Por favor, más respeto al Supremo

“El Tribunal Supremo, con jurisdicción en toda España, es el órgano jurisdiccional superior en todos los órdenes, salvo lo dispuesto en materia de garantías constitucionales”. (Artículo 123.1 de la Constitución Española).

¿Qué ha pasado para que un tribunal regional alemán cuestione la solicitud de entrega de un ciudadano a quien el Tribunal Supremo de España reclama para ser juzgado? ¿Qué explicación tiene que la ministra de Justicia de Alemania declare públicamente que esa decisión de los jueces alemanes es la correcta? ¿Es sensato hablar de que los procesados por delitos de rebelión y malversación son presos políticos?

¿Qué hacer ante el acoso que, por cumplir con su deber, sufre el magistrado español que instruye la causa? ¿Es razonable que la mesa del parlamento de Cataluña interponga contra él una querella por prevaricación? ¿A qué viene que un ministro del Gobierno enmiende la plana al juez del Supremo y sostenga que el delito de malversación no existe? ¿Acaso estamos ante la profecía, a menudo anunciada por los pesimistas, de la crisis del Estado de Derecho?

Esta ristra de preguntas viene a cuento de lo que durante los últimos meses y días está sucediendo en el proceso judicial seguido contra los responsables del desafío separatista catalán y que producen en los ciudadanos de a pie, al menos en mí, estupor y rechazo, a partes iguales. Para empezar, sobra decir que todo trae causa de hechos criminales que no sólo son reprobables por sí mismos, sino que, además, es necesario enjuiciar y, en su caso, castigar. Los hechos son claros y están a la vista de quien quiera verlos. Lo que los independentistas procesados pretendieron fue derogar la Constitución y el Estatuto y sustituir una y otro por leyes sediciosas votadas a su manera. A partir de ahí, en el ámbito procesal y extraprocesal se están desencadenando actuaciones respecto a las cuales no cabe la resignación ni el silencio.

Con la inquietud y el afán por la verdad como únicos móviles, me permito analizar y lamentar los hechos siguientes, que, a mi entender, constituyen los principales puntos de las interrogantes planteadas.

1. Me parece lamentable que un tribunal regional alemán –para más señas, la Sección Penal de la Audiencia Territorial de Schleswig-Holstein– ponga en cuestión una orden de detención y entrega, librada por el Tribunal Supremo de España, lo mismo que me lo parecería si hubiera sido al revés, y que lo haga con el argumento de que “los actos violentos producidos el día de la votación no fueron suficientes para presionar al Gobierno de tal modo que éste se viera forzado a capitular ante las exigencias de los violentos (…)”.

Que los jueces Martin Probst, Matthias Hohman y Matthias Schieman afirmen que no encuentran en el alzamiento catalán un delito equivalente a la alta traición “alemana” porque los rebeldes no doblegaron al Estado, es jurídicamente inaceptable. Pues claro que no lo doblegaron. Ni falta que hacía. Con ese razonamiento, tampoco la violencia de los rebeldes el 23-F fue suficiente para que el Estado capitulara ante sus exigencias. Sin embargo, nadie puso en duda y menos que nadie el Tribunal Supremo en la sentencia de 22 de abril de 1983, que lo ocurrido aquel día fuera un golpe de Estado, pues, al fin y al cabo, el delito de rebelión, por ser de mera actividad, se consuma aunque los rebeldes no consigan los objetivos o fines pretendidos.

