Por exceso y por defecto

El principal desafío de nuestro modelo territorial durante los últimos años ha sido de naturaleza política, vinculado al aumento de la polarización ideológica sobre la cuestión territorial en la opinión pública y en los partidos con representación parlamentaria. Sin embargo, la crisis del coronavirus ha hecho que el principal reto del Estado autonómico pase a ser la gestión, pues la pandemia ha supuesto un verdadero test de estrés a la coordinación y cooperación intergubernamental y al ejercicio de autogobierno de las comunidades autónomas.

En los países federales, la respuesta al reto de coordinación ha sido heterogénea: más centralizada en Austria o en Suiza y menos en Alemania, donde las principales decisiones han estado en manos de los Länder, aunque coordinadas en foros similares a las Conferencias Sectoriales que tenemos en España. Las refriegas políticas sobre el reparto de responsabilidades en la gestión han sido una constante en la mayoría de países, bien por exceso, por defecto o por exoneración. Donald Trump reclamó en abril un “poder total” sobre las decisiones de los Estados, mientras en Brasil los gobernadores acabaron rebelándose ante la inactividad del presidente Bolsonaro. En Alemania, Angela Merkel advirtió al principio de la pandemia a los Länder de que el federalismo no estaba ahí para permitir “desvincularse de las responsabilidades”, sino para que todo el mundo asumiera la parte que le correspondía.

En España, la gestión de la pandemia se ha desarrollado en dos fases muy distintas, una primera de máxima centralización durante el estado de alarma y una segunda de gestión descentralizada durante la cual el Gobierno central replegó su actividad, incluida la convocatoria semanal de la Conferencia de Presidentes, precisamente cuando su función de coordinación era más importante. Esta traslación pendular del poder desde el Gobierno central al autónomo, y quizás en sentido contrario durante este otoño, ha impedido un reparto más equilibrado de responsabilidades que pudiera aunar las ventajas de la gestión centralizada y la descentralizada, minimizando los inconvenientes de cada una.

Por un lado, un modelo de gestión centralizada puede evitar que respuestas muy diferenciadas acaben aumentando el riesgo colectivo. Pero si se impone un común denominador demasiado rígido, se impide que las medidas se adapten a la desigual incidencia del virus en cada territorio, lo que puede implicar costes económicos o sanitarios excesivos en algunos de ellos. En el caso de España, un coste adicional de la gestión centralizada fue que el estado de alarma contribuyese a crear la sensación de que el modelo autonómico puede quedar en suspenso en momentos de crisis, y activarse o desactivarse de acuerdo con las circunstancias. Además, el arrinconamiento de los Gobiernos autónomos durante ese periodo reforzó la jerarquía en las relaciones intergubernamentales, ya de por sí pronunciadas en el modelo autonómico.

Por otro lado, en un escenario de gestión descentralizada, la insuficiente coordinación entre territorios puede favorecer la aparición de externalidades negativas que acaben debilitando la efectividad de las respuestas frente a la pandemia en su conjunto. En cambio, la ventaja de este modelo es que la respuesta se adapta a las condiciones específicas de contagio, sanitarias y económicas del territorio. Y más importante, la diversidad de prácticas para combatir la pandemia puede acelerar el aprendizaje colectivo sobre qué políticas públicas funcionan en el control de los contagios o a la hora de minimizar los efectos del confinamiento. Si la lucha contra el coronavirus está sujeta a un proceso de prueba y error, la multiplicidad de pruebas e iniciativas territoriales debe poder ayudar a encontrar las soluciones óptimas.

Siendo la gestión descentralizada el modelo actual en España, no parece que las ventajas de dicho modelo se hayan hecho efectivas, por lo menos no en todo su potencial. Aunque las comunidades autónomas poseen un amplio margen de actuación en las políticas afectadas por la pandemia, sus Gobiernos han sido muy tímidos en el desarrollo de iniciativas conjuntas o de actividades de coordinación de medidas al margen de la tutela del Gobierno central. Con el fin del estado de alarma y la desaparición del Gobierno central de la primera línea de la gestión, recuperaron sus responsabilidades, pero también una mayor visibilidad y exposición ante la opinión pública en mitad de una crisis, lo que seguramente explica la debilidad del liderazgo autonómico.

En definitiva, la cooperación intergubernamental desde que comenzó la pandemia en España ha fallado por exceso y defecto. Por el exceso de centralización durante el estado de alarma y por la insuficiente iniciativa y coordinación interautonómica desde que las comunidades autónomas recuperaron sus competencias. Un mejor equilibrio en el reparto de responsabilidades significa una implicación permanente de los dos niveles de Gobierno, central y autónomo. Sin exclusiones ni retiradas estratégicas. Sin que decaigan en ningún momento las redes de cooperación intergubernamental formales e informales y activando nuevos espacios de interlocución. Y con mayor horizontalidad en la visión autonómica, cuya mirada debe dirigirse menos hacia arriba y más hacia sus pares.

Sandra León es profesora en la Universidad Carlos III y Senior Fellow en EsadeEcPol.

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