Por el honor de Kundera

Me importa un bledo saber si Milan Kundera es efectivamente el joven que, el 14 de marzo de 1950, se presentó en una comisaría de Praga para denunciar a un camarada de universidad. En primer lugar, porque no me lo creo. Francamente, no veo al autor de Los amores risibles endosar este papel de delator. Ni siquiera en otra vida. Ni siquiera en su prehistoria.

Por otra parte, este caso huele a grosera manipulación en todas sus vertientes. No se ha establecido la autenticidad del documento. Y extraña el hecho de que, como si de una casualidad se tratase, haya dormido tranquilamente en los archivos de la policía checa hasta la víspera de la designación del premio Nobel. Igualmente extraña la actitud de una policía que, de ser cierto el caso, se habría privado, en la época de su omnipotencia, de utilizar esta terrible arma contra uno de sus más visibles y más correosos adversarios.

Pero, además, la esencia del caso no reside ahí. La cuestión no consiste, no debería consistir, en argumentar contra los pánfilos a los que les bastó que se agitase ante sus narices un papel de la época para hacerse eco de él y tomarlo por palabra de Dios. Porque el problema está, precisamente, ahí, en ese apresuramiento. El problema reside en la febrilidad de los periódicos que, en todo el mundo, se lanzaron sobre esta magnífica oportunidad de arrastrar por el fango a un escritor al que, a menudo, no habían tenido ni siquiera el tiempo de leer, cogerlo por el cuello y, sin proceso alguno, colgarle en la espalda una de esas inculpaciones retroactivas que tanto les gustan siempre.

El problema, el auténtico problema, es esta alegría, este entusiasmo, esta complacencia en la calumnia. El problema es el placer sentido en la pluma por tantos cronistas ante la sola idea de que uno de los mayores escritores vivos haya podido ser -también él- un ser despreciable, un delator, un acusica.

El problema es el júbilo, todavía más obsceno, que sintieron incluso los pocos que lo leyeron, al menos un poco, y que creyeron haber encontrado, de golpe y porrazo, la clave que les faltaba, la pieza maestra, la razón última y forzosamente decisiva, por oculta, de un texto de juventud, de una página enigmática de una novela de madurez o, mejor aún, de esas particularidades biográficas que hacía tiempo que les ponían de los nervios y que, de pronto, encontraban su humana, demasiado humana, explicación. Por ejemplo, la particularidad de su exilio. O su reticencia a plegarse, después del exilio, a cualquier consigna, incluidas las de la disidencia. O su sospechosa elección del francés. O su manera, cuando alguna vez iba a su país, de inscribirse en el hotel con nombres falsos. O su negativa a conceder entrevistas.

También era sospechosa su rechazo a entregarse en cuerpo y alma a la curiosidad, a la exigencia de verdad y de transparencia, a la voluntad de indiscreción, que se han convertido en los principios de lo que suele llamarse, en la actualidad, una entrevista de autor. O, cuando por fin concedía alguna, su manía de reescribirla por completo, de principio a fin, palabra por palabra. ¿Para ocultar qué? ¿Para neutralizar qué oscuro y tenebroso secreto?

Ahora todo está claro. Por fin, ahora, todo encaja a las mil maravillas. ¡El malvado! ¡El siniestro iluminado! Gracias sean dadas a los archivos de la noble policía estalinista que nos ayudaron a descubrirlo todo. Bravo por el paciente trabajo de la policía del pensamiento, que supo encontrar la preciada prueba de cargo que nadie se hubiese atrevido a imaginar que existiese. Todo termina sabiéndose. Basta con ser pacientes. Y, ahora, el mundo ya puede respirar tranquilamente.

Yo pienso en Milan Kundera. Aunque apenas lo conozco, pienso en el abatimiento que se debe sentir cuando se es un gigante de las letras y se ve surgir, en el otoño de la vida, una jauría de enanos rencorosos, que pretenden arrancarte tus máscaras, para mejor escupirte en la cara.

Pienso en la cólera blanca pero impotente, en las palabras que no sirven para nada, en los comunicados de prensa que hay que dar, pero que uno mismo siente que lo ensartan. Pienso en ese baile reglado de la guerra literaria, en el que se sabe, de antemano, que jamás hay una segunda oportunidad y que cuando una revista -que por una ironía más de la vida, tiene el rostro de llamarse Respekt [consideración, estima]- decide saldar cuentas contigo y destruirte, a uno no le queda más remedio que asumirlo, encajarlo como pueda y decidirte a seguir viviendo, por el resto de tus días, con una sombra infame que ni siquiera te pertenece. Pero también pienso en una época como esta nuestra en la que es posible perpetrar tal faena. Observo esta ramplona época que ha convertido el ¡prohibido admirar! en su eslogan más sonoro y en la que reinan el espíritu de venganza, el resentimiento y el odio infantil hacia los escritores y hacia todo lo grandioso.

Y me digo a mí mismo que se trata de un tristísimo signo de los tiempos el de los que se enorgullecen en criminalizar, descalificar y manchar lo que no entienden y lo que los supera. Afortunadamente, los libros siguen estando ahí y, según otra ley, sobreviven a los escorpiones de la delación generalizada.

Bernard-Henri Lévy, escritor y filósofo. Está considerado como uno de los intelectuales más influyentes de Francia.