Lo explica perfectamente el auto de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, del pasado 18 de abril, que desestima el recurso de apelación interpuesto por el procesado Jordi Sánchez contra la decisión del Instructor de mantenerlo en prisión provisional y denegarle el permiso solicitado para acudir a una sesión de investidura a celebrar en el Parlamento catalán. Tras rechazar la comparación que los jueces alemanes hacen entre el proceso separatista catalán y el del líder ecologista Alexander Schubart, procesado por haber dirigido en noviembre de 1981 una manifestación en el aeropuerto de Frankfurt con el fin de presionar al Parlamento para evitar la construcción de una nueva pista de aterrizaje, los magistrados señores Colmenero, Monterde y Jorge Barreiro, además de otros particulares, hacen saber a sus señorías alemanas: a) que“como era totalmente previsible e inevitable hubo violencia y hubo enfrentamientos físicos”; b) que lo realmente sucedido en el grave proceso secesionista es que “después de más de dos años dedicados a laminar el ordenamiento jurídico estatal y autonómico y oponerse frontalmente al cumplimiento de sentencias básicas del Tribunal Constitucional, se culminaba el proceso secesionista (…) poniendo a las masas en la calle para que votaran en un referéndum inconstitucional oponiéndose a la fuerza legítima del Estado”; y c) que “si los hechos que se han venido cometiendo en España se hubieran perpetrado en un Land de Alemania, con los mismos factores de evolución, tiempo y resultado, no parece muy factible que todo ello se saldara con una sentencia condenatoria meramente simbólica”, como ellos dicen.

No cabe duda que en el llamado procés hubo violencia. Ahí están los indiscutibles actos de fuerza, la destrucción de vehículos policiales, la ocupación ilegal de carreteras, la obstaculización de vías férreas, las amenazas e intimidaciones contra personas, partidos y asociaciones rivales. O sea, que se violó la ley de forma sistemática para imponer a la ciudadanía, desde la calle y desde las instituciones, una secesión unilateral, ilegal y obligatoria. Ni el tribunal alemán ni la propaganda independentista pueden cambiar estos hechos que tienen categoría de probados y forman parte de la historia de los españoles y de su empeño por defender la democracia. Ley y democracia son conceptos fungibles. La ley es la expresión de la voluntad popular. Los políticos pueden cambiarla, pero violarla, no.

Lo escribió con mano maestra el profesor Gimbernat en su tribuna de EL MUNDO del lunes 16 de abril, donde después de practicar la “autopsia” al auto del tribunal alemán, al que viene a calificar de poco limpio por trocear a capricho la sentencia de 23/11/1983 del Tribunal Supremo Federal Alemán, e invocar el Preámbulo de la Decisión Marco 2002/584/JAI, de 13 de junio, del Consejo, relativa a la Orden de Detención Europea y a los Procedimientos de Entrega entre los Estados Miembros y la vigente Ley 23/2014, de 20 de noviembre, de Reconocimiento Mutuo de las Resoluciones Penales en la Unión Europea, lamenta “que tres magistrados regionales alemanes se atrevan a pedir información complementaria a todo un magistrado del Tribunal Supremo de España, que, con dedicación exclusiva, ha estado instruyendo la causa durante muchos meses”, actitud que le parece, “para decirlo suavemente, una falta de respeto, incompatible con el grado de confianza entre Estados Miembros”.

Y es que, a diferencia de la extradición, que es un expresión de la soberanía del Estado (artículo 13.3 CE), la Orden de Detención y Entrega (OEDE) o euroorden, es una institución puramente europea que despliega sus efectos en territorio como consecuencia de la cesión de soberanía a favor de las instituciones europeas. Lo dice nuestro Tribunal Constitucional en la sentencia 13/02/2014, recaída en el caso Melloni, al afirmar que “se está ante una materia en la que opera la cesión constitucional de soberanía”, lo cual viene a coincidir con lo dispuesto en el artículo 82.1. del Tratado de la Unión al establecer que “la cooperación judicial en materia penal en la Unión se basará en el principio de reconocimiento mutuo de las sentencias y de las resoluciones judiciales”.

Como la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional declaró en el auto 68/2014, de 18 de septiembre, “la orden europea obedece a la creación de una verdadera comunidad de Derecho que también se denomina espacio judicial europeo”.

