Por la concordia

Francesc Cambó, que era un catalanista muy inteligente, dio con un título inspirado para su ensayo político: Per la concòrdia. Ha pasado casi un siglo y estamos en la discordia, que es desavenencia de corazones. Y es que el nacionalismo catalán y el español son una cuestión cordial, un conflicto de emociones como todos los nacionalismos.

Si usáramos la razón, como deben hacer quienes se consideran liberales o moderados, entenderíamos que el nacionalismo –catalán o español– es una emoción o pasión que viene de la necesidad psicológica de identidad. Yo me presento diciendo “soy Luis Racionero” –para no asustar diciendo “Soy una onda de energía eléctrica”– pero he conocido personas como el camarero de Albons que se presentaba “Sóc català”. Malament si somos tan poco que debemos identificarnos con una colectividad.

Si usáramos la razón, como deben hacer quienes se consideran liberales o moderados, estudiaríamos el ensayo de Arthur Koestler El concepto de holón. En él se razona que el nacionalismo nace de la necesidad psicológica de pertenencia; el equilibrio mental del individuo se nutre de diversos componentes: seguridad, autoestima, realización, reconocimiento, pertenencia. Tener una familia ayuda más que no tenerla y, cuando no se tiene nada más, se busca el sentido de pertenencia hasta en un club de fútbol. Pertenecer a un país confiere señas de identidad; es la cara buena del nacionalismo: yo soy de mi familia, de la Seu d’Urgell, catalán, español, europeo. ¿Por qué ha de ser incompatible? Al contrario, es complementario, ya que la vida existe porque está estructurada en una jerarquía de sistemas: átomo, molécula, célula, órgano, cuerpo, familia, tribu (ahora se llama municipio), comarca, nación, estado, estados unidos, mundo. Cada nivel es necesario, ninguno es hegemónico; sólo se destaca uno u otro nivel cuando sus ventajas comparativas lo hacen más adaptable a las circunstancias exteriores. Así, en el siglo V a.C. el municipio o polis era la unidad idónea; en el siglo XV fue el Estado nación tipo Francia o España –que venció a las polis italianas–, y en el siglo XX el escalón más útil pasó a ser el bloque continental del tipo Estados Unidos, UE o China.

Pero el sistema vive porque se respetan todos los escalones. Todo esto se entiende científicamente por la teoría general de sistemas desarrollado por el biólogo Von Bertalanfy, y con el concepto de holón propuesto por Arthur Koestler: un holón es uno de esos escalones en la jerarquía de conjuntos. Una molécula, por ejemplo, es a la vez todo y parte; como todo integra átomos, como parte se integra ella en una célula, que es el nivel inmediatamente superior (en tamaño, que no en importancia, pues todos los niveles son decisivos e imprescindibles; sin átomos no habría moléculas, etcétera). Vayamos más arriba, a los niveles de lo social: las comarcas, al integrarse componen una región –o autonomía o nación en España–; estas al unirse forman un Estado, España; los estados al aglutinarse crean la UE, Europa. Cada nivel, comarca, autonomía o nación, estado, UE, es a la vez todo y parte. Cada nivel, ya sea individuo, familia, comarca, autonomía, estado, etcétera, tiene dos tendencias: una a autoafirmarse, sentirse individual, un todo libre, con identidad propia, pues se ve como un todo al mirar hacia debajo de la escalera de sistemas; otra tendencia es integrarse, asociarse, cooperar cuando se siente parte, al mirar hacia arriba en la escala de sistemas.

Cuando el holón se siente todo, afirma su identidad, resalta sus señas de identidad: etnia, lengua, historia, religión, literatura, etcétera, con lo cual obtiene seguridad psicológica. Todo eso es la base del nacionalismo –o de las tendencias autoafirmativas si se trata del escalón individuo, o de la patria chica si es el escalón municipio–, que hasta aquí es útil, necesario y legítimo. Pero si para autoafirmarse hay que negar al vecino o antagonizar con los demás escalones de la jerarquía de sistemas, entonces estamos en el nacionalismo enfermizo, aquejado de xenofobia, victimismo, triunfalismo, chauvinismo, etcétera. Identificarse en las raíces profundas de la cultura, la lengua, la costumbre, sí; pero identificarse contra los otros, no. Todos los tiranos esgrimen su espantajo, sea el peligro amarillo, el judeomasónico, el comunista, el que sea: no son con; son contra.

De modo que el nacionalismo cultural, que mantiene las raíces, que refuerza la necesidad psicológica de identidad, es legítimo y necesario; en cambio, el nacionalismo que aprovechando esta libido de pertenencia e identidad, la desvía hacia el rencor, es nocivo para el equilibrio del sistema. Es como si las células del hígado tirasen cada una por su lado; acabarían destrozando el órgano en que viven y no sé si podrían integrarse en los pulmones. De ahí la solución a la falsa paradoja de por qué se es nacionalista en un mundo que tiende a la globalización. Se es nacionalista porque todos los niveles son necesarios e imprescindibles; se es cosmopolita porque la evolución de la vida tiende a niveles de integración cada vez más amplios, lo que Teilhard de Chardin llamó el aumento de complejidad en la flecha del tiempo.

Pero lo decisivo de este argumento es que cada nivel de integración es necesario, ninguno es hegemónico, sólo manda un nivel cuando, en el curso de la historia, sus ventajas comparativas lo hacen más idóneo entre las circunstancias exteriores. En esa época debe mandar ese nivel, pero no para siempre, porque las circunstancias externas evolucionan sin cesar.

Luis Racionero, escritor.

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