Políticos simples para sociedades simples

Desde hace un tiempo parece que muchas democracias occidentales eligieran a líderes políticos cuyas características respondieran a las que Mark Twain señalaba, irónicamente, como necesarias para triunfar en la vida: ignorancia y confianza. Nos vamos acostumbrando a tener gobernantes simples para sociedades simples. A vivir en la ficción de sociedades que funcionan como películas de dibujos animados, como versiones hollywoodienses de los cuentos de los hermanos Grimm, donde todo es claro y sencillo, bueno o malo, blanco o negro; y además termina bien. Hasta que llega un virus global que lo pone todo patas arriba y pone de manifiesto, brutalmente, la complejidad de nuestra estructura social, y la correlativa complejidad de cualquier solución eficaz para problemas importantes.

Desde su refugio forzado en el hogar, muchos de nuestros conciudadanos parecen pensar, aunque no lo hagan explícito, que la crisis del coronavirus se irá con la misma facilidad y rapidez que vino, mientras entretienen su tiempo analgésicamente en devorar series televisivas o en intercambiar chistes por WhatsApp. No se les ocurriría pensar que cuando el líquido se derrama de su botella es fácil volverlo a meter, pero sí están instintivamente convencidos de que esta crisis sanitaria pasará pronto, de que el Gobierno -o quien sea- arreglará lo que se ha estropeado, de que esto es cosa de unos días y que luego todo volverá a la normalidad de manera indolora (al menos indolora para quienes no han sufrido la muerte o la enfermedad grave de alguien próximo).

Y olvidan, así, que una estructura social tan impensablemente compleja como la de nuestro planeta en este siglo tiene en realidad los pies de barro. Un golpe preciso en el lugar adecuado hace que todo se tambalee. Y, cuando el edificio corre el riesgo de desmoronarse, es el momento de que quien está al mando, asesorado por personas de verdad competentes, sea capaz de entender lo que está pasando, de tomar con valentía las decisiones necesarias, de explicarlas con sinceridad a la población, y de aunar voluntades jugando limpio y sin dejarse llevar por el instinto -que todo político lleva en sus genes- de sacar rédito electoral de una desgracia generalizada.

La crisis desatada por el Covid-19 enseña de manera elocuente que solucionar una situación como esta requiere en primer lugar de altas dosis de racionalidad. Se necesitan personas con conocimiento técnico, tanto en lo que se refiere a los aspectos de salud pública como a sus consecuencias económicas y sociales. Y hace falta también que aquellos con responsabilidad de gobierno tengan la preparación suficiente como para entender las soluciones técnicas que se les proponen, y sensatez para decidir cómo ponerlas en práctica de manera eficiente y con el menor impacto negativo posible en la sociedad.

Pero lo anterior no basta. Resulta imprescindible, además, que los gobernantes posean la integridad ética suficiente para poner el interés de la nación por encima de todo, dejando a un lado cualquier afán de lucro político. Einstein, que a su condición de científico unía un profundo afán de progreso social, afirmaba con rotundidad: «El éxito en las cosas realmente importantes no es una cuestión de sagacidad o astucia, sino una cuestión de honestidad y confianza; lo moral no puede ser sustituido por la razón».

Cuando una situación crítica no se pone en manos de personas independientes y con conocimientos técnicos adecuados, o cuando los responsables de tomar decisiones políticas carecen de la debida competencia o calidad moral, el barco inevitablemente hace agua -y quienes no suelen encontrar sitio en los botes salvavidas suelen ser los marineros de a pie-. Analicemos cómo se ha procedido en las semanas precedentes, en España y en otros países, dentro y fuera de Europa, y saquemos nuestras propias conclusiones.

No es ningún secreto que destruir es mucho más fácil, y más rápido, que construir; pero lo olvidamos a menudo. Esto no es una película con un desenlace feliz y fulminante. La tarea de reconstrucción que nos espera será dura y larga. Y, aunque, como aconsejaba Voltaire, cantemos en los botes salvavidas durante ese naufragio que es la vida, debemos prepararnos mentalmente y pensar bien en cómo queremos que sean las personas que estén al frente.

Javier Martínez-Torrón es Catedrático de la Universidad Complutense.

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