Esperemos que las aguas vuelvan a su cauce y que, sin necesidad de acudir al Tribunal de Justicia de la Unión Europea, con sede en Luxemburgo, el tribunal alemán rectifique y evitemos que se reproduzca el episodio ocurrido en el año 2005 cuando el Pleno de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, ante la decisión insólita de la justicia alemana de no entregar a España a un sospechoso de dirigir las finanzas de Al Qaeda en España, decidió aplicar rigurosamente el principio de reciprocidad y tramitar como extradiciones las más de 14 órdenes europeas pendientes emitidas por ese país y despacharlas en clave política.

2. Tan lamentable como el propio auto e incluso más, es que acto seguido a su pronunciamiento y firma, la ministra de Justicia alemana, de nombre Katarina Barley y que, para más datos, fue juez de la Audiencia Provincial de Trier, manifestase en rueda de prensa que la decisión era “absolutamente correcta y esperada” y que, “a partir de ahora, Puigdemont vivirá libre en un país libre” en clara referencia a Alemania e implícita alusión a España, lo que supuso una intromisión política en un asunto judicial e infringió el principio fundamental de la separación de poderes en un Estado de Derecho.

O que un diputado alemán, un tal Rolf Mützenich, llegara a comparar al Poder Judicialespañol con el turco. Torpes e intolerables declaraciones que, a parte de la negligencia con que el Gobierno español ha “gestionado el golpe”, han servido para aumentar la tensión entre ambos países y dar alas y envalentonar a los separatistas, procesados o no. Nótese que el comentario de la señora Barley vino reforzar el discurso victimista del independentismo, difundido por los altavoces de medios de comunicación españoles y alemanes –véase el diario Suddeutsche Zeitung–, empeñados en refrendar la tesis de que España y sus instituciones siguen ancladas en el franquismo.

A la ministra alemana y a quienes piensan como ella, habría que recordarles que en los meses de septiembre y octubre de 2017, Cataluña vivió una pesadilla y se bordeo el enfrentamiento civil. También que fue el 27 de octubre, después de ese referéndum fraudulento y la declaración unilateral de independencia del Parlamento catalán cuando el Gobierno de España aplicó el artículo 155 de la Constitución que es clónico del 37 de la Constitución alemana o Ley Fundamental para la República Federal de Alemania: “Si un Land no cumpliere los deberes federales de la Ley Fundamental u otra ley federal le imponga, el Gobierno Federal, con aprobación del Bundesrat, podrá adoptar las medidas necesarias para obligar al Land al cumplimiento de dichos deberes por vía coactiva federal”.

Por cierto, puestos a evocar, quizá no sobre traer a colación que la unidad de territorio alemán es inviolable, que la Constitución germana no permite bajo concepto alguno la sedición de un Estado federado y que el Tribunal Constitucional alemán, en diciembre de 2016, ni siquiera admitió a trámite un recurso de amparo interpuesto por el Partido de Baviera que pretendía celebrar un referéndum territorial sobre la separación de este Land de la República Federal de Alemania.

3. Más que lamentar, ofende a no pocos y a la memoria de otros tantos que sí lo fueron, oír y leer que los procesados en prisión preventiva son presos políticos. No. Independientemente de las posiciones que cada uno tenga del instituto de la prisión provisional –jamás oculté la mía–, quienes se encuentran en esa situación procesal personal, lo están por decisión del Instructor de la causa, confirmada por la Sala de Apelación del TS, y por concurrir en ellos indicios racionales de muy graves delitos cometidos en el ejercicio de sus cargos políticos. Dicho en lenguaje paladino, que los políticos también delinquen y que cuando lo hacen, si un tribunal lo decide, su sitio, sea como medida cautelar, sea por sentencia firme, es un centro penitenciario.

4. No menor perplejidad y lamento produce la intervención del ministro de Hacienda, señor Montoro, al terciar en la delicada situación que atraviesa el proceso judicial con unas declaraciones que, como mínimo, merecen ser tachadas de imprudentes y, desde luego, irrespetuosas con el Tribunal Supremo.

