¿Por qué arde París?

Por Amir Taheri, periodista (GEES, 11/11/05):

Cuando cae la noche, empiezan “los problemas” — y el patrón es siempre el mismo.

Bandas de jóvenes con pasamontañas comienzan a pegar fuego a los coches aparcados, a romper las cristaleras de los escaparates con bates de béisbol, a destrozar teléfonos públicos y a desvalijar cines, bibliotecas y escuelas. Cuando la policía llega al lugar, los gamberros les atacan con piedras, cuchillos y bates de béisbol.

La policía responde lanzando granadas de gas lacrimógeno y, ocasionalmente, disparos al aire. En ocasiones los jóvenes responden — con munición real.

Estas escenas no pertenecen al West Bank, sino a una veintena de ciudades francesas, en su mayor parte cercanas a París, que se han hundido en la versión europea de una intifada que a fecha de este escrito parece estar fuera de control.

Los problemas comenzaron primero en Clichy-sous-Bois, un suburbio marginal al este de París hace una semana. El rimbombante ministro del interior francés, Nicholas Sarkozy, respondió enviando 400 policías fuertemente armados a “imponer la ley de la república” y prometió machacar “a los gamberro y patanes' el mismo día. En cuestión de unos días, sin embargo, estaba claro para cualquiera que quisiera verlo que esto no era ningún “estallido de elementos criminales” que pudiera gestionarse mediante una mezcla de porras y posturas de gallito.

Para el lunes, todo el mundo en París hablaba de “una crisis sin precedentes”. Tanto Sarkozy como su jefe, el Primer Ministro Dominique de Villepin, tuvieron que cancelar viajes al extranjero para ocuparse de los disturbios.

¿Cómo empezó todo? El relato aceptado es que en algún momento de la semana pasada, un grupo de jóvenes de Clichy se involucró en uno de sus deportes favoritos: robar las piezas de los coches aparcados.

Normalmente no habría ocurrido nada dramático, dado que la policía lleva años sin estar presente en ese suburbio.

Los problemas llegaron cuando uno de los vecinos, una portera, llamó a la policía e informó de una juerga de mangantes teniendo lugar justo enfrente de su edificio. La policía estaba obligada por tanto a hacer algo — lo que significaba entrar en una ciudad que, según lo destacado, había sido para ellos territorio de nadie.

Una vez que la policía llegó al escenario, los jóvenes — que llevaban años reinando en Clichy sin mayores molestias — se enfadaron mucho. Tuvo lugar una breve persecución en la calle, y dos de los jóvenes, que en realidad no estaban siendo perseguidos por la policía, buscó refugio en una zona acordonada que albergaba un alternador eléctrico. Ambos resultaron electrocutados.

Una vez que la noticia de sus muertes estaba en la calle, Clichy se levantó en armas.

Con gritos de “Alá es grande”, bandas de jóvenes armados con lo que quiera que tuvieran a mano se congregaron violentamente y forzaron a la policía a huir.

Las autoridades francesas no podían permitirse que una banda de jóvenes expulsase a la policía de territorio francés. Así que respondieron — enviando a las Fuerzas Especiales, conocidas como el CRS, con coches blindados y estrictas reglas de comportamiento.

En cuestión de horas, la causa original de los incidentes estaba olvidada y el tema giraba entorno a la demanda por parte de los representantes de los gamberros de que la policía francesa abandonase “los territorios ocupados”. Hacia mediados de semana, los disturbios se habían propagado a tres regiones vecinas de París con una población de 5,5 millones de personas.

¿Pero quién vive en las áreas afectadas? En el propio Clichy, más del 80% de los habitantes son inmigrantes musulmanes o hijos suyos, en su mayoría procedentes del África negra o árabe. En otras ciudades afectadas, la comunidad inmigrante musulmana supone entre el 30 y el 60% de la población. Pero éstas no son las únicas cifras que importan. La tasa media de paro en las zonas afectadas se estima en alrededor del 30% y, en lo que se refiere a los jóvenes en edad de trabajar, alcanza el 60%.

En estas ciudades suburbio, construidas en los años cincuenta a imitación de la vivienda social soviética de la era estalinista, la gente vive en condiciones de hacinamiento, en ocasiones varias generaciones en un minúsculo apartamento, y sólo ven “la vida real francesa” en la televisión.

