar el que se ha dado con anterioridad. Con la irrupción de figuras como Renzi o Valls da la sensación de que ellos mismos encarnan una estrategia si se quiere paradójica, con el atractivo que las paradojas contienen para una opinión pública ávida de novedades. Pero puede tratarse de un mero espejismo. Precisamente porque el poder que pueden ejercer es limitado y relativo, Renzi desde febrero y Valls prácticamente con su nombramiento están evidenciando que no las tienen todas consigo, que no solo han de someterse a los imponderables de la economía global y del dictado europeo, sino que están obligados a atenuar su ímpetu ante el juego de intereses y aspiraciones que concurre en sus respectivos partidos.

El modelo del dirigente que se arriesga a dar un paso adelante representa una simulación, cuando no una farsa. Porque hay una vertiente definitivamente crítica en todo esto de los políticos emergentes, y es que al final sólo ellos se hacen responsables de sus actos, y ni tan siquiera. El mecanismo de contrapesos y controles que constituye la democracia representativa funciona en el plano de la división de poderes, aun sabiendo de las imperfecciones, solapamientos, inhibiciones e incluso corruptelas que afectan al sistema. Pero lo que está más en entredicho es eso de la responsabilidad política. El poder partidario se guarece tras la inexistencia de un protocolo preciso para dar cuenta de sus excesos y de sus defectos. Qué decir de aquellas situaciones en las que un político con nombre y apellidos actúa como si se echara encima la dirección del país, mientras sus correligionarios hacen apuestas sobre su suerte.

Kepa Aulestia

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