No de otro modo puede calificarse negar que en el comportamiento de los procesados con ocasión del referéndum ilegal, concurren indicios racionales de criminalidad de un delito de malversación de caudales públicos tipificado en el artículo 432 del Código Penal, cuando la Abogacía del Estado está personada en la causa como acusación particular y lo está por orden expresa del subsecretario del Ministerio de Hacienda y sobre todo, cuando el magistrado Instructor, el señor Llarena relata los hechos y define el delito en el meticuloso y ponderado auto de procesamiento.

Aparte de la perturbación que sus palabras han producido en el procedimiento judicial y del desprecio que semejante salida de tono supone para el Tribunal Supremo, es obvio que, con su interferencia, el señor Montoro ha ofrecido a los acusados un socorrido argumento de defensa frente a un delito que, por la cuantía de lo malversado y tras la reforma de la Ley Orgánica 1/2015, de 30 de marzo, puede ser castigado hasta con 12 años de prisión. Habrá que estar a las explicaciones que el irreflexivo y locuaz señor ministro ofrezca en ese informe que el magistrado señor Llarena le ha solicitado que presente por escrito, evitando así el privilegio que al señor Montoro, por razón de su cargo, le otorga el artículo 412.2.1º de la Ley de Enjuiciamiento Criminal.

También en este supuesto, es de esperar que las cosas vuelvan al sitio de donde nunca debieron salir y que quienes ocupan y ejercen cargos públicos de enorme relevancia prueben a desempeñarlos de manera rigurosa y ejemplar. Seguro que el ciudadano medio agradecería que en la vida pública española se recuperase el sentido de la responsabilidad, algo que escasea en los últimos tiempos.

5. Finalmente, indignación, más que lamento, produce contemplar el acoso que sufren los jueces y magistrados encargados de investigar el alzamiento secesionista. Desde los insultos hasta las amenazas, entre las que incluyo las querellas por prevaricación, como esa última interpuesta por el Parlamento catalán contra el magistrado don Pablo Llarena –antes contra la magistrada doña Carmen Lamela– y que, aparte de merecer un rechazo de plano, lo único que pretenden es poner a los querellados en la picota de una opinión pública insensata y vociferante y crear una causa de recusación basada en el artículo 219.4º de la Ley Orgánica del Poder Judicial y que, por artificial, jamás puede prosperar.

Al respecto y aunque llegue tarde, me permito aconsejar al señor Torrent y a quienes siguieron su propuesta, que nunca debieron comportarse del modo que lo han hecho, pues eso implicó reconocer que con las resoluciones del Tribunal Supremo hacen lo que les sale por las cinco espitas del cuerpo.

En cualquier caso, convendría saber de una puñetera vez –dado el asunto, escribir puñetas viene al pelo– y para no perdernos en el laberinto cuyos vericuetos muchos ignoran, que negar legitimidad al Tribunal Supremo puede ser un aliciente propio de políticos de tres al cuarto o afición de leguleyos, rábulas, tinterillos y zurupetos, que de todo hay en la viña del Señor, pero en ningún caso forma adecuada para la construcción de algo tan importante como el Estado de Derecho y de Justicia. Pensándolo bien y aunque el asunto sea grave, ya se sabe que a los enfermos de verborragia, la pasión, en lugar de ayudar, sirve para cegar sus mentes y torcer sus juicios.

En fin, lo importante es que en este asunto el Tribunal Supremo, al igual que otros juzgados y tribunales, están dando un gran ejemplo frente a las ofensas recibidas. Sus magistrados saben que la función de juzgar es pasto propicio para los desmanes y desahogos de justicieros y que el oficio es una servidumbre que hay que llevar con resignada compostura. El hombre ecuánime y sereno saber perdonar a sus ofensores, como sabe que la mayor venganza del sabio es olvidar el agravio.

Javier Gómez de Liaño es abogado, juez en excedencia y consejero de EL ESPAÑOL

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