Por exhumar a Franco y no inhumar a Irene

Si nos atenemos al doble criterio de Tácito de que “la misión de los historiadores es que las buenas acciones sean recordadas y las conductas y palabras malvadas teman las denuncias de la posteridad”, no creo que el “pasaré a la Historia” de Sánchez “por haber exhumado los restos de Franco” vaya a hacerse realidad.

Ni como ejemplo de lo primero, pues mover unos restos humanos de sitio nada tiene per se de positivo. Pero tampoco como expresión de lo segundo pues, al margen de la incomodidad causada a la familia del dictador, nadie resultó dañado por el traslado. A casi todos nos dio igual.

Es cierto que era una anomalía que Franco siguiera enterrado en un lugar erigido como mausoleo -por mucho que ya nadie lo visitara- y que su traslado a un cementerio raso es acorde con las recomendaciones del derecho internacional en materia de “justicia transicional”.

Por exhumar a Franco y no inhumar a IrenePero ni siquiera veo que el gesto de Sánchez vaya a trascender como “nota a pie de página”, según el irónico pronóstico de Paul Preston, por la sencilla razón de que la inmensa mayoría de los españoles hacía mucho tiempo que habían arrojado la memoria del dictador al pudridero del olvido.

Ningún grupo parlamentario, ni siquiera Vox, reivindica hoy la figura de Franco y las únicas críticas que recibió la exhumación, en medio de esa indiferencia general, se centraron precisamente en la sobrerrepresentación política que supuso el numerito del helicóptero con la retransmisión de TVE en directo. El ridículo vuelo del moscardón.

Lo significativo es que Sánchez lo evoque hoy, como si el gesto fuera gesta. Como si el presidente hubiera llegado a creerse que ha ganado la última y decisiva batalla de la Guerra Civil, invirtiendo la suerte de las armas en el frente del Ebro. Como si él mismo hubiera terminado por confundir a los molinos con gigantes y a los tanques de plástico reinventados por el ejército ucraniano, con terroríficos blindados del fascismo que avanzaran por las llanuras de España.

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Hace tiempo que Sánchez, con la inestimable colaboración tanto de los populistas que le respaldan como de los populistas que le atacan, ha transformado la política española en una aldea Potemkin para tuiteros, poblada de tantos pájaros como espantapájaros. Todo es volandero, banal e inconsistente en Petroland.

Lo inaudito es que, en la tesitura de imaginar el rótulo del pedestal de su estatua en el centro de la plaza, allí donde dirá que Adolfo Suárez trajo la democracia, que Felipe González incorporó a España a la UE y la mantuvo en la OTAN, que Aznar modernizó la derecha y entró en el euro, que Zapatero amplió los derechos civiles y firmó la paz con ETA y que Rajoy se quedó inmóvil porque total para qué, Sánchez ya vea esculpido en mármol que sacó a Franco del Valle de los Caídos.

Y lo peor es que no se fija en eso -y nos hace fijarnos en eso- porque su mandato esté resultando tan inane como el de su antecesor. Todo lo contrario: desde que llegó al poder, aquí no deja de pasar de todo.

De hecho, Sánchez ya tiene logros mucho más importantes que la extracción de aquellos huesos de los que podría enorgullecerse. Como el haber conseguido que la Unión Europea aprobara los fondos Next Generation, el haber alcanzado una tasa récord en la vacunación contra la Covid, el estar amortiguando el impacto de la crisis energética en las familias o el mantener una política exterior atlantista con comunistas en el Gobierno.

Por algunas de esas cosas podría pasar, aunque sea con limitado fuste, a la Historia que tanto parece obsesionarle. Pero él sigue abducido por el deleite de haber alejado al moscardón.

En el otro polo de la ecuación, su debe también acumula elementos mucho más negativos que el alarde propagandístico de esa victoria sobre un hombre muerto hace medio siglo. Sánchez no es un “tirano”, como acaba de proclamar Ayuso, echando su paletada de carbón a la caldera rugiente de la polarización, pero sí está abusando de los resortes legales del poder y erosionando gravemente la calidad de nuestra democracia.

Hay cosas que un gobernante puede, pero no debe hacer, si quiere mantener la auctoritas de las buenas apariencias. Por ejemplo, caricaturizar y demonizar a gran parte del empresariado al que luego necesita para mantener la economía en pie. Por ejemplo, convertir la política criminal en moneda de cambio de una negociación presupuestaria con los separatistas. Por ejemplo, avalar disparates legislativos como la ley Trans que tanto daña a las políticas de igualdad, como denuncian las feministas del PSOE. Por ejemplo, colocar a figuras descaradamente partidistas en órganos concebidos como neutrales en el entramado institucional, sea el CIS, RTVE, la Fiscalía General o el propio Tribunal Constitucional.

Por todo ello tiene muchas más posibilidades de pasar negativamente a la Historia que por haber exhumado a Franco.

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No es que Juan Carlos Campo no tenga tantos méritos o más como jurista que muchos de los anteriores magistrados del TC, pero su condición de reciente exministro deteriora las expectativas de imparcialidad que son esenciales para el alto tribunal. Y no digamos en el caso de la excolaboradora de Bolaños, Laura Díez, que venía justificando el incumplimiento por la Generalitat de las resoluciones de los tribunales sobre la marginación del castellano en las aulas. ¿Cómo va a ser esa señora una de quienes diriman si las trampas normativas contra esas sentencias son o no constitucionales, como preguntan los jueces?

