Por favor, no caigan en la tentación

En una manifestación por la defensa de los derechos del pueblo palestino, un grupo de árabes comienza a corear el nombre de Alá. Entonces uno de los amigos que me acompaña dice: “Son unos fundamentalistas radicales”. Seguramente no dijo salvajes, primitivos y/o descerebrados por deferencia a mí. Aunque me dolió el comentario, creo que dio en el clavo.

Dio en el clavo porque vi cual era uno de los motivos de la relativamente baja participación comparada con protestas relacionadas con el mundo árabe en otros tiempos. Y me empujó a elevar mi voz más allá de las charlas en petit comité.

La primera alusión religiosa en toda esta historia viene del lado conocido habitualmente como demócrata-civilizado. Los judíos de media Europa eran aniquilados en las cámaras de gas. Para escapar de la persecución, diferentes Gobiernos ofrecieron parte de sus tierras (Argentina o la actual Kenia, bajo mandato británico).

Estas y otras propuestas fueron estudiadas y debatidas, pero los dirigentes del movimiento sionista tenían clara su postura: ya Dios había dado la solución a Abraham, y su tierra prometida estaba en Palestina. (Hablando de cerrazón religiosa, no queda claro cuán racional sea determinar dónde situar un Estado en función de designios divinos).

Por su parte, los movimientos violentos nacidos en esa época —mediados del siglo XX— en el mundo árabe y/o musulmán tuvieron su origen en la colonización europea y se articularon en forma de lucha de liberación de la potencia opresora, más que como un medio de reinstaurar o universalizar el Islam (incluso existiendo el transfondo teórico para ello, como escribió Abul Ala Maududi en su libro La Yihad en el islam, 1939). De hecho, los gobiernos nacionales procedentes de aquellos movimientos independentistas han resultado ser, en su mayoría, prooccidentales, manteniendo la influencia de los ordenamientos jurídicos de los entonces Estados colonizadores en sus propios Derechos. Incluso el movimiento global panarabista, liderado por el entonces presidente egipcio Gamal Abdel Nasser, tenía un trasfondo marxista-socialista al margen de la religión.

En aquel tiempo las mujeres palestinas —cuenta mi padre— llevaban falda por encima de la rodilla. En las fotos de mi familia que, durante mi niñez y adolescencia, fueron llegando a España desde Canadá, EE UU, Alemania, Bulgaria, la península arábiga o Jordania no aparece un solo velo islámico.

Los movimientos islamistas surgen tras ver pasar los días, los meses, los años y las ocasiones para solventar la situación que se encuentra en la base del sentimiento de injusticia de la mayor parte de la población musulmana, y también no musulmana, del planeta. No obstante, es interesante comprobar que, pese a defender, al menos verbalmente, su causa, los pueblos oprimidos no se han identificado en masa con Al Qaeda, y ello aunque su manera de hacer frente a las situaciones de ocupación se haya recrudecido, adquiriendo tintes islamistas, violentos y terroristas.

En Gaza gobierna actualmente Hamás, organización elegida en las urnas en 2006, lo que responde más a un cúmulo de factores relacionados con una corrupción insostenible y al hartazgo y la frustración que tienen su origen en la política infructuosa de los dirigentes de Al Fatah que a una radicalización del islam en la región. Los objetivos de su brazo armado no pasan de ser —al menos de momento— los propios de la lucha de liberación. Por favor, no se confundan: el conflicto palestino israelí no es —al menos no en primera instancia— una pugna religiosa; es una pugna por la tierra. Más allá de ello, al margen del poco o mucho aprecio que puedan despertar sus postulados y sus métodos para ganar adeptos, esta clase de organizaciones cuentan con un entramado social de apoyo a las familias que carecen, fundamentalmente en Gaza, de todo lo que recuerda a una vida digna, lo que contribuye a despertar el apoyo y la simpatía de la población.

Por otra parte, la hipocresía, la dejación, incluso el apoyo soterrado de las potencias occidentales ante una situación de flagrante injusticia que cumple ya 67 años influye en que amplios sectores del pueblo palestino encuentren refugio en la religión como esperanza, como consuelo, como símbolo de identidad. Pero esas mismas potencias se echaron las manos a la cabeza... y la UE cortó la financiación.

Al otro lado del cuadrilátero, Netanyahu y Sharon, ambos igual o más radicales que los dirigentes de Hamás, pero con más medios y un larguísimo historial de muertes palestinas a sus espaldas, ostentaron el cargo de primer ministro en varias ocasiones y a nadie le pareció escandaloso. Ello no tuvo consecuencias económicas ni de otro tipo. Al fin y al cabo, Israel es un Estado democrático con solera que tiene un servicio de espionaje que opera como ejecutor extrajudicial, mantiene a menores en prisión y a detenidos sin juicio —secuestrados, en lenguaje vulgar, y técnico—, contempla la cadena perpetua para niños y mayores, y emplea la tortura como forma habitual de obtener informaciones, como se cansan de denunciar las organizaciones que trabajan en la zona.

En Palestina hay radicalismo: se matan civiles y se gritan consignas a la par que se queman banderas en el nombre de Alá ante las cámaras de televisión, sí. Y cuanto más se siga protegiendo la seguridad y luchando contra el terrorismo por la vía del castigo colectivo, la muerte, la venganza, la infracción de las más básicas norma de humanidad, y la injusticia, más habrá. Creo que a nadie se le escapa que tras las declaraciones programáticas se esconden muchos intereses e intenciones sobre los que los analistas ya se han expresado bastante.

Hace ya muchas primaveras que, en las fotos de familia, mis primas aparecen cubiertas. Hace ya mucho tiempo que la única forma de hacer visible la situación de abuso permanente es a través de los muertos. Hace ya demasiados años que los jóvenes sienten que no tienen nada que perder, y sí algo que ganar, si se inmolan: el yanna, el paraíso, y una exigua pensión para su familia.

El reconocimiento de las causas no es, por tanto, solo deseable, e incluso necesario, a efectos de analizar el fenómeno y ofrecer mecanismos adecuados para su contención; tal reconocimiento —y el trabajo sobre este aspecto— es lo único que puede generar cambios y avances, lo que jamás podrá conseguirse (exclusivamente) con el castigo, por más que las tendencias políticas y jurídicas de los últimos tiempos ahonden en su consideración de panacea y recurso de prima (y prácticamente única) ratio.

Pienso y escribo esto en el AVE Madrid-Barcelona, congelada por el aire acondicionado en mis pantalones cortos y mi camiseta de tirantes. No me identifico con ningún credo ni religión. Bailo salsa. Soy doctora en leyes. Y también soy palestina. Igual que los miles de palestinos cristianos que sufren los mismos problemas que sus vecinos musulmanes. Igual que los niños que mueren por bombas del ejército israelí dirigidas contra ellos mientras juegan en la playa. Igual que los millones de hermanos, en Palestina, en Israel o fuera de ambos, creyentes o no, que lo que más desean en este mundo es vivir en paz.

Por favor, no caigan en la tentación de meternos a todos en el mismo saco junto con Osama Bin Laden, o junto a la casta del sionismo más recalcitrante que gobierna hoy en Israel.

Muchas gracias.

Yamila Fakhouri es profesora de Derecho Penal, especializada en Derecho penal internacional, y escritora.

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