Por el camino de Iceta

Julio Camba, el gran escritor gallego, sentía gran devoción por Ortega, el filósofo: «Pura y elegante inteligencia de España». Siempre recordaría, con la ironía y socarronería que desprendía su prosa, la madrugada en la que el pensador acudió, con la salud quebrantada, al Congreso para explicar al resto de señorías que autonomía y federalismo no eran conceptos análogos, como algunos promovían, sino opuestos. «Como no es lo mismo –amartillaba por su cuenta el sagaz columnista– encajar las piezas de un puzzle, a fin de formar un cuadro, que coger un cuadro y hacerlo añicos, al objeto de hacer un puzzle».

Al poco de aquella aparición espectral, Ortega dejó la Cámara y se refugió en su Filosofía, de donde nunca debió apartarse. En su desengaño, el ilustre erudito rumió la amargura de una república a cuya llegada contribuyó junto a otros intelectuales para los que el nuevo régimen resultó ser una ilusión fugaz. Camba resumió aquel desencanto con la certeza y la contundencia de sus artículos: «Lo peor es que antes siempre había una solución: la República, pero ahora que tenemos la República, ahora ya no tenemos solución».

Por el camino de IcetaOtro tanto cabe colegir del Estado de las Autonomías. Buscando vertebrar la orteguiana España invertebrada, el diseño constitucional ha fracasado en integrar a unos nacionalistas que se tomaron las concesiones como un punto de despegue, que no de aterrizaje, en su vuelo hacia la independencia. Aquellos padres de la Carta Magna creyeron que, aplicando los remedios que antes resultaron fallidos, obtendrían de su mano mejores resultados hasta el delirio de aseverar, como Zapatero hace 13 años, que, en una década, Cataluña estaría mejor integrada en España y ésta sería más fuerte. Lo hizo tras asentir, en su planificado cálculo para demoler la Transición, con que el PSC suscribiera en 2003 su Pacto del Tinell con los secesionistas de ERC con efectos prácticos no sólo en Cataluña para alzar a Maragall a la Presidencia de la Generalitat, sino en toda España, al impedir cualquier acuerdo de gobierno entre la izquierda y la derecha constitucionalista, como así ha sido desde entonces. Desde la restauración de la democracia, se ha echado en saco roto esa lección del ayer de que es imposible contentar a los incontentables, pues está en la naturaleza del nacionalismo. Desde el Desastre del 98, cada vez que España está sin pulso, el nacionalismo pone a prueba su unidad con conatos secesionistas.

Anteponiendo egoístas ambiciones y ciego cainismo, los dos primeros partidos constitucionalistas han descuidado una premisa básica de todo sistema descentralizado –mucho más cuando es abierto y de redacción ambigua– que se basa en que su discurrir debe hacerse necesariamente por los carriles de dos grandes partidos nacionales, como en EEUU y Alemania, para no descarrilar. Ese consenso debido fue remplazado por transacciones con unas minorías nacionalistas sobrerrepresentadas a las que hicieron depositarias de un voto de oro que han usado –con la connivencia de un TC que ha propiciado mutaciones constitucionales por vía estatutaria– para despojar al Estado de sus atributos.

Confiando la bisagra del sistema al nacionalismo, era cuestión de tiempo que España se desencajara supeditada a intereses particulares con la consiguiente demolición de la nación española. Sobre sus cascotes, con las autoridades catalanas en abierta desafección, el PSOE plantea la falsa solución de un Estado plurinacional en el que se dotaría de la condición de nación a Cataluña para sofocar a los independentistas sobre la premisa de que son dos millones, mientras se cercenan los derechos básicos del resto de catalanes a los que se les condena a ser extranjeros en su país. Si supeditando la política española al nacionalismo sólo se ha logrado que crezca el secesionismo al entregarles la enseñanza y los medios públicos de comunicación; ahora, haciendo lo propio con los separatistas, sólo es cuestión de tiempo la proclamación de la independencia favorecida por la irresponsabilidad de un Pedro Sánchez en línea con Zapatero.

