Políticos que bloquean en Twitter: censura y manipulación

Políticos que bloquean en Twitter: censura y manipulación
El expresidente de los Estados Unidos, Donald Trump, sostiene un ejemplar del New York Post

Durante tres años, Donald Trump topó en el cosmos digital con siete enemigos muy peculiares. Siete usuarios de Twitter que lo llevaron a juicio por bloquearles y a los que la Justicia dio la razón en dos procesos distintos.

Entre 2018 y 2019, un tribunal federal neoyorquino y otro de apelaciones coincidieron en que Donald Trump no podía bloquear seguidores en Twitter desde su cuenta oficial porque eso es una forma discriminatoria de sesgar el debate y de adulterar el foro público. Ambos procesos defendieron la tesis de que el presidente de los Estados Unidos había violado la Primera Enmienda de la Constitución, que consagra desde 1791 el derecho a las libertades de culto, expresión y reunión.

Lo que sugería esta tesis sobre los usos de las redes sociales por parte de los políticos adquirió importancia cuando Trump abrió una guerra específica contra Twitter por considerar que este se tomaba demasiadas molestias en controlar (editorializar) la opinión de sus usuarios.

El mandato de Donald Trump fue un caramelo para la prensa, que de hecho sufre hoy por la falta de noticias de la Administración Biden (o, mejor dicho, por la falta de interés de esas noticias). Trump, en cambio, contribuía a visibilizar algunas causas que en el resto del mundo, España incluida, pasan por anecdóticas.

Cuando Twitter usó a Trump de conejillo de indias para su Gran Hermano ideológico, añadiendo a sus tuits sobre las elecciones presidenciales estadounidenses de 2020 advertencias corporativas que alertaban de su hipotética falsedad, quedó patente que las reticencias del presidente sobre el alcance de la libertad de expresión consagrada en esa Primera Enmienda tenían fundamento.

Que la Corte Suprema castigara a Trump por vulnerar la Primera Enmienda, meses después de que Twitter cerrara su cuenta, basta como corolario. Para consolidar un mensaje, nada como sacar de la mesa de debate a quienes lo pongan en duda. La diferencia significativa entre ambos casos es que, en el segundo de ellos, el poder de silenciar estaba en las manos correctas.

Durante los dos últimos años se ha popularizado en España el uso censor de Twitter por parte de diversos políticos. Pero ha sido particularmente reveladora la tendencia de la izquierda a reinterpretar la idea de diálogo con el electorado.

No es que hayamos importado esta anomalía democrática precisamente de la Administración Trump. El control de la disidencia y la imposición del mensaje único es algo tan antiguo como la Europa que conocemos. Pero no deja de sorprender que sea algo asumido, en una especie de pacto entre formaciones políticas, como opción válida en una sociedad que se dice progresista y avanzada.

Podemos y Pablo Iglesias (cuyo uso de Twitter siempre fue un enigma, sobre todo viendo qué tipo de perfiles prefería como seguidores) fueron los grandes precursores de la censura en Twitter.

Pero se trata de una actitud desafiante, común y muy reveladora del momento social que atraviesa España (y de la desconexión de los políticos con los ciudadanos) que ha contagiado a nombres tan diversos y aparentemente distanciados entre sí como Irene Montero, Yolanda Díaz, Toni Cantó, José Luis Ábalos, Íñigo Errejón, Andrea Levy o Iván Espinosa de los Monteros, por citar sólo a un puñado de ellos.

A la vista de este curioso comportamiento de los representantes públicos en un espacio de debate abierto, no cabe más que señalar lo obvio: hace tiempo que muchos de ellos sólo se dirigen a los suyos.

Como hemos crecido con la idea de que las redes son neutrales y con la de que es el uso que se les da lo que les confiere uno u otro sentido, desligamos habitualmente a Twitter de las decisiones que nuestros políticos toman sobre a quiénes dejar hablar.

Pero Donald Trump tenía razón en esto. Twitter no sólo interviene activamente en la modulación del debate, sino que facilita hasta tres herramientas alternativas al bloqueo a aquellos que quieren segmentar a la fuerza quiénes pueden participar en el debate público.

Quizá la menos invasiva sea la de silenciar cuentas, el equivalente al bloqueo, pero sin dejar rastro. Es fácil configurar un timeline de cuentas amables silenciando las incómodas.

No son tan discretas las otras dos opciones.

La primera, la de ocultar respuestas, lo que impide que aparezcan en el tuit respuestas que lo corrijan o lo contradigan.

Y la segunda, y más interesante por lo que dice de la relación entre políticos y ciudadanos, la de elegir quiénes pueden interactuar con cada tuit. La expresión más transparente del verbatim moderno de comunicar (gobernar) para los tuyos.

Adriana Lastra o Ada Colau (quien acabó huyendo de Twitter mientras denunciaba, precisamente, que se había convertido en un espacio de debate viciado) son dos de las políticas que tienen por costumbre dirigir sus mensajes únicamente a aquellos a quienes mencionan (y frecuentemente no mencionan a nadie).

El paradigma comunicativo de los políticos en Twitter ya acepta como normal el bloqueo o el silenciamiento de ciudadanos y la limitación de las respuestas públicas y libres a sus intervenciones. Algo que, irónicamente, está en sintonía con la necesidad de intervenir en el espacio de debate para aislar esos dos monstruos que el progresismo ha capturado y engordado: el discurso de odio y las fake news. Dos ventanas de oportunidad para la censura.

¿Cuán válido o razonable es que un cargo electo suprima a un porcentaje del pueblo de su actividad en redes? ¿Puede un político a sueldo y servicio del pueblo, blindado por las normas de uso de Twitter, escudarse en que su proselitismo y sectarismo ideológicos responden a una actividad personal y no administrativa?

Y lo más importante. ¿Por qué en nombre de la concordia y los espacios seguros de conversación se están perpetrando precisamente las peores afrentas contra la libertad de expresión?

Manuel Mañero es periodista y editor del blog The Last Journo.

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