¿Por allí resopla!

Permítanme que les entretenga con una pequeña anécdota personal, ejemplo de un mal muy frecuente y extendido: la manipulación que convierte la información en maledicencia. Hace bastante más de un año tomé parte en una mesa redonda en un hotel madrileño sobre el Estatuto de Cataluña, junto a mis amigos Arcadi Espada y Roberto Blanco Valdés. En mi exposición hice una defensa de la ciudadanía, la igualdad democrática de derechos y deberes, etcétera, frente a las concepciones territoriales discriminatorias y a las asimetrías autonómicas. En el coloquio, uno de los asistentes nos reprochó a todos los participantes no haber mencionado 'la idea de España'. Yo traté de explicarle que a mí España no me interesaba como idea, esencialista y metafísica, sino como Estado de Derecho que garantiza mis libertades y las de todos los ciudadanos. Ante la insistencia de mi interlocutor en su planteamiento, terminé por decirle con culpable impaciencia (es mi carácter, como se excusó el escorpión ante la rana): «Mire, a mí la idea de España me la sopla». Hubo cierto revuelo, que incluso se prolongó en días sucesivos en las páginas de 'Abc'. Nada del otro mundo.

Hace una semana, en una comida con la prensa para presentar algunos de mis libros en nueva edición, uno de los periodistas recordó el incidente de meses atrás. Como tengo el vicio pedagógico, en vez de reírme y descartar el asunto volví a repetir la explicación que arriba queda indicada. Al día siguiente, en algunas radios y algunos diarios, se ofrecía sin mayor atención a las circunstancias el tremendo titular: 'Savater dice que la idea de España se la sopla'. Y los comentarios que glosaban la cita no eran mejor intencionados. Después de todo, estamos promoviendo un nuevo partido político y tal atrevimiento no cuenta con demasiadas simpatías en ciertos grupos mediáticos. El descontextualizado titular de marras iba rebotando por emisoras y columnistas, agravándose en su formulación mientras se alejaba de su origen informativo o deformativo, como prefieran. Según algunos, lo que me la soplaba no era la idea de España sino España misma en cuerpo presente. Hubo uno que aseguraba que mis palabras exactas fueron 'España me la suda' y seguro que otras versiones ofrecieron variantes como 'la Hispanidad me la refanflinfa', 'el Cid me la suliveya', etcétera Quizá alguien, asombrado por tales exabruptos, se haya preguntado por qué diablos un servidor se ha tomado durante años tantas molestias por defender algo que al parecer le interesa tan medianamente. En fin, qué cosas.

Disculpen este lamento pro domo y contra la manipulación de la palabra, fenómenos desgraciadamente nada raros en los medios de comunicación. La verdad es que no quiero quejarme ni excusarme, sino aprovechar el incidente para intentar una breve reflexión sobre esa cosa vidriosa, último refugio de los bribones según parecer del doctor Jonson: el patriotismo. Comenzando por lo obvio, nadie puede mandar en sentimientos y adhesiones emotivas. Hay quien siente su colectividad con tanta pasión como se ama a la familia y quien la considera desde un punto de vista más convencional y práctico. Algunos -la mayoría, supongo- combinamos ambas cosas, en dosis variables de emotividad y razonamiento. Lo importante a mi juicio es dejar claro que, hoy por hoy, España no es simplemente el nombre de una entidad platónica o de una exaltada colección de leyendas piadosas, sino la denominación del Estado de Derecho gracias al cual somos ciudadanos libres y no vasallos o siervos de la gleba, sometidos a los caprichos atávicos de un territorio y sus tradiciones. Quienes defendemos la unidad del país y la igualdad de todos dentro de él -leyes iguales para todos y todos iguales ante la ley- lo hacemos porque sin unidad e igualdad no puede haber garantía democrática de nuestras libertades. Precisamente somos los vascos opuestos al terrorismo (y por tanto amenazados por esta lacra) los que estamos en mejores condiciones para comprender la importancia de pertenecer al Estado de Derecho español y no depender totalmente de una administración local que en demasiadas ocasiones ha demostrado poca beligerancia contra la violencia y hasta cierto entendimiento político con las sinrazones de los violentos.

