Por la mejora de la Justicia Penal

Una Justicia lenta no es justicia, sino sufrimiento para la víctima y para el acusado, molestias para todos los intervinientes en el proceso, despilfarro de recursos y una frustrante experiencia social. En los casos complejos, relativos a la corrupción o a la delincuencia económica, el descubrimiento del delito suele traducirse de inmediato en información sobre el éxito policial, mediante la publicación de la noticia, aderezada con la exhibición de las imágenes de los sospechosos detenidos convenientemente esposados -como símbolo (engañoso) de la futura incapacidad de actuación de los infractores en el seno de la comunidad-. Pero la difusión del inicio de la persecución penal, lejos de reconfortar a la ciudadanía, pronto genera frustración, por la tardanza en la efectiva aplicación de la ley, ante la cruda realidad de un enjuiciamiento que se eterniza, sin razón que lo justifique. Y ello por el mantenimiento de una inercia política que, hasta ahora, había permanecido ajena a la necesidad de dotar de celeridad a los procesos sobre delitos complejos, como son las causas relativas al abuso del poder conferido por la colectividad en provecho propio y los delitos de cuello blanco.

Por la mejora de la Justicia PenalDesde las instancias políticas y académicas suele transmitirse al público el inveraz mensaje de la fatalidad a la que la justicia penal está condenada a enfrentarse por falta de recursos: un Sísifo obligado a subir lentamente la montaña, una y otra vez, cargado con la piedra destinada eternamente a rodar a sus pies para volver a empezar, sin que se exponga un motivo serio para el sufrimiento de tamaña maldición. Pero es increíble que la letanía de la supuesta infradotación pueda resultar convincente como excusa de la lentitud: ni supone un diagnóstico correcto de la situación, ni de ser cierta resultaría irresoluble. ¿Qué sucede entonces? Problemas estructurales, se aduce, con una terminología arquitectónica que recuerda la idea de ruina y demolición. Pesadas cargas que se arrastran desde hace siglos, se añade, como si se evocaran los viejos golpes recibidos por un boxeador sonado.

La realidad es que no ha existido nunca verdadero interés en imprimir celeridad a las causas complejas en la que se investiga a las personas poderosas. Más que un problema presupuestario o de técnica legal, se ha carecido en España de voluntad política para conseguir una rápida respuesta penal en los asuntos de tal índole. Sin duda no por un malsano deseo de nuestros políticos de dotar de impunidad a la delincuencia de determinado tipo, sino porque, en el imaginario colectivo sobre el Estado de Derecho, la representación social de la justicia penal se ha vinculado desde antiguo a la protección de la seguridad física y a la defensa de la propiedad privada, la noción del delito se ha encontrado asociada tradicionalmente a la violencia y a la sustracción de los bienes esenciales para la supervivencia por personas sin recursos y, en coherencia con las referidas creencias, se han definido las medidas sobre la Justicia Penal destinadas a tener el impacto político del ansiado rédito electoral. Ahora bien, la situación ha cambiado radicalmente en los últimos años. Una profunda y prolongada crisis ha provocado que la confianza de los ciudadanos en el futuro del Estado de bienestar se tambalee y que la corrupción y la delincuencia económica sean percibidas como amenazas reales frente a las necesidades vitales de la mayoría. Conforme a la cultura del Derecho generalmente compartida, hoy los responsables de los referidos delitos -antes personajes admirados- son situados en el adverso de las señas de identidad de la comunidad (la democracia y la solidaridad) y en lo que socialmente se considera que debe ser un foco prioritario de atención de la Administración de Justicia Penal (cuya más clara nota distintiva consiste, en su significación simbólica, en la determinación de los límites de la ley y de las consecuencias de su transgresión, entre las que destaca el efecto de la exclusión del grupo).

Es, en consecuencia, un gran acierto la aprobación por el Gobierno de un Anteproyecto de reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que, entre otras materias, introduce medidas de agilización procesal de sencilla aplicación y de previsible eficacia. La primera de las medidas propuestas por el ministro Rafael Catalá consiste en la modificación de las reglas sobre conexidad para evitar las macrocausas, peculiar fenómeno patrio en las que, por aluvión, van amalgamándose hechos y sospechosos en los juzgados hasta la conformación de masas de actuaciones procesales ingentes, de imposible gestión racional (recordemos el caso Malaya, nueve años después de su iniciación en trámite de recurso de casación, o el caso de los ERE en Andalucía, con más de 200 personas imputadas y todavía en período de instrucción). Frente a la elefantiasis procesal el anteproyecto propone, con buen criterio, que cada delito se enjuicie por separado, aunque los hechos punibles guarden relación entre sí, cuando la acumulación en única causa sea innecesaria y genere dilaciones indebidas. Ciertamente, la Justicia Penal no puede convertirse en el corredor de la larga espera en la que permanecen decenas de reos que, sambenitados, aguardan la celebración de un fastuoso auto de fe en el cual colectivamente, ante la muchedumbre congregada en la plaza, escucharán la lectura de la sentencia.

