Pongamos fin a la guerra eterna en Afganistán

Pongamos fin a la guerra eterna en Afganistán
Xinhua/Mohammad Jan Aria via Getty Images

Durante un discurso en el 32.° aniversario de la retirada de la Unión Soviética de Afganistán, el presidente del país, Ashraf Ghani, marcó una importante distinción: no fue la partida de las tropas soviéticas lo que causó la guerra civil que devastó Afganistán, sino la incapacidad para formular un plan viable para el futuro afgano. Ahora que Estados Unidos está considerando retirarse del país, debiera tener en cuenta esa lección.

Después de retirar sus tropas en 1989, la Unión Soviética siguió prestando apoyo financiero al régimen comunista-nacionalista comandado por el presidente Mohammad Najibulá, pero debido a la falta de legitimidad local el régimen de Najibulá colapsó rápidamente cuando Rusia retiró su apoyo financiero en 1992, lo que disparó la guerra civil. Más tarde, en 1996, los talibanes tomaron el control de Kabul y, en última instancia, del país.

Los talibanes se mantuvieron en el poder hasta 2001, cuando una invasión liderada por EE. UU. —motivada por los ataques terroristas del 11 de septiembre— puso fin a su gobierno; pero en febrero del año pasado, el gobierno del por entonces presidente de EE. UU. Donald Trump llegó a un acuerdo con los talibanes para poner fin a la guerra que llevaba casi 20 años: EE. UU. y sus aliados de la OTAN se retirarían para mayo de 2021 si los talibanes cumplían ciertos compromisos, entre ellos, reducir la violencia y desvincularse de los grupos terroristas.

Los talibanes debían además participar en negociaciones significativas con el gobierno afgano, que no estaba involucrado en el acuerdo. Aparentemente, el gobierno de Trump esperaba que se materializara un acuerdo de paz intraafgano para la fecha de la retirada, poniendo fin a la lucha y minimizando el riesgo de que Afganistán se convirtiera en un puerto seguro para los terroristas.

Eso no ocurrió; aunque las tropas estadounidenses se redujeron a aproximadamente 2000 efectivos, los combates en Afganistán no disminuyeron. Por el contrario, un organismo de control estadounidense informó que los talibanes llevaron a cabo más ataque en el último trimestre de 2020 que durante el mismo período en 2019. Además, las últimas conversaciones intraafganas, que comenzaron en Doha en septiembre, prácticamente no lograron resultados.

Aparentemente, el plan de los talibanes era continuar la lucha hasta que las tropas estadounidenses se retiraran, momento en que podrían lograr una victoria en la larga guerra. Ahora, sin embargo, enfrentan la posibilidad de que no se retiren en la fecha esperada: el gobierno del presidente Joe Biden anunció que está revisando el acuerdo para decidir si los talibanes están «honrando sus compromisos».

El gobierno de Biden debe decidir además qué hacer con sus aliados de la OTAN, quienes mantienen una cantidad más sustancial de fuerzas en Afganistán que EE. UU., y —como lo indica la experiencia postsoviética— debe diseñar un plan para influir sobre la situación en el país y la región después de la retirada.

El desafío es formidable. Afganistán es uno de los países más pobres del mundo. Hoy día, el ingreso del estado afgano está apenas por encima de un tercio de lo que EE. UU. destina solo a mantener sus diversas fuerzas de seguridad. Ni qué hablar de la asistencia estadounidense al sector civil (que, por cierto, representa menos de la mitad de las contribuciones europeas). De hecho, Afganistán depende de la asistencia externa para mantener su categoría de estado desde que Rusia y Gran Bretaña jugaron su «Gran Juego» en el siglo XIX.

Actualmente parece que EE. UU. se inclina a mantener algún tipo de presencia de seguridad, centrada en combatir a los terroristas de Al Quaeda y el Estado Islámico (ISIS), después de la fecha tope de mayo. El ministro de relaciones exteriores alemán Heiko Maas ha propiciado este enfoque.

Pero hay riesgos. Los talibanes podrían rechazar esta solución, lo que llevaría a una intensificación de la lucha y a nuevos ataques contra las fuerzas internacionales. Lo más probable es que Zalmay Khalilzad, el representante especial de EE. UU. para la reconciliación en Afganistán, ya esté trabajando para evaluar ese riesgo.

La aceptación por los talibanes de una presencia de seguridad continua puede depender de los avances en las conversaciones intraafganas, aunque parece que nadie tiene una visión clara para lograr un acuerdo de poder compartido. La brecha entre la República Islámica actual y el Emirato Islámico que desean los talibanes es amplia, para reducirla será necesario recalibrar el proceso diplomático relacionado con Afganistán.

A tal fin, las potencias regionales —entre ellas, Irán, Rusia y China— debieran participar en todas las conversaciones sobre el futuro del país y una o dos de ellas debieran tener un papel más activo para facilitar el diálogo político intraafgano. En este proceso, la gestión de la dinámica entre India y Pakistán, para quienes lo que ocurra en Afganistán tiene profundas implicaciones de seguridad nacional, indudablemente será el desafío clave. De hecho, en este momento Rusia es quien ha tomado la iniciativa al respecto.

La presión sobre EE. UU. y otros países para poner fin a la «guerra eterna» en Afganistán es comprensible, pero, como sabiamente previno Ghani, no es probable que la simple retirada de las fuerzas internacionales logre ese resultado. Para evitar una nueva espiral de violencia, primero debemos determinar qué ocurrirá después.

Carl Bildt was Sweden’s foreign minister from 2006 to 2014 and Prime Minister from 1991 to 1994, when he negotiated Sweden’s EU accession. A renowned international diplomat, he served as EU Special Envoy to the Former Yugoslavia, High Representative for Bosnia and Herzegovina, UN Special Envoy to the Balkans, and Co-Chairman of the Dayton Peace Conference. He is Co-Chair of the European Council on Foreign Relations.

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