El campo en el que mejor se percibe la necesidad de un patriotismo ciudadano o racional es en la cuestión de los símbolos del país. Lo ha tratado muy bien recientemente Antonio Elorza en un artículo magistral ('El vaivén de los símbolos', 'El País', 22-9-07). Quienes no tenemos una especial relación apasionada con la bandera española -ni con ninguna otra, claro, salvo quizá la de la Cruz Roja- sentimos cierta dificultad a la hora de reclamar su presencia de acuerdo con la ley en los edificios públicos. Parece un asunto menor, al que sólo pueden conceder importancia los fanáticos. Sin embargo, no es así. Más allá de las connotaciones sentimentales que pueda tener para algunos, la bandera española tiene para todos los ciudadanos una significación utilitaria, como la tienen las diferentes luces de un semáforo: representa al Estado que defiende nuestros derechos y libertades. Allí donde se oculta o se menosprecia es porque se ha decidido no defender nuestros derechos o libertades ciudadanas. En un edificio oficial, la bandera indica que allí hay refugio y ayuda contra la amenaza de quienes quieren saltarse las leyes del Estado para imponer las leyes de la tribu... es decir, de su tribu. No mostrarla no ofende a una esencia sublime e incorpórea, sino que arremete contra personas concretas, decentes y que pagan impuestos entre otras cosas para garantizarse protección contra los usurpadores violentos. De ahí que sea incomprensible (o demasiado comprensible, ay, dada la vigente dejación de responsabilidades por parte de tantas autoridades) que no se le conceda importancia a su desaparición del ámbito público, como hace con culpable desahogo el ministro de Justicia diciendo que son cosas que «han pasado, pasan y seguirán pasando». Cuántas vergonzosas bobadas tenemos que soportar y pagar por oír, puesto que a fin de cuentas se trata de funcionarios cuyo sueldo sale de nuestros bolsillos.

Algo semejante podemos decir respecto a la quema casi ceremonial y provocativa de retratos de la familia real que últimamente parece haberse puesto de moda. Es difícil que alguien sea menos monárquico que yo, pero mis objeciones a la institución monárquica buscan el debate democrático y en su caso el cambio de las instituciones, no la exaltación de la violencia en nombre de un nacionalismo étnico aún más reaccionario, cerril y antidemocrático que la peor de las monarquías. No es lo mismo un chiste poco respetuoso en una revista cómica, aunque sea de muy mal gusto (los bufones siempre han tenido ciertos privilegios), que salir a la calle con una lata de gasolina para amedrentar al personal. También los miembros del Ku-Klux-Klan quemaban cruces en las calles de Alabama y no hace falta ser cristiano para sentirse agredido por semejante gentuza Es verdaderamente patético escuchar las 'argumentaciones', por llamarlas así, de quienes intentan que atropellos semejantes, no contra la Familia Real sino contra nuestros derechos de ciudadanía, como son esos aquelarres incendiarios, pasen por simples travesuras cuando no por manifestaciones de la libertad de expresión. ¿Y luego dirán que no hace falta la Educación para la Ciudadanía!

De acuerdo, todo eso está muy bien -me dicen algunos- pero usted, señor Savater, usted en persona: ¿No siente ninguna emoción respecto a esos símbolos y a esa España? Desde luego, no padezco ningún patriotismo obligatorio: me siento ligado a la España constitucional y democrática, pero no a la de Franco o a la de cualquier otro tipo de dictadura. Si mañana volviese el autoritarismo anticonstitucional de cualquier signo, no sentiría por esa España ningún tipo de simpatía. Pero por lo demás, cada cual tiene su corazoncito. Alguien tan poco dado a efusiones patrióticas como Pío Baroja escribió en 'Juventud, egolatría': «Yo quisiera que España fuera el mejor rincón del mundo y el País Vasco el mejor rincón de España». Pues bien, siempre he compartido el íntimo deseo del gran cascarrabias donostiarra.

Fernando Savater