Por Jaime Gil de Biedma

Para Juan Marsé, en el día de su aniversario

Un gran poeta hace el camino muy difícil a sus seguidores. Lo decía a menudo Jaime Gil de Biedma a propósito de T. S. Eliot, pero es una idea que puede aplicarse perfectamente a su caso, sobre todo si examinamos, a los 25 años de su muerte, el favor popular de su obra y también la banalidad a la que se ha venido sometiendo su figura en los últimos tiempos, gracias a una explotación viciosa de su intimidad y al contagio de los aspectos más superficiales de su poesía.

La obra de Gil de Biedma ha sido objeto de un malentendido propiciado por la virtud de su transparencia, a menudo confundida con la facilidad, como si fuera poco más que un cantautor sin guitarra, cuando, en realidad, él se preocupó por distinguir muy nítidamente entre poesía lírica, efectivamente cantabile, y poesía meditativa. Y si bien demostró su virtuosismo en ambas maneras, lo verdaderamente destacable de su contribución estriba en la reflexión. Eso y no otra cosa es la poesía de la experiencia, la asunción arriesgada de lo que es la literatura a partir del romanticismo, cuando se liquida una convención sacra de la naturaleza y se descubre la primacía de la experiencia averiguada por la voz que habla en el poema, una experiencia que, de hecho, ya no puede ser cantada sino sólo pensada.

Para ello, Gil de Biedma llevó a cabo una relectura crítica de su tradición cuya envergadura sólo es comparable a lo que hizo Juan Benet con la novela o a la atención prestada por José Ángel Valente a otras ramas de la poesía europea. Básicamente, y siguiendo los pasos de Cernuda, terminó con esa creencia tan española según la cual la modernidad es un consulado in partibus infidelium del simbolismo francés, atreviéndose a reconocer en el romanticismo —inglés, en su caso— la verdadera fuente, algo que suponía, en primer lugar, detectar el vacío romántico en la poesía hispánica y rescatar sus escasos esfuerzos en ese ámbito. Por eso quiso revalorizar a Espronceda y estudió incluso el Martín Fierro, buscando un habla distinta que fuera capaz de impostar voces, personas, insertándose en una poesía evidentemente dramática e inventado una melodía verbal que siempre suena exactamente a lo que dice. Es una pena que como crítico —su prosa, su coraje y su capacidad analítica son ejemplares— no pudiera escribir más, que no le dedicara, por ejemplo, un ensayo al Don Juan de Byron (qué maravilla hubiera sido), el poema en el que siempre quiso reflejarse y del que tantas cosas aprovechó.

En los últimos tiempos hemos visto cómo los aspectos más morbosos de su biografía, como su homosexualidad, han intentado rentabilizarse de una manera indigna, cuando en realidad no tienen, con respecto a su obra, ninguna importancia. Gil de Biedma no es un poeta gay, como lo es Kavafis, sino que propone una meditación acerca de la experiencia amorosa en toda su problemática humana, sin enfatizar los gustos del personaje que ama. En este aspecto, muestra también su deuda con T. S. Eliot, cuya maestría técnica atendió persiguiendo ese vaivén entre lo lírico y lo especulativo que conforma la arquitectura de los Cuatro cuartetos y donde tanta importancia tienen también los silencios y las pausas de la ambigüedad.

Como poeta, Jaime Gil de Biedma tuvo la cortesía de escribir muy poco, pero se esforzó para que cada poema aspirara a la perfección, una generosidad muy rara por la que debemos estarle profundamente agradecidos. Moralidades (1966) es un libro donde exhibe todo su esplendor, experimenta con la métrica, demuestra un sentido de la composición muy raro en este país —y solo igualado por Claudio Rodríguez—, dialoga con la sociedad (merece la pena releer algunos de sus poemas políticos, como “Noche triste de octubre”, que la crisis ha revitalizado), complica su obsesión por el paso del tiempo, celebra la vida sensual como nadie ha sabido hacerlo y arriesga un intento de salvación a través de la poesía que, por supuesto, fracasa. Una vez despedida la juventud y con ella la ilusión de felicidad, ya no quiso averiguar nada más y en Poemas póstumos (1968) mató a su personaje y se dedicó a alumbrar su espectralidad. En muchos aspectos, ese último libro cuenta la imposibilidad de fundar una casa, de asentarse en otra edad, de establecer otra relación con el mundo que se salda con una pura negación, de ahí que en sus poemas finales, los más intensos, perfectos y sobrecogedores que jamás escribió, el tono suene a ultratumba, llegando incluso a inventarse, en “De senectute”, la voz de un hombre de 80 años, una vejez que no vivió pero que supo imaginar con desoladora exactitud.

Un cuarto de siglo después de su muerte, Jaime Gil de Biedma parece rondarnos para decirnos todavía: ripeness is all, la madurez, estar preparados, lo es todo, rememorando unas de las escasas obsesiones personales de Shakespeare —tan presente, sin que se note, en toda su obra— y que W. H. Auden glosó en El mar y el espejo, otro poema sobre el que tampoco sabemos por qué no se decidió a escribir un ensayo. De ahí sacó, por cierto, el verso con el que quiso despedirse y que, con un eco de la muerte de Hamlet, viene a contestar, ahora que lo pienso, esa absurda pregunta: all the rest is silence, todo el resto es silencio.

Andreu Jaume es crítico y editor.

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