Por qué el mundo rechaza a Occidente

Por qué el mundo rechaza a Occidente
MOHAMMED ABED/AFP via Getty Images

Mientras la guerra en Gaza ingresa a su cuarto mes, muchos en Medio Oriente y todo el sur global están conmocionados por la ferocidad de la campaña militar de Israel y por el apoyo inquebrantable de los gobiernos occidentales. Se ve como una guerra que es tanto del presidente estadounidense Joe Biden como del primer ministro israelí Binyamin Netanyahu; y la impasibilidad ante la escala de la devastación confirma lo poco que, al parecer, valen las vidas árabes para los líderes occidentales.

Para quienes vivieron la Guerra Fría y vieron cómo las potencias occidentales trataron a los estados poscoloniales y a sus habitantes, los últimos acontecimientos no son nada nuevo. Como sostengo en mi nuevo libro, What Really Went Wrong: The West and the Failure of Democracy in the Middle East [Qué salió mal: Occidente y el fracaso de la democracia en Medio Oriente], Estados Unidos y otros países occidentales (sobre todo el Reino Unido) siguieron durante casi un siglo una política exterior intervencionista, militarista y antidemocrática que en general no tiene en cuenta los intereses de los pueblos de Medio Oriente. Más bien, las decisiones históricas de Occidente han obedecido al deseo de hacer retroceder al comunismo y asegurar el dominio del capitalismo liberal.

En la búsqueda de estos objetivos gemelos, Estados Unidos ofreció a la dirigencia de Medio Oriente una elección de suma cero: unirse a las alianzas regionales de defensa lideradas por Occidente y abrir sus economías al capital global, o que se los considerara enemigos. En nombre de mantener la estabilidad y asegurar un flujo ininterrumpido de petróleo barato, las potencias occidentales firmaron pactos diabólicos con los autócratas de Medio Oriente, y contribuyeron en forma activa al fracaso de movimientos democráticos incipientes.

Un caso notable fue a principios de los cincuenta, cuando el demócrata liberal Mohammed Mossadegh se convirtió en primer ministro de Irán y nacionalizó el petróleo iraní: la CIA y el MI6 organizaron un golpe de Estado y pusieron en su lugar al sha. Esa intervención realizada en interés propio detuvo el desarrollo democrático de Irán y creó las condiciones para la revolución islámica de 1979 que instauró el actual régimen teocrático gobernante.

También en los cincuenta, Gamal Abdel Nasser (un líder carismático que tenía buena voluntad hacia los Estados Unidos) asumió la presidencia de Egipto y decidió no sumar a su país a un pacto de defensa liderado por Occidente. Para humillarlo y forzar su caída, Estados Unidos y el RU retiraron su apoyo al enorme proyecto del dique de Asuán en el río Nilo. Eso dio lugar a la Crisis de Suez (1956), que casi provocó una guerra mundial. El resultado final fue que el líder más popular del estado árabe más poblado se convirtió en un encarnizado enemigo de Occidente.

Es verdad que Occidente, liderado por Estados Unidos, también aplicó estas políticas coercitivas a otras regiones; pero en el caso de Medio Oriente los funcionarios occidentales siempre racionalizaron su misión neoimperial con el argumento de que la combinación entre el islam y la cultura árabe es incompatible con la democracia. La conclusión implícita era que la estabilidad que Occidente tanto valora demandaba la presencia en estos países de déspotas brutales.

La enseñanza para esos déspotas ha sido inequívoca: mientras obedezcan a Estados Unidos, a nadie preocupará que repriman y violen los derechos humanos. Y para los habitantes de la región, la lección también ha sido clara: por mucho que Occidente hable de Estado de Derecho y democracia, poco le importan sus vidas y sus derechos. Bien lo demostraron la invasión y la larga ocupación de Afganistán e Irak.

Barack Obama fue el primer presidente estadounidense que insinuó un cambio de postura. En un discurso que pronunció en la academia militar de West Point en 2014, denunció el belicismo permanente de Estados Unidos y su inclinación a disparar primero y preguntar después. Sostuvo que la causa de los errores más costosos de Estados Unidos en la región no fue la autocontención, sino la «disposición a lanzarse a aventuras militares sin pensar las consecuencias, sin procurar apoyo internacional y legitimidad para [la] acción; sin explicar honestamente al pueblo estadounidense los sacrificios necesarios».

Por desgracia, parece que Biden (un miembro de la generación de liderazgo estadounidense de la Guerra Fría) no tiene la mirada mesurada de Obama. Hasta octubre del año pasado le había dedicado poco tiempo y atención al conflicto entre Israel y Palestina. Aceptó sin reparos el statu quo insostenible del perpetuo sufrimiento palestino, y se concentró, en cambio, en tratar de ampliar los Acuerdos de Abraham, mediados por la administración Trump para normalizar las relaciones de Israel con las autocracias árabes a cambio de protección y colaboración en el área de la defensa (poniendo fin al compromiso de la región con la creación de un estado palestino).

Desde el brutal ataque de Hamás del 7 de octubre (que puso de manifiesto la insensatez de la estrategia de Biden y Netanyahu), no ha habido ni autocontención ni un intento de pensar las consecuencias de esta guerra. En vez de eso, Biden y sus aliados europeos han dado apoyo incondicional al desmedido ataque israelí contra Gaza. Mientras la cantidad de víctimas civiles crece a un ritmo nunca antes visto, la crisis humanitaria empeora cada día que pasa y gobiernos de todo el mundo piden un alto el fuego, Biden no se ha mostrado dispuesto a intervenir para detener la masacre.

En tanto, las escaramuzas en la frontera entre Israel y el Líbano y los bombardeos de la alianza occidental contra posiciones hutíes en Yemen y contra milicias proiraníes en Irak hacen pensar que el conflicto puede extenderse todavía más. De a poco, Estados Unidos y el RU se están involucrando otra vez en la región, pero esta vez con plena conciencia de lo que puede pasar. Biden aseguró que iba a ser muy distinto de Trump, pero en lo referido a Medio Oriente, son indistinguibles. Allí y en buena parte del sur global, a Biden se lo recordará como otro presidente estadounidense que devaluó las vidas árabes y predicó la democracia mientras apoyaba la represión y la violencia.

Pero puede que Biden lamente pronto el apoyo incondicional que dio a Netanyahu estos últimos meses. Netanyahu es un experto en la manipulación del proceso político estadounidense y hace poco rechazó el apoyo de Biden para la creación de un estado palestino; en vez de eso, insistió en que Israel debe tener bajo su control la seguridad en «todo el territorio al oeste del [río] Jordán». Hizo coincidir esta declaración con el inicio de la campaña presidencial en los Estados Unidos, en la que Trump es su candidato favorito.

Aun si al final Biden consigue la reelección, la trágica ironía es que hoy Medio Oriente es más inestable que en cualquier otro momento de su historia moderna. La estrategia de Occidente ha sido un colosal fracaso, y el mundo padecerá las consecuencias por mucho tiempo.

Fawaz A. Gerges, Professor of International Relations at the London School of Economics, is author of the forthcoming What Really Went Wrong: The West and the Failure of Democracy in the Middle East (Yale University Press, 2024). Traducción: Esteban Flamini.

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