Por qué Brasil necesita al FMI

La economía brasileña se encuentra en terapia intensiva. La crisis política que amenaza al país — la Presidenta Dilma Rousseff enfrenta un proceso de destitución por supuestas maniobras contables irregulares para disimular el déficit fiscal – plantea serias preguntas acerca de quién se hará cargo del administrar el tratamiento necesario.

La situación es ciertamente grave. La producción se está contrayendo, la recaudación fiscal flaquea, y el déficit presupuestario supera el 9% del PBI. La inflación ha superado los dos dígitos, obligando al banco central a elevar las tasas de interés — una política insostenible dada la cada vez más profunda recesión y el creciente costo de solventar los intereses de una deuda pública que crece exponencialmente.

En efecto, el súbito deterioro de las finanzas públicas de Brasil ha llevado a que el riego país sobre su deuda soberana alcance niveles similares a los argentinos. La posición de reservas internacionales, equivalente a US$370 mil millones y que hace no tanto tiempo se creía inexpugnable, es cada vez más vulnerable. Cuando se toma en cuenta el valor de los swaps de divisas (US$115 mil millones), la proporción de deuda pública a corto plazo (tanto externa como interna) cubierta por reservas internacionales cae por debajo del umbral crítico de 100 por ciento.

Al comenzar su segundo mandato presidencial a principios de año, Rousseff estableció claramente cuáles serían las prioridades de su administración: implementar un programa de ajuste fiscal creíble para retornar a un superávit primario (el saldo primario excluye el pago de intereses) y reducir el ritmo de crecimiento de la deuda pública a niveles sostenibles. Con estos objetivos en mente, Rousseff designó un equipo económico de identificado con la ortodoxia para liderar el esfuerzo.

Sin embargo, la situación no ha hecho más que empeorar, en parte debido a la desaceleración de la economía China, el fin del auge de los commodities, la normalización de las condiciones financieras internacionales, el anémico crecimiento global, y varios años de mala gestión. Pero la crisis política ha transformado una situación mala en una mucho peor: de hecho, el mayor obstáculo para la recuperación económica fue el escándalo de corrupción masivo del gigante petrolero estatal Petrobras.

Aunque el escándalo estalló el año pasado, recientemente han salido a la luz acusaciones y evidencia que salpican a altos funcionarios de los partidos políticos tradicionales, así como a destacados empresarios. De manera similar a lo que ocurrió en Italia con las investigaciones de mani pulite (“manos limpias”) en los años 90, el escándalo de Petrobras ha sumido a la política brasileña en el caos. Por primera vez en la historia, un senador en funciones ha sido arrestado por cargos de corrupción. El proceso de juicio político (impeachment) a la presidenta Rousseff no hace más que echar leña al fuego a un situación ya complicada.

En este momento, Brasil se encuentra atrapado en un círculo vicioso, o lo que los economistas llaman un “mal equilibrio”. Aún si existiese un gobierno capaz de y dispuesto a llevar a cabo los correctivos fiscales necesarios, las consecuencias políticas del caso Petrobras han infligido un daño severo a la credibilidad del país. La recuperación de la credibilidad tomará tiempo – y tiempo es justamente de lo que Brasil no dispone.

Sin credibilidad a los ojos de los mercados, las tasas de interés y el riesgo soberano se mantendrán en niveles elevados, saboteando el esfuerzo de ajuste fiscal y empujando a la economía a una espiral descendiente. Por otra parte, las crecientes presiones presupuestarias harán que sea cada vez mas difícil para el banco central elevar las tasas de interés a corto plazo para así cumplir su mandato anti-inflacionario. En resumen, Brasil carece de un anclaje fiscal y monetario creíble.

Si Brasil ha de recuperar su credibilidad rápidamente, necesitará el apoyo de la comunidad internacional. Brasil no cuenta con el equivalente institucional del Banco Central Europeo (BCE), un organismo con la potestad de hacer todo “lo que sea necesario”(“whatever it takes”) para retener acceso al crédito a tasas razonables mientras el país se aboca a reformas fiscales y estructurales. Lo más parecido al BCE que tiene Brasil es acceso al Fondo Monetario Internacional, con el cual debe negociar un programa de ajuste.

Dicho programa incluiría un aumento del superávit primario al 2-3% del PBI en el mediano plazo; restricciones sobre el gasto público (la carga impositiva ya se encuentra por las nubes); la eliminación de las normas de indexación que hacen que el gasto público sea excesivamente rígido; y la desvinculación de ingresos y gastos, un rasgo característico del presupuesto de Brasil que lo hace muy difícil de gestionar en momentos de dificultades económicas. Asimismo, Brasil debería eliminar de manera gradual los subsidios del Tesoro a BNDES – el Banco Nacional de Desarrollo brasileño –y usar tasas de mercado para fijar las tasas activas del BNDES, de esta manera contribuyendo a restaurar la salud de las cuentas fiscales y a la vez eliminando distorsiones en la intermediación financiera.

Por su parte, el FMI daría su sello de aprobación al programa de ajuste y pondría sus propios recursos a disposición, de tal forma que Brasil no necesitaría recurrir a los mercados internacionales de capital por un período de tiempo razonable hasta que el programa comience a generar resultados. Esto incrementaría en gran medida las posibilidades de éxito del programa.

Sin lugar a dudas, recurrir al FMI implica un estigma considerable. Sin embargo, la realidad marca que apoyar a países en situaciones como la de Brasil es justamente cuando instituciones financieras globales como el FMI – el cual, debe notarse, es mucho más flexible y abierto hoy que hace diez años – pueden desempeñar un rol constructivo.

Más concretamente, Brasil se ha quedado sin buenas opciones (y ni que hablar sin opciones fáciles). La única alternativa a un programa con el FMI sería una espiral inflacionaria que diluya el valor real de la deuda y demás obligaciones nominales, o una espiral deflacionaria que pueda terminar requiriendo una reestructuración de la deuda pública. Cualquiera de los dos escenarios echaría por tierra las reformas y conquistas sociales que el país ha alcanzado desde que el programa de estabilización Plano Real fue iniciado en 1994.

Ante este panorama, y a pesar de las potenciales complicaciones políticas y una posible reacción social adversa, Brasil no tiene más remedio que implementar un programa de ajuste con el apoyo del FMI. Tal vez tenga un sabor amargo, pero sólo el FMI puede proporcionar la medicación que Brasil tanto necesita.

Monica de Bolle is Professor of Macroeconomics, Pontifical Catholic University, Rio de Janeiro and Nonresident Senior Fellow, Peterson Institute for International Economics.
Ernesto Talvi is Nonresident Senior Fellow and Director, Brookings-CERES Economic and Social Policy in Latin America Initiative, Brookings Institution.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *