¿Por qué debe de ser gratis la literatura?

La mañana del 24 de abril de 1916 un joven poeta, Pádraic Henry Pearse, en nombre de un gobierno provisional presidido por él, leía la declaración de independencia de Irlanda en la puerta de la Oficina Central de Correos de Dublín, mientras que algo más de 1.500 voluntarios, organizados en batallones, ocupaban diversos puntos estratégicos de la ciudad.

Se iniciaba así el Eastern Rising, el alzamiento de Pascua, principal hito de la lucha por la independencia irlandesa frente a la Gran Bretaña. El ejército inglés reprimió con dureza la revuelta, ahogándola en menos de una semana, y los siete firmantes de la proclamación fueron fusilados en la prisión de Kilmainham.

Lo que interesa ahora de aquel suceso es reseñar que, del grupo de hombres que proclamaron la independencia irlandesa en la Oficina de Correos dublinesa, tres eran poetas, dos de ellos también profesores de lengua y el tercero dramaturgo; un cuarto era periodista y autor de letras de canciones; y un quinto, instrumentalista de gaita y profesor de gaélico. De modo que sólo dos no tenían que ver con actividades artísticas o intelectuales.

Además de ellos, muchos de quienes se unieron a la revuelta ejercían actividades relacionadas con la literatura y las artes y manejaban mejor la métrica y el solfeo que el fusil. Nunca hubo una revolución tan literaria en la historia del mundo. Y quizás fue una de las razones por las que el alzamiento no triunfó. No obstante, la épica de la empresa quedó para la posteridad gloriosamente retratada: cualquier estudiante irlandés puede recitar hoy de memoria el poema que William B. Yeats dedicó al alzamiento, en el que se repiten estos hermosos versos al final de cada estrofa: All changed, changed utterly; a terrible beauty is born.

Quizás sea aquel sacrificio la razón por la que Irlanda es el país que más ama a sus creadores. No es raro, viajando por sus estrechas carreteras, encontrarse casas con los perfiles de escritores famosos pintados en sus fachadas. Yo he visto, por ejemplo, los rostros de Joyce y de Beckett decorando una pared en el condado de Kerry. Y en todas las ciudades abundan las estatuas de novelistas, poetas, pintores, músicos y dramaturgos.

Si Inglaterra ama a sus soldados, Francia a sus cocineros, Italia a sus tenores, Estados Unidos a sus actores y España a sus mártires, Irlanda ama a sus creadores y, en particular, a los escritores. No hay más que remitirse a los hechos: en 1969, a instancias de Charles Haughey, más tarde primer ministro, el Parlamento aprobó una ley, aún vigente, por la que los derechos de autor procedentes del trabajo creativo quedaban libres de impuestos.

Qué distinta nuestra historia. Cervantes fue encarcelado, Larra se pegó un tiro, Ganivet se arrojó a un lago de aguas frías, Lorca y Muñoz Seca murieron fusilados y cientos de creadores han vivido, a lo largo de nuestra tremebunda historia, la pena honda del exilio.

Nuestros políticos nunca nos han querido ni ayudado y les interesan, más que nuestras palabras, nuestras firmas en tiempos de elecciones. El resto del año sólo existen aquellos escritores y artistas que decoran los salones de los poderosos.

En estos tiempos, las leyes democráticas intentan proteger los derechos de autor y existe una organización, Cedro, que trata de evitar el uso incontrolado de los textos de los creadores. Gracias a ello, los escritores recogemos unas migajas anuales, en forma de unos cientos de euros si hay suerte, que Cedro recolecta mediante el cobro de un estipendio sobre la fotocopia o el "escaneado" -horrible palabra- de nuestras obras, eso que se conoce como "canon". No es algo que dé para vivir, ni mucho menos; pero al menos sienta un derecho que impide que te birlen en forma impune tus palabras.

Y aún así, hay voces que se alzan criticando esa limosna, que casi lo es, en nombre de un extraño principio al que llaman "gratuidad de la cultura". Y el pobre escritor se dice: ¿por qué no puedo yo vivir de lo que produzco y sí aquel que nos da de comer, o el banco que me presta dinero (cuando lo presta, claro), o quien nos cura, o quien nos representa en un Parlamento? ¿Por qué debe de ser gratis usar de la cultura y, sin embargo, pagamos por alimentarnos, por estar sanos y por ser gobernados en democracia?

¡Cuánta gente se asombra cuando un pobre poeta pretende cobrar por un pregón o una conferencia! "¿Pero no es cultura?", preguntan atónitos. Y alguien responde con miedo a que le tomen por loco: ¿y no hacen cultura Plácido Domingo, o Paco de Lucía, o Mikel Barceló cuando cobran por cantar, tocar la guitarra o pintar el interior de una catedral? ¿Qué es cultura y qué no es?

Quizás los escritores españoles tendríamos que jugarnos la vida en una revuelta insensata para que nuestros políticos nos respeten y nuestro pueblo nos ame. O nacionalizarnos irlandeses y ahorrarnos los impuestos sobre las migajas que nos caen de vez en cuando.

Javier Reverte, escritor.