Los franceses solían vanagloriarse del éxito de su política de asimilación, que se supone que convertía a los inmigrantes de cualquier procedencia en “franceses propiamente” en cuestión de una generación como mucho.

Esa política funcionó mientras los inmigrantes llegaron a Francia en cuentagotas y pudieron combinarse así en una corriente mucho mayor. La asimilación, sin embargo, no puede funcionar cuando en la mayor parte de las escuelas de las zonas afectadas, menos del 20% de los alumnos son francófonos nativos.

Francia también ha perdido otro poderoso mecanismo de asimilación: el servicio militar obligatorio abolido en los años 90.

Conforme se incrementa la cifra de inmigrantes y de sus descendientes en una localidad particular, cada vez más de sus habitantes franceses natales se va en busca de “lugares más tranquilos”, dificultando así aún más la asimilación.

En algunas áreas, es posible que un inmigrante o sus descendientes pasen toda una vida sin encontrarse nunca en la tesitura de hablar francés, por no decir familiarizarse con cualquier faceta de la famosa cultura francesa.

El resultado a menudo es la alienación. Y eso, a su vez, concede a los islamistas radicales la oportunidad de propagar su mensaje de apartheid religioso y cultural.

Algunos incluso están pidiendo que las zonas en donde los musulmanes constituyen la mayoría de la población se reorganicen según el sistema del “millet”[i] del Imperio Otomano: cada comunidad religiosa (millet) disfrutaría del derecho a organizar su vida social, cultural y educativa según su creencia religiosa.

En partes de Francia, un sistema de millet de facto está ya funcionando. En estas zonas, todas las mujeres son obligadas a llevar el “hijab” islamista estándar, mientras que la mayor parte de los hombres se dejan crecer su barba hasta la longitud prescrita por los jeques.

Los radicales han logrado impedir con coacciones que los comerciantes franceses vendan alcohol y productos del cerdo, han forzado a que “lugares de pecado” tales como salas de baile, cines o teatros cierren sus puertas, y se han hecho con el control de la mayor parte de la administración local.

Un reportero que pasó el fin de semana pasado en Clichy y sus vecinas ciudades de Bondy, Aulnay-sous-Bois y Bobigny escuchó articularse un único mensaje: las autoridades francesas deben mantenerse alejadas.

“Todo lo que pedimos es que se nos deje solos”, decía Mouloud Dahmani, uno de los “emires” locales involucrados en las negociaciones encaminadas a persuadir a los franceses de que retiren a la policía y de que permitan que un comité de jeques, en su mayor parte de la Hermandad Musulmana, negocie el final de las hostilidades.

El Presidente Jacques Chirac y el Premier Villepin están especialmente ofendidos porque se habían creído que su oposición al derrocamiento de Saddam Hussein en el 2003 daría a Francia una imagen heroica en la comunidad musulmana.

Esa ilusión se ha hecho pedazos ahora — y la administración Chirac, que ya atraviesa una crisis política cada vez más profunda, parece estar desorientada acerca de cómo hacer frente a lo que el rotativo parisino France Soir llama “bomba de tiempo”.

Hoy está claro que una buena parte de los musulmanes de Francia no sólo rehúsa asimilarse en “la cultura francesa superior”, sino que cree firmemente que el islam ofrece las formas de vida más altas a las que la humanidad debiera aspirar.

Así que, ¿cuál es la solución? Una solución, ofrecida por Gilles Kepel, consejero de Chirac en asuntos islámicos, es la creación “una nueva Andalucía”, en la que cristianos y musulmanes vivirían juntos y cooperarían para crear una nueva síntesis cultural.

El problema de la visión de Kepel, sin embargo, es que no trata el importante tema del poder político: ¿quién gobernará esta nueva Andalucía, los musulmanes o los franceses enormemente seculares?

Repentinamente, la política francesa se ha hecho digna de examen de nuevo, aunque por los motivos erróneos.

Nota:
[i] El millet, comunidad religiosa no musulmana; también es el nombre del sistema de control de los dhimmis durante el Imperio Otomano. Cada millet podía organizar su vida según su fe, siempre que no importunase los mandatos del Corán para los dhimmis.

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