Cuando en octubre de 2007, con motivo de la restauración de la fachada neomorisca de la Biblioteca de Sarajevo, con la ayuda del ministerio español de Cultura, concluí mi intervención con la referencia a que no habría paz verdadera en Bosnia sin el castigo de los criminales de guerra, mis palabras fueron acogidas con un silencio glacial por una parte de la audiencia representativa de la entidad serbio-bosnia, y calificadas de valientes por un puñado de amigos. ¿Es muestra de valentía, 15 años después de los hechos, calificar de genocida a quien incendió precisamente el lugar en donde acampábamos? ¿No era ese incendio la prueba del rencor vengativo de los que, en nombre de afrentas históricas viejas de siglos, sitiaron la ciudad más culta y abierta de los Balcanes y sometieron a sus habitantes a un infierno difícil de imaginar?
El asedio -medieval pero con armas modernas- fue obra de un poeta mediocre, cuyo rencor al medio literario que lo menospreció le llevó a bombardear con saña, desde el comienzo mismo del cerco, el edificio -y, con mayor puntería, el piso- del crítico que expresó sin rodeos su desdén por la ínfima calidad de sus poemarios. De un bardo resentido que, abanderando la supuesta causa patriótica, se convirtió en el eficaz artillero que bombardeaba a diario la odiada ciudad en la que convivían musulmanes, ortodoxos, católicos y judíos, símbolo de ese cosmopolitismo y pluralismo étnico y cultural que desmentían su pretensión de una identidad homogénea e impermeable al paso de los siglos. De un asesino proclamado por la ultranacionalista Iglesia Ortodoxa Serbia "Hijo Predilecto de Jesucristo", y por su hermana Helena, "Hijo de la Iglesia Griega". De un "respetable estadista" -"parte ineludible del conflicto"- recibido con honores en una Unión Europea que se resistió a aceptar hasta el fin la neta distinción entre verdugos y víctimas. De un protegido bajo mano por personalidades de la comunidad internacional y sus representantes en Bosnia -Unprofor y unos negociadores cuyo fiel de la balanza se inclinaba siempre de su lado-, encabezadas por el presidente francés François Mitterrand. De un demagogo nacionalista para quien, lo cito, "la historia, si no es nuestra, no debe existir".
Esa inexistencia condujo a la siniestra limpieza étnica negada, maquillada, empequeñecida y disculpada por jefes y oficiales de alto rango, que amparaban con su silencio el genocidio del que fui testigo y que merecerían figurar por sus méritos en una historia universal de la infamia. Los nombres de estos cómplices o Pilatos acuden de pronto a mi memoria, pero me asquea el simple acto de escribirlos. Las verdades ocultadas tras una aparente neutralidad informativa, los hechos escamoteados -como la no distribución de alimentos a la población sitiada, la existencia de prostíbulos con prisioneras musulmanas para uso de los militares de Unprofor, el registro humillante de los periodistas a quienes se prohibía sacar la correspondencia de los asediados más allá del límite irrisorio de cinco cartas, el registro de sus maletas en la base de la OTAN en Aviano (Italia)...-, componen una larga lista de vilezas y de afrentas que me resisto a enumerar. Baste evocar que la noticia de la matanza de 8.000 varones musulmanes en Srebrenica, en el enclave supuestamente protegido por la ONU -exculpada incluso por un negociador japonés-, se retuvo por espacio de 40 días y que fue una triste primicia del periódico en el que escribo estas líneas el día siguiente al que entrevisté a unos supervivientes de aquel horror.
Imaginar que dicho silencio cómplice no iba a tener un precio, era vivir fuera del planeta. La fractura abierta entre Occidente y el Islam -incubada por el fracaso de las sociedades musulmanas a subirse al tren de la modernidad- se ensanchó entonces. Centenares de defensores de la justísima causa bosnia se transformaron en yihadistas que de Bosnia, pasando por Chechenia, se integraron en las filas del islamismo radical de Argelia para agruparse luego en las de Al Qaeda. Por no poner fin con rapidez al sitio de Sarajevo -¿hubiera durado éste 40 meses si los asediadores hubieran sido musulmanes y los asediados cristianos?-, se habría evitado tal vez la barbarie de los atentados de Nueva York, de Londres y de Madrid.
El bardo-tirador fugitivo durante 10 años a la justicia internacional contó con la complicidad de un ultranacionalismo obtuso para el que seguía siendo un héroe. Habrá que conocer ahora a quienes lo albergaron en monasterios ortodoxos y le brindaron una eficaz protección contra la que se estrellaron los esfuerzos de la ex fiscal del Tribunal Internacional de La Haya Carla del Ponte.
El monje curandero barbudo que ha aparecido esta semana en los servicios informativos de la televisión internacional deberá rendir cuenta, al fin, de sus crímenes de guerra y contra la humanidad. Falta aún en el juicio su compadre Mladic, el carnicero de Srebrenica que arengó a las aterrorizadas mujeres del enclave con un ignominioso "y ahora vais a tener el honor de ser las esposas de mis valientes soldados" en las narices del coronel de Unprofor con quien brindó con champaña. La paz y la reconciliación en los Balcanes serán posibles entonces, pero el juicio de los culpables no resucitará a las 130.000 víctimas de la limpieza étnica ni devolverá al circuito de la palabra escrita el tesoro consumido por las llamas en el incendio de la Biblioteca.
Juan Goytisolo es escritor.