Políticos presos, no presos políticos

Durante los últimos días ha habido protestas de la opinión pública alemana contra la detención en Alemania del expresidente catalán Carles Puigdemont. Ahora bien, me parece imposible entender esa detención sin preguntarse qué ocurrió el otoño pasado en Cataluña. La respuesta más corta es la siguiente: que el Gobierno nacionalista de la comunidad intentó romper un Estado democrático a fin de separar una parte del mismo mediante un golpe de Estado (o, para ser más precisos, mediante lo que yo llamaría “un intento frustrado de autogolpe civil posmoderno”). A continuación, intento una respuesta más larga.

A finales de los años setenta, al terminar el franquismo y empezar la democracia, España se estructuró en 17 comunidades autónomas —el equivalente aproximado a los Länder alemanes— y en la actualidad es, según la mayoría de los estudiosos, uno de los Estados más descentralizados del mundo. Cataluña constituye una de esas autonomías que se distingue por poseer una lengua y una cultura propias, igual que Galicia o el País Vasco, y por ser una de las zonas más ricas del país. Desde el inicio de la democracia, el Gobierno catalán —provisto de competencias exclusivas en algunos asuntos vitales, como la educación o la policía, y amplísimas en todos— ha estado casi siempre en manos de la derecha nacionalista, que en todos estos años ha llevado a cabo una labor subterránea, minuciosa y desleal no sólo de nation building, sino también de state building; a pesar de ello, el separatismo nunca consiguió atraer a más del 20% de los votantes. Hasta que en 2012, tres años después del inicio de la crisis económica, la derecha nacionalista en el Gobierno se sumó a él.

Hay muchas causas que explican este cambio, pero sobre todo dos. La primera es la negativa del Gobierno catalán a asumir su responsabilidad por la mala gestión de la crisis, atribuyéndosela en exclusiva al Gobierno de Madrid; la segunda es la necesidad de desviar la atención pública de la oceánica corrupción que los estaba ahogando. Lo cierto es que a finales de 2012 el Govern diseñó un plan separatista que se llevó a cabo con todos sus medios ingentes y en nombre de la democracia, aunque sin el más mínimo respeto por las reglas democráticas, lo que entrañó en los años siguientes el incumplimiento sistemático de las leyes y las resoluciones de los más altos tribunales.

Hasta que por fin, el 6 y 7 de septiembre de 2017, los separatistas aprobaron en el Parlamento autonómico, de manera totalmente irregular —en una bochornosa sesión celebrada en ausencia de casi la mitad de la Cámara y en la que apenas se permitió el debate—, dos leyes que, según los letrados de esa institución, derogaban de facto el Estatuto catalán y violaban la Constitución española y la legalidad internacional, que, como se sabe, sólo ampara el ejercicio del derecho de autodeterminación —entendido como derecho de secesión— en los territorios colonizados y en caso de violación de los derechos humanos; ambas leyes, en definitiva, pretendían cambiar de arriba abajo el ordenamiento jurídico democrático con el fin de proclamar la República Catalana y dejarnos a los catalanes “a merced de un poder sin límite alguno”, por usar las palabras con que el Constitucional anuló la primera de tales leyes.

A ese flagrante ataque al Estado de derecho, perpetrado a la vista de todos y ante la impotencia perpleja del Gobierno español, es a lo que llamo un intento de golpe de Estado. La expresión parecerá inadecuada a quienes hayan olvidado que los mejores golpes de Estado se dan sin violencia física, precisamente porque no parecen golpes de Estado; pero no se lo parecerá a quienes recuerden que, como escribió Hans Kelsen en Teoría general del derecho y del Estado, un golpe se da cuando “el orden jurídico de una comunidad es nulificado y sustituido en forma ilegítima por un nuevo orden”.

