«Por mí que no quede»

Hace ahora cien años que nacía un 17 de junio Julián Marías en Valladolid, que fue ente otras muchísimas cosas un coautor clave en nuestra Transición, lo que a menudo se desconoce. Tal vez por eso salió tan bien ya que se concitaron en ella una categoría de personas hoy olvidada en nuestra vida pública: los mejores. Y es que su vida y obra estuvieron presididas por dos conceptos cuya ausencia en nuestras élites políticas e intelectuales tantas zozobras y decadencias explican: decencia intelectual e insobornabilidad. Y siempre estuvo dispuesto a pagar el tributo -especialmente oneroso en nuestro país- impuesto a dicha actitud.

«Por mí que no quede»No deja de resultar un azar simbólico que su centenario coincida con este trimestre de la muerte de Adolfo Suárez y de la abdicación del Rey, con quienes mantuvo en aquellos años de vitalidad e ilusión -lo contrario de hoy- fluido contacto y amistad. Baste como anticipo un detalle. Sabido es que la mayor catástrofe personal en la vida de don Julián -aparte la muerte del pequeño Julianín en 1949- fue la pérdida en 1976 de su mujer Lolita Franco -uxori dilectissimae- sin cuya figura no se explica la trayectoria de nuestro pensador. En plena «noche oscura», recibe una llamada de Palacio, incoada por la Reina según nos relata en sus Memorias: «El Rey me dijo que se había enterado, que la Reina y él lo sentían profundamente. Me habló como un amigo, con una inmediatez y un calor que sólo de un amigo se pueden esperar. Me ofreció hacer algo por mí, si quería irme a La Zarzuela para estar solo, pasear o lo que deseara (...) Me conmovió profundamente este gesto». Y es que hubo un tiempo en la vida pública de nuestro país donde había preocupación, cuidado y ocupación por las personas egregias que lo pueblan. Y un factor muy importante que me temo que está cayendo en desuso entre tanto desdén público: dar consuelo al triste, que hoy son multitud.

Su primera conversación con el Rey había sido a raíz de una llamada regia el 5 de enero de 1977: «Al cabo de unos instantes oí su voz que decía: 'Don Julián, acabo de volver del Pirineo; he leído un artículo suyo que me ha gustado mucho y quiero felicitarlo'. Tuve un momento la impresión de algo inverosímil: que un Rey llamase por teléfono a un escritor para hablarle de un artículo (...) Cuando le dije que me alegraba de que el artículo no le hubiera parecido mal, reiteró su complacencia y me dijo que tenía 'la mar de ganas de hablar conmigo'». Desde luego parece que hubo un tiempo en que en determinadas alturas se leía algo más que un diario deportivo. Y tal conversación tan edificante fue el comienzo de una larga amistad y asesoramiento que pasa por que Marías acepte su designación como senador real en las Cortes del 22 de junio de 1977 con el extraordinario reto de pasar de la legalidad a la legitimidad. Por cierto, habría que hacer recuento de la degradación de los amigos -o que se fingían tales- en el círculo de nuestra realeza para entender la bajada de nivel de un tiempo a esta abdicación.

Meses después se inicia su relación y amistad con Adolfo Suárez, quien le llama a consulta con conversación sin desperdicio: «Fui al palacio de La Moncloa, y tuve una larga conversación con el Presidente. Fue fácil, animada e interesante (...) Me pareció sumamente cordial, directo, y nada engreído, más bien modesto. 'Yo soy un hombre normal -me dijo-; y tengo muchas lagunas.' ¿Y quién no? -le contesté. Los que no las tienen, es que tienen el Mar Caspio. Le hizo gracia y se echó a reír.» Ciertamente, la estampa eleva en su humildad a Suárez como deja en evidencia la autosuficiencia y falta de escucha de nuestros gobernantes actuales que parecen no percibirse como «hombres normales». Por eso es tan difícil hacerles ver los sinsabores del hombre de la calle. Compárese de paso la talla de los personajes ilustres que pasaban entonces por Moncloa a ser escuchados, con la nueva estirpe que pululará por la posterior Bodeguilla o la empalizada endogámica y autista en que se ha convertido el palacio presidencial actual. Lo que explica mucho «rebajamiento de la exigencia» y entronización de la mediocridad que han acontecido.

