Por imperativo legal, perdonamos

Querido J:

Maite Pagaza es una mujer admirable. Te lo he dicho y escrito decenas de veces. Las razones son múltiples, pero ahora sobresale una: ha conseguido que su condición de víctima del terrorismo sea marginal. En el espacio público Maite Pagaza ya no es la dama consorte de la muerte, sino una mujer intelectualmente enfrentada al complejo asunto moral de la convivencia entre asesinos y víctimas en el próximo País Vasco. Entre sus últimos trabajos, como presidenta de la Fundación de Víctimas del Terrorismo, está un documental que se presentó el miércoles en Madrid. El 27 de marzo de 2011, nueve personas se reunieron para debatir el Documento de la Justicia que la Fundación había elaborado semanas antes. El encuentro fue filmado íntegramente. Manifiesto para un final se llama. Extremadamente sobrio y de gran interés. La asociación quiere organizar proyecciones en toda España y tejer una trama de debates. Para pellizcar el músculo moral de la sociedad española. Será necesario. El Estado ha derrotado a ETA. Ahora habrá que escribir la crónica. Yo recomiendo consultar a los franquistas, si queda alguno, porque entienden mucho de este asunto; ellos que ganaron la guerra pero permitieron que sus enemigos la escribieran.

Como puedes imaginar, en el documental se atropellan los asuntos graves. Aunque tengo debilidad por el perdón. Debe de ser algo constitutivo, porque no sé perdonar y uno aprecia siempre lo que no tiene. No conozco el perdón ni el rencor. Yo sólo olvido, con una facilidad líquida. Más de una vez me he descubierto saludando, y hasta con efusión, a un sinvergüenza que me hizo víctima en el pasado de alguna mala jugada. Pero el pasado lo he evocado ya en la escalera, en espíritu, alejado el cuerpo. Y sé que mis violentas maldiciones de autorreproche tampoco durarán mucho tiempo. Disculpa estas expansiones: me intriga la gente que recuerda y perdona. En el documental hay un momento de gran trascendencia sobre el perdón. Lo protagoniza Antonio Recio. Te transcribo lo que dice: «La firma del papel [se refiere al documento que puede cambiar el régimen penitenciario de un etarra] puede ser por imperativo legal. Esto os puede sonar a risa y a ficción, pero ya se ha producido. Hace menos de dos meses un etarra, cuando se pone delante de un papel, delante de la Junta de Vigilancia Penitenciaria, dice que pide perdón a las víctimas y se separa de la banda, por imperativo legal. Hombre... Obviamente, la Junta de Vigilancia Penitenciaria no le concedió el grado. Pero es que tuvo el valor de hacerlo».

Humm...

El imperativo legal. Recuerdo los años en que los dirigentes de Batasuna acataban la Constitución por imperativo legal para tomar posesión del escaño. Mucha gente vio aquello como una claudicación. Yo también, pero de los abertzales. La medida política más importante que tomó el Estado de Derecho, y la que, con el apoyo constante y eficaz de la Policía, ha conducido a la derrota terrorista, fue la ilegalización de Batasuna. Es decir, un imperativo legal. Aparentemente, sólo hay hipocresía en el etarra que pronuncia su extraño perdón ante las autoridades de la cárcel. Parece estar diciéndoles: ni me arrepiento ni dejo la banda. Descartemos, por irrelevante y caduco, el segundo supuesto: ya no hay banda. Pero, ¿cómo demostrar que es verdad lo que está diciendo? Es decir, ¿cómo demostrar que ha tomado su decisión por imperativo legal, precisamente, y no por miedo, cansancio, lujuria, hambre de comodidades o interés en ser padre? Inútil, incluso, sería argumentar que su hipocresía se demuestra «por lo que dice». Porque eso sería atribuir a lo que dice, y en toda circunstancia, un carácter indiscutible. Sería aceptar que cualquier etarra que diga «me arrepiento» está diciendo la verdad, y ahí tiene la puerta abierta esperándole.

Pero es que la verdad, esa verdad íntima e infalible a la que parece querer acceder Recio, no importa. Para nada importa el sucio corazón de un etarra. Lo que nos importa es la inclinación de cabeza ante la autoridad. Humillar es un verbo castellano y taurino. «Yo me arrepiento», deberán decirlo. Se les puede imponer, incluso, las cuatro palabras justas que deberán decir. Y ni una coma de más ni de menos. Las dirán, no hay cuidado. Es posible que, como las criaturas felonas, crucen los dedos por detrás al decirlas. En mi época, los felones llegaban hasta el extremo de presentar encima de la mesa sus 10 dedos rectos mientras proclamaban. Luego salían y te confesaban a la oreja, derrotados y patéticos, que tenían los pelos (incipientes) de los cojones cruzados. Allá ellos: el Estado no entiende de supersticiones. Una banda derrotada y arrepentida por imperativo legal. Si hubiera banda, aún se podría probar de algún modo fáctico el arrepentimiento. La manera más usual ha sido siempre la colaboración con la policía. Pero ya no hay nada que delatar. Ya no se trata de un abandono individual, sino de un derrumbe colectivo. Ahora ya sabemos lo que significaba aquello del derecho de autodeterminación. Olvidamos muy pronto. Yo, el primero, ya te he dicho. Hace muy poco tiempo parecía por completo inconcebible que ETA abandonara definitivamente las armas sin la expectativa concreta de un referéndum. Estábamos gozosamente confundidos: el derecho de autodeterminación sólo significaba el derecho de cada uno de los presos a optar por el arrepentimiento. El título maravilloso y profético de aquel libro de Aranzadi, Juaristi y Unzueta: Auto de terminación. En efecto.

Hay algo más. Nos afecta a nosotros, esta persona del verbo que hay que administrar con tanta homeopatía. Hace algún tiempo escribí que lo peor de exigir el perdón a los etarras es que habríamos de dárselo. Porque, en efecto, no se concibe una circunstancia de penitencia unilateral, no correspondida. No sé qué opinarán las víctimas que aparecían en el documental de mi querida Pagaza. Víctimas hay de muchos pareceres. Es esta humanidad plural la que las diferencia, y muy precisamente, de sus asesinos. Yo me atrevo a pedirle a Antonio Recio que revise la jurisprudencia del perdón. Sobre todo para que las víctimas españolas, como hicieron desde el primer muerto, puedan seguir acogiéndose cada día del resto de sus vidas al imperativo legal. Y que así, desde su más estricta observancia, perdonen. Las que puedan perdonar y las que no.

Sigue con salud

A.

Arcadi Espada

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