Politizar la tecnología

El desarrollo tecnológico y la innovación se encuentran ante una encrucijada. Su ubicuidad hoy día se extiende a prácticamente todos los ámbitos de la vida. Privada y pública. De móviles en los bolsillos de cientos de millones de personas recolectando datos a drones sobrevolando ciudades y lanzado misiles en zonas de conflicto; de transacciones financieras saltando de una Bolsa a otra por redes privadas ultrarrápidas a repositorios de información con miles de millones de datos personales en manos de compañías no reguladas; y de una esfera pública en red en la que la información (y desinformación) viaja sin restricciones a los primeros síntomas de una guerra cibernética (la habilidad para inhabilitar infraestructuras estratégicas vía herramientas digitales).

Difícil poner en duda, pues, el impacto de la tecnología en la vida cotidiana. Y, sin embargo, la discusión pública sobre el tema es muy limitada. Limitada y de mala calidad. Más todavía: la conversación pública difícilmente logra ir más allá de alabar y maravillarse por la aparición del último cacharro o moda digital. Se asume, sin apenas valoración crítica, que el avance técnico y la implementación tecnológica son síntomas inequívocos de progreso. Y punto. Sin cuestionarse fines, medios ni consecuencias. En otras palabras, la conversación pública sobre tecnología, innovación y su valor social está vacía de una dimensión fundamental: la dimensión política.

¿Con qué fines desarrollamos nuevas tecnologías? ¿Quién las construye, promueve y controla en última instancia? ¿Qué tipo de desarrollo tecnológico privilegiamos? ¿El de consumo dirigido a selectas minorías o el que busca enfrentar grandes problemas sociales de largo plazo? ¿Qué papel le otorgamos al Estado en la investigación y el desarrollo? ¿Le damos prioridad a la innovación y el cambio tecnológico sobre derechos sociales, políticos y de privacidad individual? ¿Permitimos que los usos tecnológicos tanto de Gobiernos como de la sociedad civil vulneren prácticas democráticas que se han fraguado a lo largo de siglos? Son solo algunas de las tantas preguntas que deberíamos formular al analizar el tema y diseñar políticas públicas.

Y, sin embargo, no lo hacemos.

En pocos años hemos pasado de un uso privado de la tecnología (qué mejor ejemplo que el emblema que puso en marcha el cambio, el PC, personal computer) a una utilización pública de redes, servicios e información que tienen importantes consecuencias colectivas. Redes y servicios, por cierto, homologables ya con las grandes infraestructuras públicas del siglo XX.

El problema con esta desconexión, en parte, pasa por el tipo de cobertura y discurso con el que la gran mayoría de los medios de comunicación enfocan el tema. No solo lo hacen desde una perspectiva naífque en la mayoría de los casos se limita a informar sobre tendencias, marcas y réditos comerciales y bursátiles de las empresas tecnológicas; lo hacen, más grave aún, sin el conocimiento técnico y legal necesario para abordar la complejidad del cambio tecnológico y sus consecuencias.

Se suele centrar en lo banal (selección de titulares recientes en la prensa española de calidad: “Facebook fuera de servicio durante más de dos horas”); lo anecdótico (“Sophie Amorudo empezó en un cobertizo. Ahora ingresa 128 millones de dólares en su tienda online”); o lo directamente inverosímil y grandilocuente (“Gobernar desde la nube”). Resulta mucho más difícil encontrar información detallada sobre cómo las políticas de privacidad y los filtros algorítmicos de una compañía como Facebook vulneran derechos individuales y pueden incluso poner en riesgo derechos políticos. O bien una explicación amplia sobre cómo las redes sociales están dañando la calidad del debate democrático y ahondando la polarización política, como recientemente documentó el Pew Research Center en su informe de finales de agosto Social Media and the Spiral of Silence.

Cuando se trata de la cobertura sobre tecnología e innovación se confunden las modas y los intereses privados de las compañías digitales con los intereses generales y el debate público bien informado. Se confunde, en el fondo, la figura de ciudadano con la de consumidor. La tensión fundamental que emerge de este nuevo ámbito digital —creado a partir de redes públicas— es la puja de intereses privados para convertirlo en un gran escaparate comercial al margen del control público. O, dicho de otra manera: la vieja tensión entre derechos privados e interés público se traslada a la esfera digital y se reviste de un positivismo tecnológico que la blinda de cualquier crítica.

Hace algunas semanas este periódico le preguntaba a Ulrich Beck sobre las transformaciones digitales y el riesgo para nuestras libertades. Su respuesta no podría haber sido más inquietante: la paradoja del riesgo digital, reflexionaba, es “que cuanto más cerca estemos del desastre, menos lo percibimos. Se trata de una amenaza intangible que no afecta a la vida (como el terrorismo), la supervivencia de la humanidad (el cambio climático) ni la propiedad (la crisis financiera). La violación de nuestra libertad no nos daña físicamente. Sin embargo, están en riesgo logros de la civilización como la libertad personal y la privacidad e instituciones como la democracia y la justicia”.

El dilema está servido: vale, tecnología, ¿pero para qué? Responder a conciencia exige llevar la política allí donde se discute y legisla sobre ciencia, tecnología e innovación. Solo así seremos capaces de construir tecnología socialmente útil. Solo así conseguiremos evitar caer en los graves riesgos a los que se refiere Beck y sacar verdadero partido del extraordinario avance técnico y científico del último medio siglo.

Diego Beas es autor de La reinvención de la política (Península); fue investigador invitado del Instituto de Internet de la Universidad de Oxford.

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