Al presidente en funciones sólo le ocupa gobernar con quien sea y al precio que sea, importándole una higa tanto el apercibimiento de la Junta Electoral por su instrumentalización electoral de La Moncloa como contraer una hipoteca irreversible para una de las naciones más antiguas del mundo. Como en los versos de Góngora, debe recitarse asomado al ventanal del despacho: «Ande yo caliente/ Y ríase la gente./ Traten otros del gobierno/ Del mundo y sus monarquías,/ Mientras gobiernan mis días/ Mantequillas y pan tierno,/ Y las mañanas de invierno/ Naranjada y aguardiente;/ Y ríase la gente».

El gran adelantado de ese camino de servidumbre fue Maragall con su defensa del «federalismo asimétrico». Yendo en dirección contraria a la de su abuelo, el poeta Joan Maragall, quien prefería «hurgar en lo propio para encontrar lo común», quien fuera como alcalde de la Barcelona olímpica de 1992 la gran esperanza frente al nacionalismo de Pujol, dejó de serlo al erigirse en president con ERC para avanzar en una soberanía compartida que situara a Cataluña en correspondencia con pequeños países como Lituania o Malta. Así lo aseguró en una histórica conferencia en el club Siglo XXI, pero que todos relativizaron con que eran «cosas de Pasqual». Como ahora se dice de Miquel (Iceta) cuando hace de liebre de lo que luego Sánchez ratifica cumplidamente con hechos.

La propuesta de la España plurinacional supondría que el todo se supeditara a las partes (primordialmente al designio de independentistas catalanes y vascos), pero sin que ese teórico todo se inmiscuya en la suerte y destino de esas partes, al igual que acaece entre el PSC y el PSOE. De hecho, cuando Maragall apellidaba al federalismo de asimétrico y Montilla de imperfecto, se traducía confederal. Es lo mismo que se entiende ahora que Iceta ha vuelto a imponerle esta exigencia a Sánchez, al tiempo que éste descolgaba la palabra España de su lema electoral, confirmando que es político que navega con bandera de conveniencia.

Tras dar un plus de legitimidad al tribalismo, el PSOE se subordina a un PSC hecho a gobernar con los independentistas desde un Pacto del Tinell que reafirma tanto para la gobernación de Cataluña como del resto de España. De este modo, Sánchez dispondría otra vez de los sufragios que ya atesoró en la moción de censura Frankenstein de 2018 que le ha permitido afrontar dos comicios con la ventaja de hacerlo como presidente en funciones y con la palanca de una sentencia fraudulenta contra Rajoy. Como acredita el reciente fallo de la Sala Penal de la Audiencia Nacional recusando al ponente de la misma, José Ricardo de Prada, quien hace tiempo que hace de su capa un sayo sin menoscabo de su carrera.

Nunca medio millón de votos han reportado tanto beneficio en el casino de la política como a ERC el Pacto del Tinell. A partir de entonces, se aceleró el proceso cuando, tras convertir a Carod-Rovira en consejero-jefe, a Benach presidente del Parlament y a Bargalló consejero de Educación, convino con el PSC una reforma estatutaria abiertamente confederal que pretendía convertir a Cataluña en un Estado independiente de facto, con una Hacienda y un Poder Judicial dependientes de la Generalitat. Fue con Maragall (y luego con el «charnego» Montilla) cuando los gobiernos tripartitos empezaron a multar a las empresas que no rotulaban en catalán, se promovió la gran manifestación contra una institución del Estado –el Tribunal Constitucional–, de la que Montilla escapó por piernas, y se montaron consultas secesionistas en municipios incluso del PSC. Fue la antesala del referéndum ilegal del 1-O y de la resolución del Parlament del 27-O que declaraba la república independiente.

