Populismo: el final de una ilusión

Unas emociones que podemos calificar de «populistas» recorren actualmente todas las democracias occidentales. En todas partes, líderes y partidos pretenden superar las antiguas divisiones entre izquierda y derecha, o entre socialismo y liberalismo, para «unir» al pueblo, a la nación o a la tribu. Este populismo contemporáneo parece una forma suave y poco agresiva del fascismo de la década de 1930, menos peligrosa por lo tanto, pero en esencia, cercana. Pero exactamente como el fascismo de ayer, este populismo contemporáneo –Syriza en Grecia, Podemos en España, el Partido Nacionalista escocés, el Frente Nacional en Francia, la Unión Democrática de Centro de Christophe Blocher en Suiza, el Tea Party en EE.UU.– despotrica sobre dos temas: la raza y la economía. Tanto sobre un tema como sobre otro, la verborrea sustituye a la realidad.

Tomemos por caso la raza o la nación. Tanto si se trata de los catalanes o de los franceses de pura cepa, como de los escoceses, de los vascos o de los ingleses, el discurso populista es agresivo porque se basa en algo inexistente. Es innegable que no existe una raza francesa, ni catalana, ni escocesa. ¿Existe una nación catalana, francesa o escocesa? Sí, quizás, pero con la condición de reconocer tanto su carácter mestizo como su historia indisociable de la de sus vecinos. No hay una historia española sin catalanes ni vascos, ni tampoco una historia vasca o catalana sin España; los escoceses son británicos, así como a la inversa; los franceses, desde hace mil años, están formados por una incesante sedimentación de aportaciones externas; la Grecia moderna es una filial del Imperio otomano, no desciende de Aristóteles. ¿No resulta paradójico que el populismo étnico se manifieste en una época, la nuestra, en la que las fronteras se han vuelto imprecisas y los movimientos migratorios, generalizados? A menos que el populismo sea una reacción impulsiva ante este mundo demasiado abierto y, para algunos, la nostalgia de otro mundo desaparecido, aunque mítico. Una nostalgia algo agresiva, más que romántica, porque en todas partes el odio hacia el otro, el vecino preferentemente, es la base del populismo. Odiamos más a aquel o a aquella que más se nos parece, debido a lo que Sigmund Freud llamaba «el narcisismo de la pequeña diferencia». Este narcisismo puede causar estragos –provocó muchos en el pasado– pero desaparece rápido porque es irreal. En Francia, por ejemplo, una de cada dos mujeres musulmanas se casa con un no musulmán, y sus hijos serán probablemente franceses y laicos. A este ritmo, con los efectos de la globalización y del mestizaje, los populistas se van a encontrar rápidamente sin enemigos, y el fracaso electoral de los independentistas escoceses me parece que pone de manifiesto ese retroceso del populismo étnico. Es probable que un referéndum en Cataluña también suponga un fracaso para los independentistas. Y el populismo económico, creo, no tiene mucho más futuro.

El discurso económico populista, porque básicamente no es más que un discurso, es igual en la derecha (el Frente Nacional en Francia) que en la izquierda (Syriza, nacionalistas escoceses, Podemos), ya que es, ante todo, un rechazo de la economía de mercado y una negación de lo real. Todos los líderes populistas se muestran favorables al repliegue nacionalista, cuando el intercambio es el fundamento histórico de toda prosperidad. Todos estos líderes denuncian unas desigualdades reales o ficticias para proponer una redistribución incluso antes de producir. Todos ellos ignoran la función decisiva del empresario, y hacen creer que el crecimiento es un movimiento perpetuo o que el Estado por sí mismo puede generar beneficios, algo que, más allá de cualquier teoría, la historia del siglo XX ha demostrado que es falso. Todos los populistas ignoran que la principal aportación de la economía llamada capitalista es la creación, no de una oligarquía, sino de una clase media, y la eliminación casi total de la miseria; este capitalismo tan odioso genera incluso un excedente que permite financiar unos servicios colectivos sanitarios y educativos, y garantiza a los más pobres un salario mínimo vital. En lugar de este capitalismo, que evidentemente es imperfecto, los populistas no proponen nada verdadero, como pone de manifiesto la capitulación del Gobierno griego, no ante Alemania, sino ante la realidad. La realidad… Ese es el enemigo del populismo.

El populismo es molesto, pero no tiene futuro. Los que afirman ser sus partidarios pueden ganar elecciones, pero no saben ejercer el poder de forma duradera. Los populistas pueden destruir, pero no saben construir nada duradero ni real. Si ampliamos por un momento nuestro campo de investigación, observaremos que, a veces, algunos líderes populistas tienen suerte, pero que esta no dura. Los Gobiernos populistas de Argentina (Cristina Kirchner), de Venezuela (Hugo Chávez) y de Rusia (Vladímir Putin) hicieron creer, durante algunos años, que era posible distribuir sin producir gracias al repunte momentáneo de la cotización de la soja, el petróleo y el gas en el mercado mundial. Una vez que las cotizaciones volvieron a su nivel natural, estas economías populistas se derrumbaron y a estos fanfarrones peronistas, chavistas y putinianos solo les queda el odio hacia el otro para perpetuarse en el poder. En resumidas cuentas, y volviendo a Europa, me parece que el populismo ha alcanzado su apogeo. Solo puede retroceder y no cambiará nuestras sociedades. Podrá persistir como una urticaria, molesta, pero superficial.

Guy Sorman

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