Puede parecer una paradoja invocar a Zapatero cuando, inmerso también en la actual dinámica maniquea de acción y reacción, no deja de adoptar cada día posiciones más radicales y extremistas; pero cuando gobernó mantuvo las formas de otra manera. Sobre todo, en su primera legislatura cuando promovió a un conservador como Carlos Dívar a la presidencia del CGPJ y del Supremo y eligió a profesionales independientes como Luis Fernández o Manuel Conthe para regir RTVE y la CNMV.

¡Qué tiempos aquellos -luego deteriorados y enturbiados por tantos otros episodios y factores- en los que imperaba la doctrina de Philip Pettit sobre las “comisiones contramayoritarias” como elemento de control interno del poder y se proclamaba que “bajar impuestos es de izquierdas”, mientras el equilibrio presupuestario seguía siendo el gran tesoro a preservar!

De forma análoga hay quienes en el PSOE añoran el sentido del Estado que demostró Rubalcaba en su breve etapa como líder. Las reflexiones del presidente de Aragón, Javier Lambán, sobre lo diferente que sería España si el líder de la gestora que convocó las primarias de 2016, el asturiano Javier Fernández, hubiera seguido al frente del partido, no dejan de ser una especulación; pero demuestran que otro PSOE sigue siendo posible, si Sánchez pierde las próximas elecciones generales.

Queda un año en el que todas las ventajas van a estar del lado del presidente, tanto por su meritoria e innegable proyección internacional como por la envergadura de su maquinaria política y mediática. Viendo este miércoles a Feijóo, rodeado de las viejas glorias del marianismo zurcidas por las cicatrices de los escándalos, asistiendo en primera fila a los monólogos humorísticos del propio Rajoy y de González Pons sobre su ingeniosa novela de muertos vivientes en el Congreso y vampiros en el hemiciclo, era imposible no sentir compasión por el jefe de la oposición.

El agit-prop de Moncloa sabe a dónde apunta y no pasa un solo día sin que algún votante potencial del PP no comente que Feijóo le está decepcionando, que no es tan bueno como se creía, que le falta equipo, que Madrid no es Galicia o que no tiene empatía. Yo les contesto con el chiste del caballo –“Tú sigue hablando mal de él… y a ver cómo lo vendes”-. Les recuerdo que a Aznar le llamaban “Charlotín” y a Zapatero, “Bambi”. Y resumo que el peor puesto de trabajo de la vida pública es el de jefe de la oposición.

Si a Feijóo le preguntaran, como al cardenal Cisneros, dónde están sus cañones, no tendría nada qué mostrar. Hasta el más humilde alcalde de pueblo tiene funcionarios en nómina y una radio local en el bolsillo. Feijóo es un general sin condottieri: sólo cuenta con las mesnadas que le presten sus barones autonómicos.

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A falta de poder fáctico, el inquilino de Génova dispone sin embargo de un resorte formidable: el botón del cambio. O sea, la capacidad de ilusionar a la ciudadanía tocando la tecla de la promesa de un futuro nuevo y mejor. Algo valioso en cualquier momento, pero magnético en tiempos de crisis.

La ecuación es bien sencilla: cuanto peor haga Sánchez su trabajo, menos dosis de entusiasmo necesitará desplegar Feijóo. Así entró Rajoy en la ciudad abandonada por el PSOE de los ajustes de caballo tras la catarsis de mayo de 2010.

Pero ese no va a ser el caso. La economía no va a echar a Sánchez de la Moncloa, al menos en 2023. Sin embargo, tiene otro talón de Aquiles, el de las relaciones peligrosas, el de los compañeros de viaje indeseables, que Feijóo puede perforar a nada que tense el arco y coloque la flecha en el corazón de la serendipia que toque en cada momento. Y la actual es de aurora boreal.

Cuando el presidente dice que pasará a la Historia por haber exhumado a Franco, se está refiriendo en realidad a las “historias de la Historia”, aquel género menor que con tanto vigor anecdótico y foco en la extravagancia inesperada cultivaba el recordado Carlos Fisas. Y en ese terreno atrabiliario, cuando alguien pregunte qué rey, regente, dictador o gobernante democrático tuvo la ministra más incompetente, obcecada y accipítrida que recuerdan los anales y se empecinó en mantenerla contra todos los vientos y mareas suscitados por sus propios desafueros, el Pedro Sánchez que va a ser incapaz de inhumar políticamente a Irene Montero, dejando impune su nefasta ley del “sí es sí” y bailándole el agua de la autodeterminación de género, se llevará sin duda la palma.

Por eso los partidos políticos van en el furgón de cola de la confianza de los españoles: porque la aritmética parlamentaria te permite -e incluso te aconseja- perseguir a Franco en el Valhalla del más allá con Irene Montero pegada a tus narices en el banco azul del más acá. Menudo chollo electoral para Feijóo.

Pedro J. Ramírez, director de El Español.

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