El sistema impositivo es demasiado importante para dejarlo en manos de la ocurrencia política. En una unión monetaria, la fiscalidad es uno de los pocos instrumentos nacionales de política económica, una poderosa herramienta de competitividad. Mas todavía en un país necesitado de inversión extranjera, dado su endeudamiento externo y su déficit estructural. Garantizar el crecimiento y la creación de empleo son pues objetivo irrenunciable de la política fiscal. Estas son consideraciones reaccionarias, tabernarias, para un gobierno que ha sentenciado que nuestro problema es sencillamente que «la presión fiscal está 7,3 puntos por debajo de la media europea». Que quizás, precisamente por eso, España crezca sistemáticamente más que la media europea es una posibilidad que no cabe en el limitado espacio mental del populismo gobernante, que olvida deliberadamente que España está entre los cinco países de la OCDE con un mayor índice de esfuerzo fiscal. Se puede subir la recaudación en 80.000 millones de euros afirman sin pudor. No conozco ningún economista que sostenga sin avergonzarse que un hachazo fiscal de esa magnitud sea compatible con seguir creciendo y creando empleo.
España tiene dos problemas fiscales diferentes que no conviene mezclar como hace torticeramente el Gobierno: financiar el gasto extraordinario producido por la pandemia y poner fin a un déficit estructural de unos 50.000 millones de euros y que tiende a aumentar con el envejecimiento de la población y la deriva en el gasto sanitario y pensiones. El incremento del gasto público para paliar las consecuencias económicas y sociales de la pandemia está perfectamente justificado. Pero va a suponer un aumento de 30 puntos en la ratio deuda pública/PIB. Lo hemos podido financiar sin problemas porque esta vez Europa ha funcionado, y porque el BCE está comprando masivamente deuda pública; en 2020 más que toda la emisión neta del Tesoro español. Así ha evitado que se dispare el temido diferencial y minimizado el coste del servicio de la deuda. Pero estas compras masivas, y estos tipos de interés extraordinariamente bajos, no van a durar siempre y urge diseñar un escenario de consolidación fiscal en el mediano plazo. Sobre cómo financiar gastos extraordinarios tenemos un buen ejemplo en la reunificación alemana: aplicar sobre tipos de solidaridad, por plazo determinado, en el IRPF. Porque es el impuesto que mejor aproxima el efecto diferencial de un shock exógeno en la capacidad económica de contribuyentes. No conviene volverse locos inventando nuevos impuestos.
Reducir el déficit estructural exige ser atrevidos, pero no temerarios. Se requiere reducir gasto y aumentar impuestos en una proporción que no es una cuestión técnica sino una preferencia política. Pero los ciudadanos tenemos derecho a una información veraz de las alternativas y sus consecuencias. Y en un Estado complejo como el nuestro, las distintas comunidades autónomas tienen la facultad constitucional de hacer propuestas diferentes y así permitir que los ciudadanos voten también con los pies.
Empecemos por la reducción del gasto público, aunque solo sea para cargarnos de legitimidad social. Las autoridades europeas insisten en que España necesita una evaluación coste beneficio de las políticas públicas. La Airef es la agencia española designada al efecto. Dejémosla trabajar y comprometámonos a dar seguimiento a sus recomendaciones. Ya sabemos de sus primeros análisis que hay mucho programa inútil, mucho gasto público irrelevante, mucha administración redundante. Pero claro, hay mucho clientelismo que mantener, mucho empleo de amiguetes, mucho voto cautivo que consolidar.
Mejorar la eficiencia en la provisión de servicios públicos también reduce el gasto. Solo desde la cerril ideología se puede equiparar universalidad en el acceso a la educación, la sanidad o las pensiones, con su provisión en régimen de monopolio por las administraciones públicas. Hasta los países nórdicos, en su crisis fiscal de los ochenta, consiguieron reducir en varios puntos del PIB su déficit estructural mediante la gestión privada de algunos servicios públicos esenciales, en régimen de competencia con proveedores públicos o incluso ONG. Pero en España, el Gobierno sigue cautivo de sus antiguallas ideológicas.
La racionalización del Estado de las Autonomías es la tercera línea de ahorro. Ha sido uno de los grandes descubrimientos constitucionales de la Transición, pero su desarrollo ha tenido un componente más emocional, político, incluso místico, que racional, económico, funcional. Ha creado diferencias regulatorias y normativas puramente arbitrarias fomentando el caciquismo y proteccionismo regional. Hora es ya de superar viejos mitos y garantizar su supervivencia dotándole de eficiencia y solvencia económica. Urge revisar el reparto competencial. No es verdad que toda administración mejore al acercarse al administrado. Y urge buscar sinergias, reducir el coste de las administraciones públicas para el contribuyente. Hay multitud de ejemplos de gasto que se multiplica por la repetición de tareas y la búsqueda irracional de la diferenciación. Es suicida evocarlo en tiempos de política identitaria y reivindicación de hechos diferenciales. Pero merece la pena intentarlo antes de arruinar el país con un hachazo fiscal.
Y habrá que subir algunos impuestos. Permítanme que llegados a este punto, descanse en el Informe Lagares en el que tuve el honor de participar. Escribí entonces que mas allá de las opciones políticas, en él se hacía un diagnóstico técnico completo de los males del sistema tributario español. No soy tan vanidoso como para pensar que no pueda actualizarse, pero hay que ser muy adanista o muy sectario para pensar que vamos a descubrir grandes novedades. Porque el sistema tributario español adolece de males conocidos: (i) abusa de tipos altos que generan baja recaudación porque se completan con multitud de exclusiones, exenciones, deducciones o desgravaciones; (ii) descansa en exceso en la imposición directa, más aun si consideramos las cotizaciones sociales como un impuesto al trabajo y si pensamos en la reducción del trabajo asalariado como consecuencia de la globalización y la digitalización de la economía; (iii) no contempla una imposición ambiental suficiente, y por eso ya proponíamos sustituir el impuesto de matriculación y circulación por una versión sostenible del peaje sombra, un impuesto modulable por tipo de vehículo y uso de la red viaria según hora y tipo de vía; y (iv) renuncia al cobro directo de una parte de los servicios públicos que tienen un componente de apropiación privada de los beneficios, mediante el uso extensivo del copago.
Frente a la evidencia, este Gobierno ha preferido inventarse impuestos nuevos de dudosa eficacia recaudatoria implantados de manera unilateral, como la llamada tasa Google o el impuesto a las transacciones financieras. Se ha apuntado a la demagogia con el impuesto de sociedades olvidándose de su carácter instrumental, cuando los sistemas impositivos modernos no gravan los beneficios no distribuidos, precisamente porque la autofinanciación disminuye la vulnerabilidad financiera del tejido empresarial a los shocks exógenos. Y buscando desesperadamente nuevas bases imponibles, ha entrado en una vorágine de creatividad impositiva que enmarca en una gran falacia: que paguen los ricos. Como si hubiera demasiados ricos en España y el objetivo de su política fiscal fuera que no hubiera tantos, porque emigren o se empobrezcan.
Fernando Fernández Méndez de Andes es profesor del IE University.