¿Por qué bombardear a civiles?

La penúltima vez en que Israel riñó una guerra en Gaza, en 2009, Avigdor Lieberman, el ministro de Asuntos Exteriores en aquel momento, comparó el conflicto con la guerra de los Estados Unidos contra el Japón. No era necesaria una costosa invasión terrestre; se podía bombardear al enemigo desde el aire para someterlo.

La comparación, aparentemente escandalosa, no era del todo inadecuada y tampoco lo es hoy. Infligir el máximo daño desde el aire era y sigue siendo la estrategia de Israel para con la Gaza gobernada por Hamás. Aun cuando aceptemos que Israel tiene un motivo legítimo para acabar con los túneles utilizados para infiltrar comandos palestinos dentro de Israel, eso no explica por qué es necesario bombardear escuelas, centrales eléctricas, hospitales, mezquitas y zonas civiles densamente pobladas.

La explicación oficial es la de que los misiles palestinos están escondidos en las zonas civiles. Muy bien puede ser cierto, pero los dirigentes israelíes parecen creer también que destrozando Gaza y a su pueblo con bombas se puede destruir la moral de los palestinos. En algún momento, se hartarán y cederán... y tal vez se vuelvan contra sus gobernantes.

Eso es lo que se llamaba “bombardeo estratégico” o a veces “bombardeo aterrador”, método de guerra concebido para acabar con la fuerza de voluntad de un pueblo destruyendo sus “centros vitales”. Los principales partidarios de esa idea, formulada en el decenio de 1920, fueron el italiano Giulio Douhet, el americano William Mitchell y el inglés Hugh Trenchard.

Los británicos utilizaron por primera vez esa táctica a mediados del decenio de 1920 en Mesopotamia, donde intentaron acabar con la fuerza de voluntad de los rebeldes iraquíes y kurdos anticolonialistas borrando del mapa pueblos enteros desde el aire, a veces con bombas llenas de gas mostaza. El momento más sangriento llegó en agosto de 1945, cuando los Estados Unidos utilizaron bombas atómicas para arrasar Hiroshima y Nagasaki: puede que en eso fuera en lo que pensaba Lieberman.

Hubo muchos otros ejemplos de bombardeo estratégico. La Alemania nazi intentó acabar con la moral británica bombardeando grandes zonas de Londres, Birmingham y Coventry, entre otros puntos. Cuando los japoneses no pudieron dejar postrada a la China de Chiang Kai-shek en el decenio de 1930, los bombarderos llevaron el terror a Shanghái, Chongqing y Hankow. En 1940, los alemanes destruyeron el centro de Rotterdam.

A partir de 1943, el protegido de Trenchard, Arthur “Bombardero” Harris, recurrió a unas oleadas tras otras de ataques de la Royal Air Force para demoler casi todas las ciudades de Alemania. La RAF bombadeaba a los alemanes de noche y la Fuerza Aérea del Ejército de los EE.UU. lo hacía de día.

Al Japón le esperaba algo peor. Mucho antes de la destrucción de Hiroshima y Nagasaki, la Fuerza Aérea de los EE.UU., al mando del general Curtis LeMay, logró calcinar todas las ciudades japonesas más importantes con bombas incendiarias.

El bombardeo estratégico es una aplicación del concepto de “guerra total”, en el que se considera combatientes a todos los civiles y, por tanto, blancos legítimos. En 1965, cuando los norvietnamitas estaban demostrando ser unos enemigos tenaces, LeMay amenazó con “devolverlos a la edad de piedra a base de bombardeos”

El problema del bombardeo estratégico es el de que nunca parece haber funcionado, con la posible excepción de Rotterdam (pero entonces Holanda ya estaba derrotada). En lugar de acabar con la moral popular en Londres, Berlín, Tokio o Hanoi, solía fortalecerla. Al afrontar una amenaza mortífera común, los civiles se agrupan en torno a los únicos dirigentes que pueden hacer algo para protegerlos, aun cuando los detesten de forma generalizada.

Y así los alemanes siguieron combatiendo hasta que la fuerza combinada de los ejércitos aliados invasores los abrumaron en 1945. Los japoneses acabaron rindiéndose porque temieron una invasión por parte de la Unión Soviética. Los norvietnamitas nunca se rindieron y los palestinos, ya estén gobernados por Hamás o no, no dejarán de combatir a Israel, sobre todo en Gaza, donde la generalizada destrucción los ha dejado sin gran cosa que perder.

Entonces, ¿por qué persisten los gobiernos en utilizar esa estrategia cruel, pero ineficaz? La pura y simple sed de sangre –el placer de infligir sufrimiento a un enemigo odiado- puede tener algo que ver con ello. Tal vez motivara a Harris a bombardear ciudades alemanas una y otra vez, incluso cuando ya no había un objetivo militar concebible.

Pero la pasión violenta y el deseo de descargar la venganza no puede ser el único motivo o tal vez el principal incluso. Una explicación más verosímil es la de que el bombardeo estratégico tiene que ver, en efecto, con la moral, pero no con la del enemigo. Es la moral del frente propio la que se debe estimular, cuando otros métodos parecen fallar.

Winston Churchill decidió lanzar sus bombarderos contra los civiles alemanes cuando la victoria aliada estaba aún muy lejana. Necesitaba levantar la moral británica con una demostración de fuerza contra un enemigo que acababa de pasar varios años bombardeando el Reino Unido.

La otra ventaja de las campañas de bombardeo, ávidamente promovidas durante la segunda guerra mundial por hombres que estaban obsesionados por los recuerdos del interminable baño de sangre de la primera guerra mundial, era el de que el ataque al enemigo no requería la pérdida de muchos de los soldados propios. Muchos pilotos de bombarderos británicos murieron, naturalmente, pero en una invasión por tierra habrían muerto muchos más soldados. De hecho, con la supremacía en el aire, como en Mesopotamia en el decenio de 1920 o en el Japón en 1945, se pueden perpetrar matanzas en masa prácticamente sin costo alguno.

Hay otra explicación, que también se remonta al decenio de 1920. El de bombardear era un modo “barato”, como dijo Churchill, de mantener el orden en un imperio. Se podía poner fin a las rebeliones matando al suficiente número de personas desde una gran altura. La utilización de aviones no tripulados por el Presidente de los EE.UU., Barack Obama, en el Afganistán, el Pakistán y el Yemen se debe al mismo principio.

Pero ésas son siempre victorias pírricas, porque toda muerte de un civil crea nuevos rebeldes, que con el tiempo volverán a alzarse. Si el Primer Ministro de Israel, Binyamin Netanyahu, no sabe eso, es un insensato. Si lo sabe, es un cínico que ha renunciado a la idea de una paz duradera. Es difícil saber qué es peor.

Ian Buruma is Professor of Democracy, Human Rights, and Journalism at Bard College. He is the author of numerous books, including Murder in Amsterdam: The Death of Theo Van Gogh and the Limits of Tolerance and, most recently, Year Zero: A History of 1945. Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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