Por qué casarte con un extranjero hace más feliz tu vida

Por qué casarte con un extranjero hace más feliz tu vida

Hace unos años, mi esposo y yo fuimos a un restaurante un viernes por la noche. Acababan de servirnos spritzes de Aperol —vivíamos en Ginebra, donde se habla francés y se beben cocteles italianos— cuando un hombre que no conocía se acercó a nuestra mesa. Comenzó a hablar. Mi esposo charló con él. Me dejaron de lado y solo pude pronunciar las palabras bonsoir y enchantée, pero jamás se dirigieron a mí. El hombre se fue del lugar y yo seguí siendo un objeto no identificado, sentada en esa silla… muda, anónima y molesta.

“¿Por qué no me presentaste?”, le pregunté a mi esposo.

“¿Por qué lo haría?”, respondió. “Eso no sería normal”.

“Sí, si quieres que tus conocidos crean que saliste a cenar con una prostituta”.

“Apenas lo conozco”.

Mi esposo, debo recordar, es una persona amable. No es misógino, narcisista, bígamo ni cualquier otro sustantivo que lo predisponga a excluir a su esposa de una conversación. Sin embargo, frente a nuestras posibilidades de malentendidos culturales, es peor que eso: es francés.

Cuando nos conocimos hace seis años, en una fiesta en Londres, jamás habría imaginado que me casaría con él. También eso fue extraño: estiré la mano y le dije: “¡Hola, soy Lauren!”. Mucho después sabría que los franceses tienen su propio conjunto de reglas para presentarse. En eventos sociales en París, donde ahora vivimos, se intercambian besos antes que nombres. La frase para romper el hielo (Je m’appelle) es estrictamente académica.

En el pequeño pueblo de Carolina del Norte donde crecí, que orgullosamente no es cosmopolita, la definición de exogamia era casarse con alguien de Nueva Jersey. Nuestros árboles familiares crecían en ordenados huertos de similitud demográfica. Nuestros padres, como sus padres —con la excepción de las esposas de la guerra— habían encontrado parejas que eran sus reflejos exactos.

Era una característica de tiempo y espacio. No había internet. No había fines de semana en Reikiavik. Apenas en 2013, la Oficina de Censo de Estados Unidos comenzó a tomar nota de matrimonios “de origen mixto”. No obstante, durante las últimas cuatro décadas, los matrimonios multiculturales —interraciales, interétnicos e interreligiosos— han estado aumentando, y ahora por lo menos un siete por ciento de los hogares de parejas casadas incluyen a un cónyuge nativo y a uno extranjero. En California, Nevada, Hawái y el Distrito de Columbia, la tasa se acerca al doble de eso. No solo se trata de un fenómeno estadounidense. En 25 de 30 países europeos, por ejemplo, los matrimonios de origen mixto están en aumento y en algunos casos la proporción alcanza hasta el 20 por ciento.

Algunos estudios han sugerido que los matrimonios multiculturales son una iniciativa complicada, con una tasa más alta de divorcio. Hay psicoterapeutas que se especializan en dar asesoría a parejas multiculturales. Me imagino que a veces no pueden evitar ignorar a las parejas cuando hablan de otra anécdota de errores de traducción, extrañar el país de origen, tradiciones opuestas, comunicación confusa o problemas de visa (obtener la documentación adecuada puede ser particularmente difícil para las parejas binacionales del mismo sexo).

Los problemas se vuelven cotidianos para las parejas multiculturales. Intentar decidir cuál es la hora apropiada para cenar —en Francia lo usual es cenar a las nueve de la noche— ha provocado más drama en nuestro hogar que los obstáculos universales de qué nombre ponerle a los hijos y dónde vivir. Hay ciertos placeres que jamás compartiremos, como comer pizza fría en el desayuno.

Sin embargo, por cada complicación que conlleva un matrimonio cultural, ofrece una recompensa. Recetas auténticas (pista: agrega couenne de lard —corteza cruda de cerdo— al daube de boeuf), pasaportes extra, niños que hablan dos idiomas sin haber estudiado jamás verbos del primer grupo.

Hay libertad a la hora de moldear tu propia manera de hacer las cosas. Debes pensar —mucho— en tus prioridades cuando simplemente no puedes recurrir a una norma en común. Para mí, aprender francés ha sido un gran regalo: tan solo ser capaz de leer las noticias en otro idioma es como descubrir que tu casa tiene una habitación extra que no sabías que existía. Cuando formas una familia con alguien de otro país, tienes el doble de música, el doble de películas, el doble de equipos que apoyar, el doble de festividades. Viajas. Tus padres viajan.

“Es susceptible a problemas, pero las posibilidades de una relación gratificante son más altas que el promedio”, concluyeron los autores de un informe finlandés en torno a los matrimonios binacionales. Me parece que eso es cierto. Quien se arriesgue a compartir su vida con alguien que no pertenece a su grupo social —no solo a través de distintas nacionalidades, sino también, religiones, razas y clases— se convierte en participante, lo sepa o no, de un experimento mundial sobre cómo desarrollar la empatía. La conciencia y la negociación de las pequeñas diferencias se suman a un entendimiento más amplio sobre las dificultades del mundo.

El día que mi esposo y yo caminamos al lado de más de tres millones de compatriotas tras los ataques a Charlie Hebdo, entendí, hasta los huesos, por qué un rassemblement no es exactamente un mitin ni una manifestación; que la bandera no indica lo mismo para los franceses que para los estadounidenses; que cada sociedad tiene su formas de expresar patriotismo, pertenencia y duelo. He intentado recordar esto recientemente, pues mi esposo y yo hemos tenido discusiones sobre el significado del burkini. Estoy agradecida de que estemos obligados a hacerlo. Es mucho más difícil ignorar las diferencias cuando la persona con la que no estás de acuerdo está sentada al otro lado de la mesa… aunque a veces se rehúse a presentarte a las personas.

Lauren Collins, redactora de The New Yorker, es la autora de When in French: Love in a Second Language.

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