Póngamelo por escrito

Es probable que durante este año veamos grandes cambios en la composición de los tres niveles de nuestro Gobierno. El recién llegado –que alguno habrá– se enfrentará al eterno problema de la relación entre él, el político, y sus colaboradores, los técnicos. La actualidad del asunto la ilustra una anécdota reciente: este periódico daba cuenta no hace mucho de una reunión de “barones” de uno de los grandes partidos (el otro llamaba “coroneles” o “capitanes” a sus homólogos; dejo al lector el análisis del significado de esos títulos). El caso es que los barones acusaron a su líder de que “en el Gobierno primasen los técnicos y no los políticos” y se quejaron de no haber encontrado, en la comparecencia de un cargo de la Administración, “el mensaje político que esperaban”.

La acusación carece por completo de base: en la política española de las últimas décadas muchas de la grandes decisiones adoptadas han sido fruto de criterios políticos, con un desprecio absoluto de cualquier consideración técnica. Todos tenemos ejemplos de esas egregias tonterías, a las que hoy hemos de sacrificar cosas que serían más necesarias. No: los criterios políticos se han impuesto a los técnicos en la misma medida en que la “voluntad política”, ese empeño en sacar adelante cosas que valen mucho menos de lo que cuestan, se ha impuesto al sentido común. La queja remacha el clavo, porque ¿qué mensaje político esperaban recibir los barones de un cargo de la Administración? ¿Acaso es esta la encargada de difundir esos mensajes? En nuestro caso sí, pero sólo porque la política permea la Administración hasta que esta se confunde con el mismo Gobierno. Queriéndolo o no, hemos ido configurando, durante las últimas décadas, una Administración en la que la carrera profesional es muy corta, donde el acceso a los niveles de categoría superior no depende tanto del mérito como de la lealtad a una persona o a un partido; algo natural hasta cierto punto, pero malsano si se lleva más allá.

No es que el extremo opuesto, las administraciones dirigidas por funcionarios de carrera, sea mejor, porque allí son esos funcionarios quienes, llevando a su ministro por donde quieren, pueden usurpar unas funciones para las que no han sido elegidos; cualquiera que recuerde la serie Sí, ministro sabe de qué se trata. Digamos de paso que el fenómeno se repite aquí, en mucha menor escala pero con igual intensidad, en niveles de nuestra administración muy alejados de la cumbre, en donde a veces un funcionario se constituye en intérprete del interés general para desesperación del administrado. Pero son casos aislados que quedan lejos de las líneas maestras del poder: en nuestra administración mandan, desde luego, los políticos, y no es exagerado concluir que estamos lejos del equilibrio entre competencia y disciplina propio de una administración de calidad.

Esa administración al servicio, como debe ser, de los políticos plantea un serio dilema a cualquier profesional. Es cierto que este debe limitarse a ejecutar del mejor modo posible las instrucciones que recibe, porque no le corresponde decidir si la finalidad perseguida con ellas es o no conforme al interés general. Pero esa definición de las funciones del profesional requiere, para ser correcta, de una clase política que actúe siempre movida por el interés general y sólo por este; una clase política, pues, que no es ni de este país ni de este mundo. Siendo esto así ¿qué hacer si las instrucciones recibidas entran en conflicto con el criterio profesional del médico, abogado, ingeniero, arquitecto o incluso del economista? Puede que una campaña de vacunación no tenga razón de ser; que bajo el puente que mandan construir no pase ningún río; que la decisión administrativa que se ordena articular sea manifiestamente contraria a derecho; que la línea de ferrocarril proyectada aísle más territorios de los que une; que un proyecto urbanístico vaya a causar un daño irreparable a un paraje, o que una subida de tipos impositivos vaya a resultar en una reducción de la recaudación. ¿Qué debe hacer? Un dilema antiguo, causa de noches de insomnio para el profesional concienzudo. Nuestra Administración, poco amiga del papel, le ofrece una salida: ante una instrucción incómoda para el profesional, una sencilla frase a su superior, pronunciada con respeto y solemnidad a la vez, “póngamelo usted por escrito”, bastará quizá para que el oficio fatídico no llegue nunca. El profesional concienzudo habrá evitado quizá que se cometa un disparate. Eso sí, no ganará muchos amigos, y puede que no logre impedir su traslado.

Los profesionales deberán recordar que esa salida, aunque incómoda, existe, porque es muy posible que en el futuro la gente les pida cuentas a ellos también. El profesional tiene una obligación directa para con la sociedad, que, en circunstancias normales, encaja con las órdenes que le da su jefe. En caso de conflicto, sin embargo, no está de más que los profesionales recuerden que la obligación para con la sociedad, plasmada en su código deontológico, debe pasar por encima de la relación de dependencia jerárquica. Sólo por ello merecen la confianza de la sociedad.

Alfredo Pastor, cátedra Iese-Banc Sabadell de Economías Emergentes.

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