¡Por los bigotes de Dalí!

Con gran algazara, Salvador Dalí solía contar una anécdota tan surrealista como su personalidad. Acaeció en el Nueva York de 1939. Como su celebridad ya le antecedía, unos almacenes de la Quinta Avenida le confiaron la decoración rompedora, pero sin inferir hasta qué grado lo sería, para dos escaparates. Tras horas de extenuante labor que finalizó con las del alba, Dalí se marchó ufano de las "cosas realmente horrendas" que podían verse tras los cristales: en un lado, un maniquí con peluca roja y boa de plumas verdes dentro de una bañera forrada de astracán; en el otro, una figura acostada en una cama con baldaquino negro sobre cuya almohada ardían varios carbones.

Empero, cuál no fue su sorpresa al percatarse de que la tienda desbarató su creación en horas y arrampló con sus piezas más obscenas sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, es decir, a Dalí. Ni corto ni perezoso, el artista aguardó a un momento de gran afluencia para vengar la afrenta. Se introdujo en el escaparate y estampó la bañera contra los cristales, según narraba jocoso, si bien hay quienes se malician de que más bien fue un accidente que agigantó a conveniencia. Tras el percance, con los transeúntes atónitos y su musa Gala histérica, Dalí dio con sus huesos en "una jaula ignominiosa". Un proverbial auto judicial vino, no obstante, a redimirlo de su cautiverio. El juez de guardia dictaminó que, siendo cierto que había cometido unos destrozos por los que debía resarcir al establecimiento, no lo era menos que había ejercido su legítimo derecho a preservar la integridad de su obra hasta las últimas consecuencias, por lo que le dejaba libre.

Por los bigotes de DalíAquella excentricidad neoyorquina ha quedado para los anales de la defensa de los derechos de autor por parte de quien, no sin razón, se vanagloriaba de que, con lo duro que es llamar la atención de todo el mundo media hora, él había conseguido hacerlo "durante veinte años, y además todos los días". Nada que ver, desde luego, con un poco honorable Puigdemont y su menos honorable evasión de sus responsabilidades penales derivadas de su golpe de Estado, por muy surrealista que resulte su falta de gallardía. Más riguroso sería definir su escapada de esperpéntica atenidos a los términos de Valle-Inclán, progenitor del hallazgo, esto es, el lado cómico de lo trágico de la vida.

Patente era que Puigdemont no era ningún Jaume Compte, atrabiliario dirigente del Partit Català Proletari. Viendo perdida la batalla por la independencia en octubre de 1934 ante los soldados del general Batet, y después de enronquecer imprecando "¡cobardes!" a sus conmilitones, éste exclamó: "¡Ahora veréis cómo muere un catalán!". Dicho y hecho: enfrentóse a pecho descubierto a la artillería.

Pero sí cabía esperar que Puigdemont mantuviese la dignidad de capitán, como le han afeado al arribar al santuario belga, en vez de ser el primero en saltar del barco para encomendarse a los oficios de abogados de etarras. Como en La última noche de Boris Grushenko, cuando el general ruso le increpa "¡es usted un joven cobarde!", Boris Grushenko Puigdemont contestaría igualmente: "No tan joven".

Con pose tan fachosa, trata de sustentar la quimera de un gobierno en el exilio, al tiempo que se postula como candidato a las elecciones que Rajoy le ha convocado por el artículo 155 de la Constitución. Una burla afrentosa a la memoria de Tarradellas que reiteraba que, en política, todo está permitido menos el ridículo. Rescatar a Puigdemont de ese ridículo, se prevé empresa más ardua que restablecer la normalidad constitucional en Cataluña.

Embarcado en llamar la atención del mundo anda este prófugo después de desbaratar Cataluña como si fuera obra suya, cuando se apropia indebidamente de ella, al igual que tantos imitadores con los que hubo de litigar Dalí para resguardar su legado. Buscando crear Estado propio, su particular Isla de la Tortuga donde mangonear e investirse en absolutus legibus, esto es, libre y desatado de las leyes, este déspota ha chocado contra el muro de la realidad del Estado de Derecho.

Puesto a prueba, éste no ha transigido con quien ha tratado de burlarlo y ahora lo pone en busca y captura, junto a cuatro de sus consejeros, mientras el resto guarda prisión preventiva por los más embarazosos delitos. No hay postura más tiránica que la de quienes se saltan las leyes colocando a sus conciudadanos en el brete de los hechos consumados. Como advirtió Joaquín Costa, en su conocida obra sobre la oligarquía y el caciquismo, "se da por supuesto que las leyes son garantía del derecho y ahí está el error: la garantía del derecho no está en la ley, como la ley no tenga asiento y raíz en la conciencia de los que han de guardarla y cumplirla".