Dado que en nuestro horizonte político nos llega -con motivaciones muy poco claras- una reforma constitucional de mucho calado, conviene tomar nota del papel que jugó nuestro escritor en la elaboración y defensa de la Carta Magna. Así, cuando recibe el 5 de enero de 1978 en calidad de senador el borrador de la Constitución, le parece literalmente «un desastre». Y a pesar de estar sin gana alguna de vivir por la reciente viudez se recompone, saca lo mejor de sí y de su amor patrio y fiel a su lema «Por mí que no quede», escribe un artículo publicado en El País -La gran renuncia, 21/12/77 [Ver nota al final del artículo]- que resultará fundamental en nuestra historia política. En él, sin que le duelan prendas -nunca le dolieron- hace un acto de demolición de aquel anteproyecto tan pésimo que «no tenía enmienda». La conmoción que produjo fue considerable, tanto en la esfera política como civil. Y sobre todo invitó a algo imprescindible para la buena marcha de la vida pública: reflexionar y pararse a pensar en las consecuencias. Esa misma mañana Suárez le convoca urgentemente a La Moncloa, dándole gran importancia al artículo y le dice que había enviado ya copias a Felipe González y a cada miembro de la Comisión Constitucional. Marías le hace ver los peligros e implicaciones de aquel texto borrador los cuales asimila atentamente Suárez. Pocas veces una entrevista afectó tanto y tan positivamente a los derroteros del nuevo régimen.

Lo que le parecía intolerable a don Julián -que había sido leal a la II República en 1936 a un altísimo precio- era que en todo el texto no aparecía por ningún lado el nombre de nación aplicado a España. Y añadía: «El anteproyecto de la Constitución recién elaborado arroja por la borda, sin pestañear, la denominación cinco veces centenaria de nuestro país. Me pregunto hasta dónde puede llegar la soberbia -o la inconsciencia- de un pequeño grupo de hombres que se atreven, por sí y ante sí, a romper la tradición política y el uso lingüístico de su pueblo, mantenido durante generaciones, a través de diversos regímenes y formas de gobierno». La batalla de Marías a través de la pluma en los periódicos y la palabra en el Senado fue tan intensa como fructífera, fiel al lema quijotesco que tanto gustaba a Ortega: «Podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo será imposible».

Finalmente se logra la inclusión al comienzo de su artículo 2 del concepto de España como nación, dando pie a una Carta Magna si no perfecta sí de consensos. No sabemos bien lo que le debemos y lo mucho que podemos imitar de él ante el nuevo escamoteo constitucional que se barrunta. Por todo eso, Julián Marías ha sido discretamente un verdadero «guardián de la polis» como designaba Platón a aquellas minorías egregias en La República.

¿Y qué podemos hacer ahora con esta gran figura centenaria que tanto nos ha ayudado a un vivire civile? Insisto en lo de siempre: leerlo. Nos sorprendería la inmensa actualidad y luminosidad que tienen sus libros. Y cómo concitan nuestras mayores energías, ilusiones y vitalidades para ver la forma de acabar con el actual estado de error e impostura en que nos hallamos. Porque para don Julián la democracia era en el fondo «pretensión de verdad». Justo lo que echamos en falta.

Claro que para que todo ello sea posible haría falta que cada uno adoptáramos en nuestra esfera de influencia -siempre mayor de la que pensamos- aquel lema vital suyo bien simple pero nada perezoso: «Por mí que no quede».

Ignacio García de Leániz Caprile es profesor de Recursos Humanos en la Universidad de Alcalá de Henares.

