Por el honor de los peces

En un intento por entender nuestro tiempo, sugiero mirar los acontecimientos de refilón en lugar de hacerlo de frente; las pequeñas cosas aparentemente insignificantes más que las noticias anunciadas a bombo y platillo. Evidentemente, esta mirada de soslayo puede estar equivocada, pero ¿es más engañosa que los grandes espectáculos mediáticos? Lo que más me llama la atención en este principio de año es la aparición de un movimiento de defensa de los peces de cultivo. Una asociación con ramificaciones internacionales difunde en internet escenas filmadas clandestinamente en las que se ve cómo mueren miles de truchas de criadero, especialmente en Francia y en Estados Unidos. El modo de aniquilación de estos peces no es de los más atroces: se añade dióxido de carbono al agua de los estanques para que nuestro futuro alimento se asfixie en aproximadamente tres minutos. Pero los activistas están indignados por esos tres minutos de sufrimiento, lo que supone que los peces tienen una conciencia alerta, aunque estén privados de la palabra. El mismo debate se aplica al ganado asesinado. ¿Sufre? ¿Debemos prescindir del pescado además de prescindir de la carne?

De momento, este movimiento de defensa de los peces ha logrado que sus protegidos sean electrocutados en lugar de asfixiados, reduciendo así su supuesto martirio. Me entero de que los piscicultores están cediendo a esta reivindicación antes de ver sus granjas atacadas por militantes, lo que ya ha ocurrido.

Es cierto que los defensores de los peces aún no han quemado pescaderías, que yo sepa, mientras que sí han sido destruidas carnicerías, especialmente en Gran Bretaña y en el norte de Francia. ¿Para cuándo una liga de defensa de las ensaladas deprimidas y los rábanos presa de la ansiedad al verse arrancados de su madre tierra? En fin, es fácil ser irónico y recordar que la naturaleza no «sufre», que es el hombre quien decide que sufre, pues lo reduce todo a su medida y es el único que ha creado el vocabulario que designa el sufrimiento.

Sin embargo, aunque estas posturas ecológicas sean biológica y filosóficamente absurdas, existen, por lo que debemos preguntarnos honestamente qué es lo que motiva a los defensores de los peces y, más en general, al activismo protector de la Madre Naturaleza. Creo que estas manifestaciones ecologistas, a pesar de tomar prestado el vocabulario de la ciencia, son en realidad fenómenos religiosos; existe en el hombre el deseo de creer, de adorar, de idolatrar. Este deseo, que forma parte de nuestro ser, se manifiesta, dependiendo de las civilizaciones, en el culto pagano de los tótems, los ancestros, los gatos, los bosques, el sol, las rocas, etcétera. Solo las grandes religiones han podido canalizar este deseo en revelaciones colectivas, cristianas, musulmanas o budistas, que nadie sabe si son verdaderas o no. A este respecto, el filósofo británico Karl Popper dijo que no había pregunta más tonta que la de si Dios existe, ya que nadie sabe la respuesta. Ello no disminuye la fe, pero no está en el orden del conocimiento. Deduzco que al estar el cristianismo a la defensiva, especialmente en Europa occidental, son los nuevos cultos los que llenan el vacío; la religión de la razón y el progreso existe, en cierto modo, pero es minoritaria. Esencialmente, es el culto arcaico de la Naturaleza el que recupera, vistiendo un vocabulario moderno («sufrimiento de las bestias», «efecto invernadero»), los impulsos más antiguos; la veneración de los árboles existía ya antes de Cristo, y nos legó el árbol de Navidad.

Esta permanencia del sentimiento religioso que se metamorfosea con el tiempo hace que entre quienes colocan a la Naturaleza por encima del hombre y quienes colocan al hombre por encima de la Naturaleza (judíos y cristianos pertenecen más bien a esta segunda categoría), las discusiones sean difíciles, si no imposibles. Los unos razonan, los otros afirman, a menos que sea al contrario. Cada uno tacha al otro de dogmático y nadie convence a nadie; ¿alguna vez se ha visto a alguien cambiar de opinión después de un debate? Si no está convencido al cien por cien de que el clima se está calentando debido a las actividades humanas, ¡intente negociar con uno de sus defensores!

Dado que nadie puede cambiar esta naturaleza humana ni apagar la necesidad de creer, no nos queda otro remedio que vivir juntos de una manera civilizada. Así nació la democracia, en la que todos logran vivir juntos sin guerras religiosas o civiles. Sin duda, este es el progreso más objetivo y apreciable alcanzado por los occidentales en el siglo XX. Como vivimos en él, no lo notamos más que el oxígeno que respiramos.

Para terminar con los peces que han desencadenado nuestra reflexión inicial, ¿debemos mirarlos de manera diferente? ¿Tienen alma? Los budistas están convencidos de ello. Los gourmets tienen una opinión diferente: los peces de cultivo no saben a nada. Pero los protectores de especies amenazadas han prohibido la pesca de truchas salvajes. ¿Cómo arbitrar entre los discípulos del Dalai Lama, la gastronomía y la pesca de caña? No se puede, razón para amar esta democracia tan reciente (en la escala de la historia) que obliga a la tolerancia entre razones y locuras, cada una más desquiciada que la otra. Gracias, peces.

Guy Sorman

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