Populismo

La han elegido, entre doce candidatas, palabra del año 2016. Unos entrevistadores fueron preguntando por las calles a gentes muy distintas por su significado. Las respuestas fueron de lo más dispares. «El auge de lo popular», «el ocuparse del pueblo», «la política a favor del pueblo», etcétera. Tampoco el diccionario de la Real Academia ayuda mucho: «Tendencia política que pretende atraerse a las clases populares». La terminación –ismo, como el diccionario dice muy bien, sirve para denotar tendencias, pero resulta necesario advertir que en nuestro idioma esas tendencias son muy frecuentemente negativas, de modo que añadiendo tal desinencia a algo se da por supuesto que tiene o merece una valoración negativa, a veces muy negativa. El diccionario se hace eco de esto, al añadir en nota que ese término «se usa más en sentido despectivo». En cualquier caso, es sorprendente que una palabra pueda ponerse de moda con una ambigüedad tan enorme de significados.

Del término populismo han usado y abusado, durante buena parte del año 2016, los políticos. Y por lo general la han utilizado como dicterio, acusándose unos a otros –a unos más que a otros– de populistas. Como era de esperar, algunos de los acusados, ciertamente populistas, no han podido evitar el término, y entonces han echado mano de su acepción positiva, esa que cobra primacía en nuestro diccionario, contestando a sus oponentes que lo son a mucha honra. Así andamos.

¿Tiene algún sentido preciso el término populismo cuando se utiliza en política? Ciertamente sí, y muy antiguo. Populismo es la mejor traducción castellana posible del término griego que nuestro diccionario define como la «práctica política consistente en ganarse con halagos el favor popular». Etimológicamente significa dirección o conducción del pueblo, pero su sentido político es muy distinto. Aristóteles lo define en su Política, no una, sino tres veces, como «adulación del pueblo» y añade que es mal frecuente en las democracias. Esto es, quizá, lo que hoy resulta más discutible, cuando el juego de la política parece exigir la conquista del poder a cualquier precio o por cualquier medio, hasta el punto de que los políticos, casi por necesidad, parecen llamados a convertirse en demagogos. De accidente más o menos coyuntural, la demagogia ha pasado a convertirse en elemento sustantivo de la actividad política.

En la antigua Grecia sabían algo de política, porque, en buena medida, la inventaron ellos. Y sabían bien que para conquistar el poder era preciso manejar el arte de la palabra persuasiva, la retórica, otro de sus grandes inventos. Es un arte nobilísimo, pero que nada más descubierto parece que se puso al servicio de objetivos perversos, el medro personal, la conquista del poder a toda costa. Es la acusación que Sócrates lanzó contra los sofistas. El demagogo no tiene respeto a la verdad, la manipula a voluntad, con tal de lograr su objetivo. Algo que no solo es posible, sino relativamente fácil, porque el pueblo, como colectividad, tiene una psicología muy particular, regida más por las emociones y las consignas que emanan del corazón que por los razonamientos que trabajosa y lentamente genera la cabeza. Esto del corazón, que es tan noble, el demagogo lo explota para sus propios fines. Una de las causas de la muerte de Sócrates, si no la principal, fue esta.

¿Cómo luchar contra tal lacra, que en la política actual ha adquirido caracteres epidémicos? Hay quienes consideran que el saneamiento de la política actual exige como medicina más política, una pretendida nueva política. No solo lo dudo, sino que me levanta todo tipo de sospechas. Es más de lo mismo, un círculo vicioso que se retroalimenta. Hay que desviar la mirada, tan obsesivamente fija hoy en la política, y dirigirla hacia la sociedad. El problema está en la sociedad, la sociedad que hemos hecho, la que hemos construido. La política es un mero epifenómeno. Solo una sociedad bien educada, madura, sensata, prudente, podrá identificar a los aspirantes a demagogos y negarles su apoyo.

Hay que preguntarse si esa es la sociedad que queremos, o al menos la que estamos promoviendo. Y si no sabemos respondernos, conviene echar mano del viejo cui prodest?, a quién beneficia. ¿Lo que quieren esos políticos que inundan nuestros telediarios son personas maduras, autónomas y responsables en sus juicios, o por el contrario van a la caza de sujetos obedientes, ciegamente obedientes, buscando su asentimiento de cualquier modo o a cualquier precio, incluso a costa de sesgar los mensajes o faltando a la verdad? Nos preocupa la corrupción, y está bien que así sea. Pero hay un mal de igual calado o incluso mayor en nuestra clase política: la demagogia.

Democracia o demagogia. Hay que optar entre Sócrates y la sofística.

Diego Gracia, catedrático de Medicina y Psicología Clínica, y miembro del Colegio Libre de Eméritos.

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