NOTA: el artículo al que hace referencia el profesor no fue publicado en la fecha que se señala sino el 14 de enero de 1978. Lo reproducimos a continuación.

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La gran renuncia. Por Julian Marías (EL PAÍS, 14/01/78):

La lectura del anteproyecto de Constitución, publicado en el Boletín Oficial de las Cortes el 5 de enero, ha tenido fuerza suficiente para arrancarme un momento a la desolación de mi vida privada y obligarme a escribir sobre su significación. He pensado que acaso algún día no me perdonaría el no haber sido capaz de avisar a mis compatriotas, cuando todavía es tiempo, de los riesgos que está corriendo nuestro país.Debo confesar que este anteproyecto es el primer golpe serio al optimismo político que me ha sostenido durante los dos últimos años. No creo que sus autores -al menos los más responsables- estén muy contentos del resultado de las labores de la Ponencia elegida dentro de la Comisión. Constitucional del Congreso. Este anteproyecto parece el resultado de una serie de compromisos -en el menos grato sentido de la palabra- que a su vez comprometen la realidad política de España.

La Constitución que se dibuja sería incapaz de despertar el menor entusiasmo, de ningún, tipo. La de 1812, la de Cádiz, iluminó hasta el heroísmo a innumerables españoles y a no pocos europeos, que la adoptaron con ilusión. La de Estados Unidos ha servido para inspirar y sostener durante cerca de dos siglos la vida política de un gran pueblo. ¿No podría aspirarse a algo semejante? ¿Hay alguna razón para dejarse dominar por la mediocridad, por la ausencia de toda noble ambición, de cualquier clase de imaginación política? El anteproyecto no resiste siquiera la comparación con la discreta Constitución de 1876, que dio medio siglo de democracia liberal a España, ni con la de la República de 1931, aquejada de graves defectos pero animada por un aliento político, por la voluntad de emprender algo nuevo.

A la hora en que el, pueblo español da muestras sorprendentes de equilibrio, de concordia, de originalidad práctica, históricamente creadora, estimulada por un rey acogido con poca esperanza y que ha sido constan,emente superior a todas las expectativas, los encargados de preparar nuestra Constitución y consolidar los cauces de nuestro futuro parecen haber vuelto la espalda a todo eso y dedicarse con desgana a acumular todos los tópicos que corren por las redacciones y las reuniones de partido, que serán olvidados antes de cinco años, a empedrar la Constitución de articulos vacíos e inoperantes, piadosos deseos (y otros que no lo son tanto), deformaciones de la realidad (y de la lengua en que se expresa), y -lo que es más- a perseguir todo intento de originalidad, todo esfuerzo por manifestar lo que es, por dar cauces jurídicos a la realidad germinal de un pueblo prodigiosamente interesante, dispuesto, al cabo de cuarenta años, a tomar en sus manos su destino colectivo, a inventar otra vez.

Desde mediados de 1974 apenas he escrito más que sobre asuntos españoles, y cada vez más acerca de la realidad social y política de España. Preveía que el régimen que tan gravemente había pesado sobre nosotros tenía que acercarse a su fin; más aún, contaba con que en 1976, independientemente de los azares individuales, el mundo iba a entrar en una nueva fase generacional, bien distinta de la que entonces terminaría; es decir, pensaba que en todo caso habría que innovar, inventar, hacer frente a situaciones nuevas; en España y fuera de ella. Tenía conciencia de que si no estábamos preparados, si no teníamos unas cuantas ideas claras, precisas, adecuadas sobre los problemas de la vida colectiva, perderíamos nuestra gran oportunidad histórica.

He tenido -tengo todavía- profunda fe en España, que me parece uno de los países más interesantes y crea dores de la historia, con más vitalidad y más posibilidades no ensayadas. Lejos de toda petulancia -ningún gran país es petulante-, la mera consideración de lo que ha sido la contribución española a la realidad efectiva del mundo resulta impresionante para el que tenga un mínimo de sensibilidad histórica. Y si se mira la irradiación real de lo español, desatendiendo voces o silencios interesados, se adquiere aguda conciencia de responsabilidad, y resulta insoportable todo aldeanismo.

