Por la concordia

A finales de 2017 fracasó el intento de las fuerzas independentistas de liquidar la Constitución española y el Estatuto de Autonomía de Catalunya en su pretensión de declarar la independencia y de crear una república catalana. Muchos habíamos advertido del sinsentido de quebrar la legalidad en una vía unilateral destinada al fracaso. Los independentistas, quizá convencidos de que su causa concitaba el apoyo de una gran mayoría, olvidaron los obstáculos y los riesgos de una deriva unilateral e ilegal. Y olvidaron también que con su actuación destruían los pactos escritos y no escritos sobre los que se asentaba el progreso de nuestro país, y se quebraban los grandes consensos sobre los que se construyó el autogobierno de Catalunya.

Se ha especulado mucho sobre qué concepto resume mejor los efectos de esa deriva rupturista en la propia sociedad catalana. División, fragmentación, ruptura, enfrentamiento, han sido algunos de los términos utilizados para describir el efecto del referéndum ilegal y la posterior Declaración Unilateral de Independencia. Seguramente hay un mayor consenso sobre el objetivo que debemos proponernos para superar el trauma de 2017, un objetivo que no puede ser otro que el de la concordia. Concordia entre los catalanes, y concordia entre los catalanes y el resto de los españoles.

Concordia significa acuerdo, armonía entre las personas. Un acuerdo, una armonía, de corazón, es decir, de sentimiento. El acuerdo deberá llegar a través de un proceso de diálogo, de negociación, de pacto. E implica también un retorno a la política, al cauce natural para la resolución de conflictos. Fue un fracaso de la política lo que condujo al desastre, y solo el regreso a la política podrá enderezar el entuerto. Pero el diálogo, para que se pueda iniciar y sea fructífero, requiere del mutuo reconocimiento de las partes y del esfuerzo sincero para cerrar heridas.

El independentismo debe reconocer que no representa al conjunto de la sociedad catalana, y que no se podrá avanzar de forma sólida en el acuerdo entre las instituciones catalanas y españolas sin acreditar previamente un amplio consenso entre los catalanes para fijar objetivos políticos compartidos por una gran mayoría.

Y todos debemos aceptar que facilitar el diálogo requiere cerrar heridas como las que han supuesto las largas penas de prisión a los más destacados dirigentes independentistas. Esa es la cuestión que se pretende afrontar a través de medidas de gracia como los indultos.

Nadie puede discutir que los indultos forman parte de nuestro ordenamiento jurídico. No se trata de sustituir, criticar o enmendar a los tribunales de justicia; se trata de acreditar si existen motivos de justicia, equidad o utilidad pública que aconsejen la adopción de esa medida de gracia.

Desde mi punto de vista, remover obstáculos que impiden el diálogo tiene una gran utilidad pública, al permitir el reencuentro entre los catalanes. En este sentido, el indulto no es solo una decisión que afecta a personas concretas, sino que proyecta sus efectos beneficiosos al conjunto de la sociedad catalana y libera a la política de una pesada hipoteca que le impide avanzar en la necesaria búsqueda de amplios consensos.

La sociedad catalana es hoy una sociedad afectada por múltiples dolores. El dolor de los independentistas, muy visible a través, entre otras señales, de los lazos amarillos. Pero no menor es el dolor de muchos no independentistas que vieron cómo consensos trabados con dificultad a lo largo de mucho tiempo se hicieron añicos por la actuación temeraria de líderes de las fuerzas independentistas. Uno y otro dolor requieren de reconocimiento y perdón mutuos. Y me siento muy orgulloso de que un presidente de Gobierno socialista haya tomado la iniciativa valiente y de tal envergadura. Muestra así su inequívoco compromiso con el diálogo y su decidida voluntad de impulsar el retorno a la política.

Ciertamente, los indultos no constituyen en sí mismos la solución al problema, pero sin ellos no podríamos iniciar el tiempo nuevo que la sociedad reclama y que la solución al problema exige. Tenemos la obligación de apoyar este esfuerzo, y la responsabilidad de iniciar el imprescindible diálogo. La solución no vendrá del inmovilismo ni de la imposición de una ruptura que divide por mitades a la sociedad catalana. Entre uno y otro extremo deberemos encontrar una solución que quizá no entusiasmará a nadie, pero que puede acomodar a una mayoría que busca estabilidad y progreso, convivencia y respeto a las reglas del juego. A una gran mayoría de catalanes que no quieren perder ni más tiempo, ni más energías ni más oportunidades para que Catalunya vuelva a ser referencia de progreso y motor de prosperidad compartida, en una España fuerte en su unidad y orgullosa de su diversidad, en una Europa unida, capaz de defender con eficacia su modelo social en un mundo interdependiente.

Salvador Illa

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