¿Por qué divergen las acciones y los bonos?

¿Cómo entender la divergencia entre los nuevos máximos de los índices bursátiles globales y los nuevos mínimos de los tipos de interés reales en todo el mundo? En un intento de reconciliar estas tendencias se han ofrecido diversas explicaciones excluyentes. Encontrar la correcta es esencial para calibrar adecuadamente la política fiscal y monetaria.

Las explicaciones más comunes pueden ser peligrosamente engañosas, ya que subestiman los factores de riesgo. Por ejemplo, la teoría del “estancamiento secular” asegura que la baja de los tipos de interés es normal, porque la economía global padece escasez crónica de demanda, y esto puede subsanarse con un crecimiento sostenido del gasto público.

Según esta idea, el optimismo de las bolsas sólo refleja una baja tasa de descuento de las ganancias futuras. Además, durante las últimas décadas, la participación de los trabajadores en las ganancias parece haber caído pronunciadamente en las ocho economías más grandes del mundo, con la posible excepción del Reino Unido. A la inversa, la participación del capital viene en aumento, lo que obviamente empuja un alza de las acciones (aunque también siguen subiendo en países como Estados Unidos y el Reino Unido, donde comienza a verse al menos una recuperación cíclica de la participación de los trabajadores, y donde muy pronto podría haber aumentos del tipo de interés).

Los proponentes de la teoría del estancamiento secular afirman que todavía se necesita un aumento de la relación gasto público/PIB (que en la mayoría de las economías avanzadas ya es más del doble de lo que era en la década de 1950). Pero aún aceptando que las inversiones públicas en educación e infraestructura hoy son especialmente razonables dado su alto rendimiento, la idea de que la falta de demanda provoque una restricción permanente de la oferta es discutible. Estudios más profundos de la última recesión señalan que los efectos duraderos de la llamada “histéresis” sobre el desempleo han sido limitados, al menos en Estados Unidos.

Otra posible explicación de los bajos tipos de interés es la represión financiera. El Banco Central Europeo y el Banco de Japón (lo mismo que la Reserva Federal de Estados Unidos antes) están comprando bonos a más no poder. Al mismo tiempo, para promover la estabilidad financiera se aprobó un sinfín de normas que obligan a bancos, fondos de pensión y aseguradoras a acumular títulos públicos. De modo que las tasas actuales tienen que ver más con distorsiones en los mercados financieros que con expectativas de crecimiento lento.

Los proponentes de la explicación por la represión financiera ven la caída de las tasas como un impuesto implícito a los bonistas que reduce el interés que obtienen. Esto no es necesariamente malo, ya que todos los impuestos son distorsivos y no hay manera de resolver el actual exceso de endeudamiento sin afectar de algún modo al crecimiento.

Pero el impuesto de la represión financiera no es ni remotamente tan progresivo como sería un impuesto a la riqueza más genérico, porque las familias de menores ingresos generalmente no invierten tanto en acciones. En todo caso, no está claro que la represión financiera sea la única explicación. La caída de rendimiento de los bonos no sólo afectó a los títulos públicos sino a muchos otros tipos de deuda.

Hay también otros factores que contribuyen a los bajísimos tipos de interés actuales. Uno de ellos es, sin duda, la presencia de una pirámide demográfica adversa y una desaceleración de la oferta de mano de obra en la mayor parte de las economías avanzadas. Pero lo raro es que se trata de una tendencia que se desarrolló en forma muy gradual y predecible, mientras que la caída de los tipos de interés fue mucho más rápida y hasta cierto punto inesperada (al menos, para los bancos centrales). Y no parece que la suba de las bolsas pueda atribuirse ante todo a cuestiones demográficas (aunque hay quien intentó esa explicación).

Extrañamente, factores como el aumento del riesgo y el temor a nuevas perturbaciones (no sólo en la forma de otra crisis financiera, sino también de inestabilidad geopolítica o epidemias) no parecen pesar mucho en el debate político actual, aunque es una idea que ronda.

A pesar de que los bonos no son una cobertura perfecta contra esos riesgos, suelen ser mejores que las acciones (excepto en casos de guerra mundial, cuando a ambos puede irles mal). En un artículo reciente con Carmen y Vincent Reinhart hemos demostrado que incluso un cambio relativamente pequeño del riesgo de desastres (digamos, un aumento de un valor normal de entre 2 y 3% a entre 3 y 4%) puede provocar una caída enorme del tipo de interés real en todo el mundo (hasta valores bien por debajo de cero), incluso con expectativas de crecimiento firmes.

Pero la moraleja para los gobiernos no es sencilla. Si cuentan con información y capacidades analíticas de mejor calidad que los agentes económicos y evalúan correctamente que sus temores son infundados, entonces tiene sentido que aprovechen esa información, por ejemplo, emitiendo más deuda.

Por otra parte, si ese temor no está errado y realmente hay más riesgo de desastre, entonces las decisiones políticas serán mucho más complejas. El problema es que de producirse el desastre, tendría altos costos para el gobierno, de modo que mantener un margen de maniobra fiscal para dicha eventualidad tiene un alto valor de opción.

La idea de que las exiguas tasas actuales no son sino un síntoma de escasez de demanda o de represión financiera es peligrosamente simplista. Es verdad que todavía hay mucho temor a una nueva catástrofe económica tras la crisis financiera (a lo que contribuye la fragilidad irresuelta de la eurozona y la creciente inestabilidad de los mercados emergentes), y es normal que los agentes económicos estén más precavidos. Pero si las tendencias de precios de las acciones y los bonos obedecen aunque sea en parte a riesgos reales, también los gobiernos deberían llamarse a precaución.

Kenneth Rogoff, Professor of Economics and Public Policy at Harvard University and recipient of the 2011 Deutsche Bank Prize in Financial Economics, was the chief economist of the International Monetary Fund from 2001 to 2003. His most recent book, co-authored with Carmen M. Reinhart, is This Time is Different: Eight Centuries of Financial Folly. Traducción: Esteban Flamini

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