He sentido de manera apremiante la necesidad de un pensamiento político, escaso en todo el mundo, con consecuencias desastrosas, absolutamente urgente en España, cuando se dispone a cicatrizar del todo viejas heridas y emprender un nuevo camino en un mundo que acaba de empezar a cambiar. Si en alguna ocasión ese pensamiento es indispensable, es a la hora de redactar una Constitución. Si no se disponía de los recursos mentales necesarios o no se estaba dispuesto a ejercitarlos, más valía no hacerla. No es urgente tener una Constitución; es imperativo que no sea un estorbo para la vida colectiva, que no esterilice los esfuerzos, que no nos consigne a un repertorio de «ideas» maniáticas y extemporáneas. Una Constitución inadecuada puede comprometer la Constitución efectiva de nuestro país, que es lo que importa.

¿Cuánto se ha pensado para escribir el anteproyecto? No consigo descubrir huella de una reflexión inteligente, de un esfuerzo serio por representarse las condiciones reales de España y del mundo en que España tiene que vivir. Ni siquiera se ha tenido un mínimo esmero en la operación modestísima de escribir con alguna precisión y decoro lingüístico documento que pretende ser tan importante. Los votos, particulares, aun en el caso -infrecuente- de que aporten alguna mejora, no intentan siquiera replantear el problema a mayor altura.

Adelantaré mi pesimismo: temo que ese texto, con tal o cual modificación, sea aprobado y se convierta en la Constitución de España. La inercia de los partidos es muy grande; los tópicos tienen singular fuerza, y no se sabe reaccionar a ellos; la pereza humana es muy grande, y el que tiene en sus manos una comisión y redacta un texto tiene siempre las de vencer: el que da primero da dos veces.

Al anteproyecto le sobran innumerables artículos que no tienen ninguna significación política y constitucional, de los cuales no se siguen -ni se pueden seguir- consecuencias. Lejos de ser puro músculo y nervio, está lleno de tejido adiposo, de «relleno» destinado a adormecer a afirmaciones plausibles -o no plausibles- que contentan las manías particulares de este o aquel grupo, destinadas a conseguir que «ceda» en otro punto que interesa a un grupo parlamentario, aunque no interese a España.

Se ha cometido il gran rifiuto, como decía el Dante, la gran renuncia: a la originalidad. España tiene ahora que reconstituirse y organizarse; tiene que conseguir, una nueva articulación política y social de su territorio; tiene que inventar creadoramente una forma de Monarquía que no sea una antigualla ni un mascarón de proa, sino una institución viva, flexible, eficaz, interesante, superior a las pasadas y a las existentes en otros países, que no son enteramente actuales; tiene que definir su manera de actuación en el mundo internacional dentro de las estructuras a las que inexorablemente pertenece (Europa, Hispanoamérica, Occidente). Sobre nada de esto parece haberse reflexionado un cuarto de hora al preparar el anteproyecto, a no ser para obturar las posibilidades abiertas, para sustituir la realidad por cualesquiera ficciones o convenciones.

Voy a intentar examinar, de la manera más concisa posible, los aspectos capitales de la Constitución, aquellos en que nos jugamos particularmente el futuro nacional. Pero esa fragmentación, inevitable al tratar las diversas cuestiones, no debe hacernos olvidar que no se trata de «enmiendas»; creo sinceramente, y salvo el respeto a las personas que han intervenido en su redacción, que el anteproyecto no tiene enmienda. Si el Congreso tiene instinto de conservación -del país, de la democracia, de su propia función-, deberá rechazar la totalidad y empezar de nuevo. No importa haber perdido seis meses; la vida es siempre «ensayo y error». Lo que importa es perder uno o dos siglos de nuestra historia futura.

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