Por lo demás, ¿qué otra cosa significa la aterradora frase del Constitucional que acabo de citar sino que el Gobierno catalán intentó triturar la democracia? Sea como sea, el resultado de esta tropelía es que Cataluña vivió, en septiembre y octubre pasados, casi dos meses de pesadilla durante los cuales la sociedad bordeó el enfrentamiento civil y la ruina económica —más de 3.000 empresas sacaron su sede de la comunidad—, hasta que el 27 de octubre, tras un referéndum fraudulento y una declaración unilateral de independencia del Parlamento catalán, el Gobierno central usó el artículo 155 de la Constitución —copiado por cierto de la Constitución alemana— para tomar el control de la autonomía y convocar elecciones casi al mismo tiempo que una juez encarcelaba a algunos responsables del desastre y el presidente del Gobierno autonómico huía de la justicia hacia Bélgica, donde ha residido hasta su detención en Alemania.

Esto es en síntesis lo ocurrido en Cataluña en otoño. Debería sobrar decir que, como han reconocido las más importantes organizaciones humanitarias (de Amnistía Internacional a Human Rights Watch), los políticos catalanes que están en prisión no son presos políticos; son políticos presos, acusados, repito, de los delitos más graves del Código Penal español, empezando por el de rebelión, reservado a quienes intentan un golpe de Estado. Dicho esto, me pregunto qué quieren decir los alemanes sin duda bienintencionados que afirman que Puigdemont no debe ser extraditado. ¿Que no tendría un juicio justo porque en España no hay separación de poderes y por tanto no es un Estado de derecho, dado que la España de hoy, tras 40 años de democracia y 32 de pertenencia a la UE, no es en el fondo más que una copia maquillada de la España franquista? Es lo que dice la propaganda separatista, y es un disparate. Para demostrarlo bastaría con recordar un estudio sobre calidad de la democracia realizado por la Unidad de Inteligencia de The Economist y publicado este año; según él, en el mundo hay apenas 19 full democracies: entre ellas no se encuentran ni la francesa ni la italiana ni la japonesa, ni siquiera la estadounidense, pero sí la española, que ocupa el número 19. ¿Alguien se atrevería a decir que ni Francia ni Italia ni Japón ni EE UU son democracias, o que son simples dictaduras disfrazadas de democracias?

Ley y democracia

Más preguntas a los alemanes que protestan por la detención de Puigdemont: ¿Están seguros de que no hay que juzgar a alguien que, según un juez del Supremo español, se ha saltado sistemáticamente y a sabiendas la ley? ¿Quieren decir que, en una democracia, los políticos, por el hecho de ser elegidos en unas elecciones, tienen derecho a cometer todo tipo de desafueros y carecen del deber de respetar las reglas de convivencia, como cualquier otro ciudadano? ¿No recuerdan estas personas a un político alemán del siglo XX que fue elegido en unas elecciones libres y después se dedicó a cometer desafueros que acabaron con la democracia? ¿Ya se les ha olvidado que, en una democracia, ley y democracia se identifican, puesto que la ley es la expresión de la voluntad popular, y que los políticos pueden cambiar las leyes, pero no violarlas? Y, por cierto, ¿han leído las 70 páginas en las que el juez del Supremo razona y documenta sus imputaciones?

No soy jurista y no opinaré sobre ese auto; tampoco sobre si Puigdemont debe ser extraditado o no, ni sobre por qué delitos: eso deben decidirlo los jueces alemanes, que estoy seguro de que harán su trabajo a conciencia. Creo, eso sí, que a veces opinamos con demasiada frivolidad. Por lo demás, añadiré que soy un europeísta de izquierdas, convencido de que la Europa unida es la única utopía razonable que hemos inventado los europeos, y que, como tal, estoy seguro de que el cóctel nacionalista que durante años se ha servido en Cataluña y constituyó el principal carburante ideológico de lo ocurrido en otoño —un cóctel hecho de victimismo histórico, egoísmo económico y narcisismo supremacista, aliñado con gotas de xenofobia— no sólo es incompatible con los ideales de la izquierda, sino absolutamente letal para la Europa unida.

Javier Cercas es escritor. Este artículo fue escrito antes de la decisión del tribunal de Schleswig-Holstein sobre Carles Puigdemont. Ha sido publicado en Süddeutsche Zeitung.

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