La segunda medida es aún más sencilla: se evita la inútil burocracia dedicada al trasiego de papel y puesta de sellos en los juzgados generada por la materialmente inocua remisión de atestados policiales sobre delitos sin autor conocido, avocados al sobreseimiento y archivo. Miles de policías, funcionarios, jueces y fiscales podrán liberarse de un trabajo superfluo y concentrar sus esfuerzos en la persecución de los delitos que puedan ser atribuidos a algún sospechoso.

La tercera modificación, en cuanto a agilización se refiere, supone la fijación de plazos máximos para la instrucción penal, que actualmente la ley establece, con ingenuidad, en un mes, pese a lo cual la investigación de los delitos se prolonga años y en ocasiones lustros. El anteproyecto priva a los juzgados del poder de dilatar las causas a su antojo o por su desidia. Obliga a investigar los delitos en plazos preestablecidos -seis meses si la causa es sencilla, 18 si es compleja (prorrogables por un máximo de otros 18 meses) y en ambos casos con posibilidad de ampliación el tiempo necesario, si bien sólo a solicitud del fiscal y por una razón justificada-. Vencido el plazo máximo, la causa debe ser remitida a juicio oral o sobreseída provisionalmente, lo que implica que, si no se encuentra fundamento a la acusación tras todo ese tiempo, cesa la persecución penal y el proceso se archiva, sin perjuicio de la posible reapertura si aparecen nuevos elementos que permitan proseguir las actuaciones. Se regula de tal modo un mecanismo equilibrado, respetuoso con el derecho fundamental a un proceso sin dilaciones indebidas y que no genera impunidad alguna.

La cuarta propuesta radica en la instauración del procedimiento monitorio penal, mediante el cual se convierte una propuesta de sanción penal emitida por escrito por el Ministerio Fiscal en resolución firme de condena por la prestación de consentimiento por el infractor, debidamente asesorado por abogado (procedimiento especial por aceptación de decreto). Se exige que el delito lleve aparejada pena de multa o de prisión sustituible por multa -y opere la conversión de la pena- o privación del derecho a conducir vehículos de motor (su ámbito más frecuente de aplicación serán sin duda la sanción de los delitos de conducción bajo los efectos del alcohol)-. Inspirado en el ejemplo de los países de nuestro entorno, con el monitorio penal se evitarán miles de juicios innecesarios, con el consiguiente ahorro de medios humanos y materiales que podrán dedicarse a resolver causas de mayor dificultad en la investigación y en el debate contradictorio.

Por lo demás, el anteproyecto contempla otras reformas procesales de gran interés. Sin tiempo ya para la tramitación parlamentaria de la Propuesta de Código Procesal Penal elaborada por la Comisión designada por el Consejo de Ministros en 2012 y que propugna un cambio radical del sistema de Justicia Penal, el actual ministro de Justicia tenía ante sí la alternativa de conformarse con una inercia de funcionamiento del proceso penal insatisfactoria, sin mayores complicaciones hasta el final de la legislatura, o dar un golpe de timón para enderezar el rumbo en la medida de lo posible, con el fin de situar en la dirección de la modernidad un viejo barco que lamentablemente no ha sido sustituido todavía. En poco tiempo ha tomado una decisión muy acertada, de impulso legislativo, como le debe ser reconocido, con independencia de las legítimas posiciones que pueda mantenerse sobre el contenido de los preceptos, que abordan temas muy delicados. Entre ellos destacan los relativos a la intervención de las comunicaciones y la obtención de muestras para el análisis de ADN, aspectos en los que el texto debe ser reconsiderado, para no convertir en norma general una disposición excepcional -los pinchazos sin autorización judicial previa, constitucionalmente circunscritos al terrorismo-, ni vulnerar el derecho de defensa por la falta de asistencia letrada -en la toma de muestras-.

En los próximos meses el debate sobre la agilización, el fortalecimiento de los derechos procesales, las medidas de investigación tecnológica, la segunda instancia, la revisión y el decomiso de las ganancias derivadas del delito ocupará el final de la legislatura y es de esperar que la discusión permitirá mejorar en lo posible nuestra vetusta legislación procesal penal y preparar el terreno para la ansiada aprobación de un nuevo Código Procesal Penal para el -ya no tan incipiente- siglo XXI.

Nicolás González-Cuéllar Serrano es catedrático de Derecho Procesal.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *