Populismo contra la legalidad

El diputado Alberto Rodríguez ha sido expulsado del Congreso, en ejecución de una pena accesoria de inhabilitación especial para el ejercicio del derecho de sufragio pasivo, impuesta por un delito de atentado en estricta aplicación judicial del ordenamiento jurídico, sin que el voto particular de dos magistrados afecte al presente tema. Las circunstancias de este político y los avatares en la resistencia de la presidenta del Congreso, de Unidas Podemos y del propio PSOE a la hora de ejecutar dicha pena, reclaman una serie de reflexiones jurídicas y políticas útiles para entender las actuales disfuncionalidades del Gobierno, de las Cortes Generales y de los partidos políticos.

Es incuestionable la legalidad de esta expulsión, como consecuencia necesaria de la interpretación de lo dispuesto en el Código Penal y en la Ley orgánica del Régimen Electoral General -artículo 6-, siguiendo las pautas del Código Civil (interpretación integral: literal, histórica, sistemática y teleológica), al convertirse la causa de ‘inelegibilidad’ en motivo de ‘incompatibilidad sobrevenida’ para seguir ocupando el escaño, doctrina consagrada por la reiterada jurisprudencia del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo que complementa lo dispuesto por las citadas leyes como vuelve a decir el Código Civil.

Centrando la atención en la interpretación teleológica, a día de hoy los fines de la pena han evolucionado desde el antiguo retribucionismo -Santo Tomás, Kant y Hegel- hasta una alambicada y ecléctica síntesis -Von Liszt y posteriores penalistas- en la que la retribución pasa de ser fin a ser fundamento y medida básica de la pena con un criterio de proporcionalidad: a mayor gravedad del delito, mayor pena; siendo sus nuevos fines la prevención general positiva (tranquilizar a la sociedad ) y negativa (inhibir a futuros delincuentes), además de la especial (evitar la reincidencia mediante el fin prevalente y constitucional de la pena: la reinserción social). Y en este contexto teleológico se considera que la pena privativa de libertad de corta duración es disfuncional para la reinserción, y por ello la ley cuenta con una pena sustitutiva: la multa. Ahora bien, en tales supuestos las penas accesorias permanecen intactas tras producirse la mutación, pues mantienen la virtualidad de sus fines, y por eso el cumplimiento de la pena sustituta no abarca la accesoria de inhabilitación.

Ante la procedencia del cese por incompatibilidad de este diputado, incluso admitiendo como hipótesis que hubiera alguna duda, ¿tenía sentido pedir un informe a los letrados de la Cámara en vez de solicitar, sin más, aclaración a la Sala Segunda del Tribunal Supremo?, ¿y el anuncio de querella de Podemos contra la presidente del Congreso por obedecer al Tribunal sentenciador, cuando lo delictivo hubiera sido desobedecerle? La respuesta tiene que ver con la praxis demagógica del populismo, que utiliza la falsedad y la mentira con la misma convicción que la verdad, engañando a la ciudadanía con el sofisma jurídico de considerar extinta la pena accesoria de inhabilitación e improcedente la consiguiente incompatibilidad para permanecer en el cargo, porque la pena de multa había sido cumplida mediante su pago. Acudir al principio general «extinta la pena principal, extinta la accesoria», en el presente caso se convierte en un sesgo cognitivo que confunde a los legos en Derecho Penal, pues la correcta interpretación jurisprudencial y académica de la ley concluye que la sustitución de una pena corta privativa de libertad no afecta a sus penas accesorias, en cumplimiento de los expresados fines de prevención general y especial.

El análisis del perfil de este exdiputado es clarificador por lo que tiene de paradigmático como político antisistema infiltrado en el sistema. En primer lugar, por su rástico peinado que históricamente ha tenido un sentido simbólico de marginalidad, de protesta de raza o de identidad emergente, como acaeció en tiempos de los primeros cristianos. En segundo término, por ser un sindicalista militante perteneciente a la cuasiextinta Izquierda Unida, cuya alma fue el PC que, aun cuando tras su transformismo a finales del siglo pasado -eurocomunismo- cobijó a demócratas respetuosos con los derechos humanos, no dejó de mantener también en su seno a leninistas dispuestos a implantar regímenes pseudodemocráticos como los de Cuba, Venezuela o Nicaragua. Y, en fin, su currículum de activismo social, con altercados con la Policía en 2006 y 2012, y su procesamiento y posterior condena por el atentado del 5 enero de 2014, confirman esta consagración como arquetipo o paradigma de marginalidad política. Su infiltración en el sistema se produce el 13 de enero de 2016, formando parte de un partido con tics extraparlamentarios y extragubernamentales participando en el Parlamento y en el Gobierno, tics que generan justificada desconfianza en los demócratas de izquierdas y de derechas, agravados por el infundado supremacismo ético de la extrema izquierda, que llega hasta a contraponer a la legalidad una supuesta y muy metonímica legitimidad nacida del pueblo.

Entonces, ¿cabe la integración leal en las instituciones de un Estado democrático de un ciudadano antisistema sin dejar de serlo?, ¿es viable ser parte del Poder Legislativo quebrantando la ley penal?, ¿son troyanos los enemigos del sistema político que ingresan en su seno sin renunciar a su condición de enemigos del sistema? Como sentencia el tercer principio de la ontología y de la lógica clásicas -‘non tercium’- «un ente no puede ser y no ser a la vez». El derecho fundamental a la libertad ideológica permite a los ciudadanos cualquier proyecto futuro de país, dentro del marco del Estado democrático de Derecho, incluso postulando la reforma de la Constitución abarcando la posible independencia de parte del territorio, la abolición de la Monarquía o la salida de la UE, de la OTAN, de la ONU, de la OCDE o de cualquier otro organismo internacional, pero carece de cobertura democrática el incumplimiento de la Constitución o de la ley, es decir, no existe legitimidad fuera de la legalidad, aunque sí exista para promover cambios siguiendo las pautas legales.

Celebremos el final feliz de este episodio, esperemos que el Barón de Montesquieu resucite y, siguiendo a Aristóteles, que la democracia española no rectifique la ruta hacia su antítesis: la demagogia.

Luís Rodríguez Ramos es catedrático de Derecho Penal y abogado.

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