Pompa republicana

Por Antoni Puigverd (LA VANGUARDIA, 24/07/06):

El río de sangre de nuestra Guerra Civil fue tan caudaloso que sigue alimentando en el presente viejos odios, nuevos resentimientos.

La victoria del bando nacionalista desembocó en una dictadura fundada en la venganza. Y sus muertos fueron entregados entonces al altar de la patria: caídos por Dios y por España.Muchos de ellos habían caído sin saber por qué, en numerosísimas trincheras casuales, disparando a ciegas contra un espejo que reflejaba a un gemelo. Muchos de ellos estaban incluso en el bando equivocado. Otros, como el democristiano catalanista Carrasco i Formiguera, fueron perseguidos en las dos trincheras.

Añádase que bastantes de ellos, principalmente curas y burgueses, cayeron en las calientes noches republicanas de 1936. A lo largo de aquellas horas, radicales más o menos descontrolados los llevaban de paseo a una cuneta para fusilarlos sin contemplaciones. Cayeron sin saber por qué, pero sus nombres constaron en los muros de las iglesias durante la larga dictadura.

¿Estas fúnebres listas de las que la dictadura se apropiaba para justificarse moralmente deben considerarse una forma de reparación y reconocimiento? Reparación y reconocimiento constante y empalagoso tuvieron indudablemente José Antonio, Calvo Sotelo y todos los mártires del olimpo franquista, pero aquellos invisibles muertos que el régimen inventariaba en los muros de cada pueblo ¿qué reparación obtenían si su función era la de eclipsar y humillar a las víctimas del bando vencido?

Desde el mismísimo 18 de julio, cuando las tropas franquistas ocupaban una y otra población filtraban a sus habitantes con la misma crueldad que exhibían los salvajes comités en la zona republicana. Aunque con un sentido estratégico del terror, con celo menos primitivo, más sistemático: el régimen franquista supo rentabilizar políticamente el miedo hasta convertirlo en su gran mecanismo de perpetuación. El maestro de escuela republicano o el sindicalista del barrio podían correr la misma suerte en el bando nacionalista que la monja o el beato en el republicano. Con la victoria de Franco, los muertos que supuestamente pertenecían a los vencidos fueron abandonados al olvido, al silencio, a las catacumbas sin nombre. Es justa y necesaria la reparación de su memoria (reapertura de fosas comunes, exhumación de expedientes en los juzgados militares...) después de tantos años de postergación o de reconocimiento parcial de los sufrimientos de sus familiares.

Culminar los reconocimientos y las reparaciones realizadas desde la década de 1980 es una obligación moral de la democracia española, aunque cerrar balsámicamente todas las heridas de aquella trágica guerra de hermanos, en la que, con frecuencia, los muertos no estaban libres de muerte, no es fácil. Ni simple. El dolor de las víctimas y de sus descendientes, por otro lado, no puede determinar los objetivos políticos de nuestro presente democrático, situado venturosamente desde hace años en un marco de disputa civilizada, muy lejos ya de las trincheras. La fuerza moral de la oposición democrática germinó, incluso cuando el franquismo más feroz y antipático se manifestaba, precisamente en la defensa a ultranza de un concepto superador del fratricidio: la reconciliación. La practicaron en 1947, en Montserrat, importantes sectores catalanes que se habían enfrentado en la guerra. Y la impulsaron en toda España los comunistas. La invitación reconciliadora facilitó el lento pero constante enganche democrático de sectores que habían estado con Franco. La frontera entre nacionalistas y republicanos daba lugar a una nueva frontera europea: o franquistas o demócratas. La democracia llegó en un momento de fragilidad y miedos mutuos. El recuerdo de la guerra contuvo los radicalismos y la amnistía para todos se convirtió en la fórmula magistral. A pesar de su debilidad, ganaron los demócratas. Ganó el perdón mutuo, la amnistía general. El bien superior era no sólo la democracia, sino la superación del fratricidio.

El Gobierno socialista ha manifestado su propósito de cerrar legislativamente el largo proceso de reconocimiento y reparación. Y a su izquierda le azuzan con retórica republicana (a la que se suma un idealismo catalanista que define el 18 de julio como una guerra contra Catalunya, obviando sus tremendas explosiones intestinas). El ambiente político se caldea. La bandera republicana reaparece en muchos actos públicos, como si aquel breve y tempestuoso régimen estuviera libre de responsabilidad en la explosión de la tragedia civil (esta fiebre revisionista es paralela a la que se produce en ciertos círculos del PP, en los que cunde una desacomplejada vindicación del franquismo con la consiguiente culpabilización republicana y catalanista de los desastres de la guerra). Existe una extrema derecha oculta. Pero un izquierdismo de nuevo cuño, vacío de contenidos ideológicos verdaderamente singulares, rescata con santa ingenuidad la identidad republicana y abandera pomposamente la tarea de reparar a los damnificados de la guerra y el franquismo. Tanto republicanismo escama: ¿no estarán intentando saquear la razón moral de las víctimas del pasado para transferirla a las vacías causas presentes? Es imprescindible curar todas las heridas individuales de la guerra y la dictadura. Pero sería una operación muy frívola reabrir la herida que la transición cerró con una mezcla de miedo, prudencia y generosidad. Frívola y peligrosa: ¿regresar a la lógica de las trincheras para hacer exactamente qué?