En estos tres lustros desde el Pacto del Tinell, la estrategia de ERC ha resultado triunfante si se tiene en cuenta que, en la última victoria de Pujol (1999), era el único grupo que proponía la secesión, a diferencia de CiU que sólo pretendía mayor autonomía. Tras esos comicios, el PSC auspició un nuevo Estatut que atrajera a ERC e hiciera a Maragall president. Ello excitó una despendolada carrera de las tribus nacionalistas y desenfrenó a una CiU que se despojó del moderantismo del peix al cove (pez en la cesta) para tirarse de cabeza a la independencia. Así, Artur Mas le cogió las vueltas a las protestas contra él por su desgobierno y corrupción situándose al frente y encaminándolas hacia El dorado secesionista.

A este propósito, no dejan de aplicarse supuestos remedios que causan males mayores. Es la idea de Sánchez de retomar la dependencia de los jueces de la Generalitat, como apuntaba el Estatut de Maragall que no pasó la criba del TC en este punto. Se encamina a retomar el claudicante apaño que rubricó con Torra en el Palacio de Pedralbes y que el Consejo de Ministros hiberna hasta ver el desenlace de este domingo, así como la suelta de los condenados en la sentencia que el Tribunal Supremo le ha servido al Gobierno por unanimidad. Un fallo –valga el carácter ambivalente del término–, tan pendiente de la reacción de los dos millones de independentistas, que se ha olvidado de quienes cumplen la ley y ha dejado a los pies de los caballos de las hordas bárbaras.

Después de la sentencia y del portillo de la traición de su incumplimiento práctico por parte de los condenados, es seguro que el juez instructor del golpe del 1-O, Pablo Llarena, no podrá pasearse libremente por Cataluña, como es su gusto y derecho, mientras que los alzados retornarán a la carga sin que les suponga ninguna hipoteca práctica su inhabilitación. ¿Cómo iba a serlo, si hasta el prófugo Puigdemont vive del contribuyente español? Buscando una sentencia que facilitara una solución política, el Tribunal Supremo ha hecho un flaco favor al Estado de Derecho y ha dotado de una capa de heroísmo a quienes proclaman abiertamente su disposición a volver a repetirlo. Una burla a quienes, cuando despierten de sus ensoñaciones togadas, se toparán con la pesadilla de la razón.

En el Campo de Marte catalán, el Estado de Derecho está perdiendo el monopolio legítimo de la violencia ante unos desalmados que gozan del apoyo explícito de unas autoridades autonómicas que usan los medios del Estado contra el Estado. Desprovistas de la máscara de la sonrisa, no ocultan la rentabilidad de la violencia para dar visibilidad a su rebelión. Ha sido así estas últimas semanas y, probablemente, vuelva a serlo con la visita de los Reyes y en la jornada electoral del 10-N. Lo ha dicho sin tapujos la presidenta de la Asamblea Nacional de Cataluña (brazo de la trama golpista), Elisenda Paluzie: «Son estos incidentes los que hacen que estemos en la prensa internacional de manera continuada». Una apología de la violencia a la que se han sumado sin recato dos socios del PSC (JxCAT y ERC) en 40 ayuntamientos y en la Diputación de Barcelona.

Conviene no olvidar que el sentimentalismo, valor nutriente del secesionismo, está en el origen de las revoluciones más violentas y que a los promotores de estas revueltas les trae al pairo la prosperidad catalana. Por medio del cuanto peor, mejor, persiguen el poder absoluto sobre el pueblo al que esclavizar. Todo ello por medio de un nacionalismo que es inseparable de su carácter violento, racista y xenófobo. Así, de la afirmación de lo propio pasa al desprecio de lo ajeno, de la defensa de la particularidad a la exaltación de la superioridad propia.

Sin un partido verdaderamente nacional en la izquierda como lo fue el PSOE con González, no hay forma de aguantar los movimientos centrífugos. Una idea de España reducida al centro derecha facilita su ruptura. Por eso, por el camino de Iceta, Sánchez obtendrá los apoyos que precise para disfrutar de La Moncloa, pero pone en riesgo la continuidad de España como nación. Tras su eventual triunfo, muchos exclamarán con razón como aquel almirante británico: «¡Otra victoria más y estamos perdidos!». «Definitivamente, parece confirmarse que este invierno que viene seráduro» (Gil de Biedma).

Francisco Rosell, director de El Mundo.

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