Por eso, frente al coro de plañideras que critican lo inoportuno e inconveniente del auto de la juez Lamela enviando a prisión a quienes han perpetrado la rebelión en Cataluña, nada más oportuno y conveniente que la Justicia actúe sin ajustarse a calendarios e intereses del momento, como si fuera subalterna de la política. Quizá si las cosas no se hubieran dejado ir hasta hacerles sentirse impunes se habría evitado el actual estado de cosas.

Hubiera bastado con adaptar la política de "ventanas rotas" que impulsó en Nueva York el alcalde Giuliani. Si hay un edificio abandonado con los cristales de sus ventanas rotos y no se arreglan con prontitud, los viandantes apedrearán las demás y, al poco, lo derruido será la propiedad entera. En base a ello, se deben sancionar todas las infracciones por insignificantes que parezcan porque la suma de ellas crea un clima de desorden que favorece la extensión del delito.

Aquí, en lugar de adoptar una política de tolerancia cero, se ha abonado la devastación del Estado hasta verse como una agresión intolerable cualquier manifestación de autodefensa de éste. A este respecto, aquéllos que reclaman soluciones políticas son los mismos que posibilitan que Cataluña sea territorio exento del Derecho y que se transija con cualquier cosa que plazca al secesionismo.

Ante la inacción del Estado, el separatismo ha creado una burbuja que envuelve a ciudadanos, municipios e instituciones hasta hacerlos sentir que habitan una ficción secesionista, cuya declaración de independencia es un formalismo. Parafraseando a Josep Pla, cuando los localistas desorbitan sus sentimientos, no resulta asequible "acabar con esas historias falsas e infectas, producidas por un idealismo ciego y microscópico".

Menos mal que la juez Lamela, frente a todos los llamamientos para que diera tiempo al tiempo -justicia retardada, justicia negada- y cultivara una Justicia demorada, no ha encarnado al juez Mettrick de Solo ante el peligro. Ante la llegada de los hermanos Miller, Pierce y Colby, se apresta a escabullirse metiendo en unas alforjas la bandera de la Unión, la balanza de la Justicia y el mazo, como atributos de su oficio. Lamela ha conservado la entereza de la dama vendada que salvaguarda el Derecho. Si ni siquiera exigimos que quienes elaboran las leyes se atengan a ellas, se desmorona el último baluarte de las sociedades libres. Afortunadamente, parece que hay jueces en Madrid como también los halló aquel molinero en Berlín frente a la barrabasada de Federico El Grande, molesto porque su molino afeaba las vistas de su castillo.

En su tarea de zapa del Estado, el independentismo goza de la asistencia de una izquierda doméstica, labor en la que descuella la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, "La Emperatriz de la Ambigüedad", como la bautizó el ex secretario general del PCE, Francisco Frutos, en su vibrante Yo acuso de la última manifestación de Sociedad Civil de Cataluña, donde se reivindicó como un "botifler" (traidor) frente a esa izquierda enyugada a un nacionalismo en los antípodas de los egoísmos patrios.

Pero conviene no engañarse. "La Emperatriz de la Ambigüedad" no es tal, sino una confesa independentista que practica un lerrouxismo al revés. Si el Emperador del Paralelo, Alejandro Lerroux, era acusado de propiciar con su demagogia revolucionaria un rabioso españolismo que fomentaba la división de Cataluña, el colaunismo es una suerte de lerrouxismo inverso que se caracteriza por un ideario confuso que pone su populismo al servicio del independentismo mientras niega profesar la fe nacionalista.

Tras la suspendencia y la saga/fuga de Puigdemont y sus cuates, más la reclusión de medio Govern, es difícil discernir a dónde se dirige este secesionismo en el que los payasos quizá no sean tanto sus timoneles, como sentenciaba Dalí de sí mismo, sino "esa sociedad tan monstruosamente cínica e inconscientemente ingenua que interpreta un papel serio para disfrazar su locura".

Si el genio del surrealismo instituyó heredero universal al Estado, por los bigotes de Dalí esa misma Justicia se ha erigido en albacea del Estado de Derecho. Pero no basta con ello. Convendría reforzar su alta misión con la implantación de un arancel de necedades como el que Mateo Alemán, padre del pícaro Guzmán de Alfarache, refiere que se instauró en Zaragoza para penar aquellas ocurrencias merecedoras de sanción. Aquella lista habría que actualizarla para impedir que se lleven a cabo las necedades varias de los muchos arbitristas que, en esta hora incierta, se ofrecen para desembarrancar el problema catalán a base de pagar a plazos la independencia que se niega al contado.

Para ese viaje no se necesitan alforjas ni escapada a Bruselas, pues resultaría tan surrealista que arriaría incluso ese bigote marcando las diez y diez de Dalí, incólume incluso después de muerto, como se ha constatado en su exhumación a cuenta de otra farsante que se quiso hacer pasar por hija legítima.

Francisco Rosell, director de El Mundo.

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