Populismos

No sé si la noción de clase ha dejado de ser pertinente en la sociedad actual, o más bien solo ha disminuido la conciencia de pertenecer a una determinada. En cualquier caso, de clase antagónica y del objetivo de caminar hacia una sociedad sin clases que marcaron a la izquierda en su día no quedan más que restos en sectores cada vez más minoritarios. También se ha esfumado de nuestro horizonte cualquier visión de futuro, distinta del capitalismo financiero, la última etapa a la que hemos arribado, partiendo del capitalismo comercial en el siglo XV y del industrial a comienzos del XIX. A diferencia de la tendencia que se impuso en la segunda mitad del XIX, tampoco se vislumbra un orden social alternativo. Es la innovación más importante que distingue a la vieja izquierda de la actual.

La muy fragmentada estructura social de una sociedad tan compleja como la nuestra ha quedado comprimida en la homogeneidad que supone recurrir a la noción del bien común, o todo lo más, al enfrentamiento de los muchos de abajo con los pocos de arriba. Llamamos populistas a las ideologías que tienden a simplificar una compleja estructura social, en la que se contraponen intereses muy distintos, integrándolos en un mismo bien común, o todo lo más, reduciéndolos a la mera oposición de la mayoría desfavorecida ante una minoría opresora. Para los unos no cabría más que una única política sensata, aquella dirigida al bien común; para los otros, al bien de la inmensa mayoría se opondría tan solo una minoría de opresores que es preciso, no tanto eliminar, como mantener bajo control. No habría un enemigo común, porque todos navegamos en el mismo barco, o bien, la inmensa mayoría tendría tan solo que enfrentarse al grupúsculo de los de arriba.

A esta simplificación homogeneizadora de una sociedad altamente fragmentada, los populismos añaden promesas vanas que de antemano se sabe que no podrán cumplir. El de derecha se aferra al mito del crecimiento indefinido y en un porvenir cercano que ofrece a todos una ocupación fija y de calidad; el de izquierda, más realista, se conforma con prometer un mejor reparto del escaso empleo disponible, pero sobre todo un salario social a los parados que, por edad o por falta de cualificación, no tengan posibilidad de acceder a un puesto de trabajo. Promesa que implica reconocer que habrá que aumentar los impuestos, y aunque digan que solo a los más ricos, saben muy bien que en un mundo globalizado con enormes facilidades para la movilidad de capitales, estos disponen de infinitas maneras de escaquearse.

Por no plantear, ni siquiera, la acuciante cuestión de un capitalismo financiero de alcance mundial en el que las multinacionales se desenvuelven a su aire de un Estado a otro. Es una vieja experiencia acumulada desde hace siglos: los poderosos, por serlo, se libran de los impuestos, y la inmensa mayoría son demasiado pobres para pagar cantidades significativas, aunque de muchos pocos se obtenga luego sumas considerables.

Aunque se constaten grandes diferencias entre las épocas y los Estados, la recaudación fiscal siempre ha sido insuficiente para satisfacer las necesidades sentidas, que durante siglos se centraron casi exclusivamente en financiar guerras. Habría que aclarar la aparente paradoja de que desde el final de la guerra fría, hace ya un cuarto de siglo, pese a la reducción a mínimos del gasto militar, comenzó en Europa un período de aumento exponencial de la deuda pública.

También los nacionalismos periféricos, aferrados al mito de que muchos de los males que hoy nos afligen —unos de repente, otros a medio plazo— desaparecerían con la independencia, se refugian también en el populismo, desconociendo, o simplemente ocultando, los altos costes que para Euskadi, Cataluña, España, pero también para Europa, ocasionaría una escisión.

El populismo de izquierda en un punto resulta una mayor amenaza que el de derechas, que pretende tan solo conservar el orden constitucional sin promover posibles reformas, por muy necesarias que parezcan. Se comprende que el que ostenta el poder conseguido con la ley electoral vigente, no tenga el menor interés en cambiarla.

El populismo de izquierda ha ido tirando lastre a gran velocidad y no se plantea ya cerrar el ciclo que se inició en la Transición, por acabado que se muestre. Más grave es que sigan manejando ideas que nos recuerdan el pasado. Valga como ejemplo el afán que ha manifestado de intervenir en los medios de comunicación, porque siendo propiedad del capital, marcan con su impronta las noticias que transmiten. Obvio que los medios de comunicación, en cuanto empresas capitalistas, tratan de ganar dinero, pero este objetivo las obliga a ser competitivas, vendiendo información verídica y valiosa. Para corregir ocultaciones y otras posibles deficiencias no hay mejor terapia que libertad de expresión en un mercado abierto. No deja de ser significativo que el populismo de izquierda comparta la opinión de Manuel Jiménez Quílez, director general de Prensa, allá por 1962, que anunciaba una ley que “pretende defender al lector de todo el inmenso mundo de presiones bastardas que actúan hoy en el campo de la información”. Desde estas consideraciones es fácil deslizarse a un nuevo tipo de democracia adjetivada, si no ya la “orgánica”, una que se califique de “auténtica”, “radical”, o “bolivariana”.

Pese a sus diferencias evidentes, el populismo de derechas y el de izquierda se escabullen por igual ante la cuestión medular de nuestro tiempo, la del capitalismo financiero, que caracteriza el que los beneficios que provienen de la especulación superen con mucho a los de la economía productiva, pero, a diferencia de ésta, crea muchísimos menos puestos de trabajo. En el capitalismo industrial el capital obtiene el mayor beneficio de la producción de bienes y servicios que exige mucha mano de obra; en cambio la especulación financiera apenas requiere gente empleada. Una inversión es tanto más atractiva cuanto menor sea su número, y los que necesita suelen ser además altamente cualificados.

La hora de los populismos, duchos en manejar el paro como fuente principal de votos, llega cuando el empleo se ha convertido en un bien escaso. El de derechas se atreve incluso a anunciar el arribo en breve de un empleo fijo y digno, no sé cuántos millones este año, y otros tantos el próximo. El de izquierda, aun a sabiendas que esta medida la rechazan las empresas, ofrece un mejor reparto del escaso trabajo disponible, pero sobre todo encandila con la garantía de subvencionar indefinidamente a los que por diversos motivos no puedan ser colocados. Mientras un populismo apela al bien común, y el otro demanda justicia social, ninguno de los dos se esfuerza lo más mínimo en sacar estos conceptos de la niebla espesa que los rodea. En el fondo únicamente pretenden gobernar lo antes posible. La política no tiene otro objetivo que alcanzar el poder, pero para conseguirlo hay que mencionar otros que resulten más atractivos.

Ignacio Sotelo es catedrático de Sociología y autor de España a la salida de la crisis.

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