Por qué el rey no es sagrado en España

Lejos de aminorar, crece la polémica en torno al alcance de la inviolabilidad del rey emérito Juan Carlos I tras la aparición de nuevos acontecimientos.

Al anuncio de archivo de la Fiscalía del Tribunal Supremo respecto a la investigación abierta sobre el origen, gestión y ocultamiento fiscal de su fortuna económica, hay que añadir la reciente decisión del Tribunal Constitucional de no admitir a trámite el recurso interpuesto por Izquierda Unida contra el rechazo reiterado del alto tribunal para no abrir una investigación penal sobre las finanzas del anterior jefe del Estado.

Para vergüenza de todos, los límites de la responsabilidad penal del padre de Felipe VI se decidirán, finalmente, en el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo.

Resulta paradójico que, en pleno siglo XXI, el debate sobre la inviolabilidad absoluta del jefe del Estado siga abierto en España, cuando en otros países de nuestro entorno no existen dudas respecto a la existencia de esta responsabilidad. Tanto es así que el propio presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, se ha mostrado partidario de retirar este privilegio, tal y como lo establece el artículo 56.3 de nuestra Constitución.

Eso sí, después de haber hecho todo lo posible para que Juan Carlos de Borbón y, en la medida que pudiera tener algún conocimiento o colaboración, también Felipe VI, no respondan ante nadie ni expliquen sus comportamientos o entendimientos más que irregulares.

En una democracia digna de tal nombre, no puede existir ejercicio de poder, aunque sea simbólico (en nuestro régimen el rey es mucho más que eso) que no lleve consigo la exigencia de responsabilidad. La igualdad de todos ante la ley no debería permitir excepciones, privilegios ni discriminación alguna entre los ciudadanos.

Fueron los atenienses los primeros que determinaron los principios básicos de lo que debía ser la forma democrática (organización del poder) de un pueblo: responsabilidad del hombre público ante la ley, límites de competencia entre los poderes, temporalidad en el ejercicio de los cargos y soberanía de los ciudadanos libres con obediencia cívica a la ley promulgada.

Desde ese momento, surge la tradición del gobierno limitado y el imperio de la ley que, hasta nuestros días, han constituido los cimientos del liberalismo político.

La necesidad de controlar al poder para evitar la tiranía y el abuso contra la libertad del hombre llevó a la creación de toda una serie de instituciones políticas (juntas, cortes y reinos) y jurídicas (leyes, fueros y juramentos) que constituyeron en Occidente, y más concretamente en la res publica hispana, lo que hoy se conoce como “la tradición de la libertad política”, entendida como libertad colectiva frente al poder. Junto a lo anterior se desarrolló toda una doctrina moral y política que establecía límites al comportamiento indebido del poderoso.

En Grecia se hicieron populares los versos de Horacio “At pueri ludentes, Rex eris, aiunt, Si recte facies” (Epístolas I, I, 59-60: “Los chicos que juegan dicen: eres rey si lo haces bien”).

Estribillo de canción infantil que hizo suya el poeta y que gracias a la tradición de la libertad política, siete siglos después, san Isidoro de Sevilla plasmó como máxima: “Unde et apud veteres tale erat proverbium: res eris si recta facies, si non facies no eris” (Etimologías IX, 3: “Entre los antiguos existía un proverbio: serás rey si obras correctamente; si no lo haces así, no lo serás”), insistiendo en la obligatoriedad de la correcta conducta del monarca y su posible destitución en caso contrario.

Los reinos hispanos fueron la cuna del parlamentarismo (las Cortes) como limitación al poder de los monarcas. Su antecedente fue la Curia Regia, institución política de tradición visigoda que asesoraba a los reyes cristianos durante la Edad Media. El origen de nuestra monarquía visigoda había mantenido el principio de que el rey era en la práctica un “primus inter pares” (primero entre iguales) y debía respetar las leyes y los fueros de las ciudades: fruto del pacto y los acuerdos con la nobleza y las comunidades.

Antes hubo leyes que reyes” se afirmaba en Aragón, que llevó este principio de sometimiento a la ley y al pacto hasta el juramento a sus monarcas: “Nos, que somos y valemos tantos como vos, pero juntos más que vos, os hacemos Principal, Rey y Señor entre los iguales, con tal que guardéis nuestros fueros y libertades; y si no, no”. El juramento era una fuente de ley y obligaba al monarca. No existiendo nada más despreciable que un rey perjuro.

El profesor Rafael Martín Rivera ha explicado que los procuradores en las Cortes castellanas proclamaban que el oficio de rey era gobernar y administrar al servicio y beneficio de lo público, de la res publica (lo público en su sentido político y jurídico). Así, el sometimiento y cumplimiento del gobernante a la ley era obligatorio.

La limitación del poder y la sanción al mal gobernante han sido fundamentos del pensamiento político español hasta la llegada de los Borbones. Así, la escuela aristotélica de Salamanca, con Fernando de Roa a la cabeza (segunda mitad del siglo XV), insistía en que el príncipe estaba sometido a la ley y nunca por encima de ella: “principe non licit agere contra verba legis” (no es lícito que el príncipe actúe en contra de la ley), llegando a defender la preferencia de una “buena ley” a un “buen gobernante” (“melius est legem quam hominem dominari”).

Este pensamiento político español alcanzó su cumbre, ya en el siglo XVI, gracias a figuras como Francisco de Vitoria, Juan de Mariana y Francisco Suárez (entre otros), que teorizaron de manera precisa respecto a que el rey nunca debe ser el centro del gobierno, debiendo estar limitado por la ley y responder siempre de sus acciones: llegando incluso a justificar la resistencia y, en última instancia, el tiranicidio contra el gobernante que se aparta del bien común.

Todo lo anterior dejo poso en la literatura de nuestro Siglo de Oro. Lope de Vega afirmó en una de sus obras: “Todo lo que manda el rey, pero que va contra lo que Dios manda; no tiene valor de ley, ni es rey quien así desmanda”.

Al contrario de lo que ocurría con las monarquías europeas, enclaustradas en las cárceles del absolutismo, España había forjado durante siglos la tradición republicana (res publica) de la monarquía limitada. Nunca, hasta la llegada de los Borbones, la monarquía española había sido absoluta e inviolable. De ahí el absurdo y la manipulación de interpretar la responsabilidad de nuestros monarcas bajo aforismos anglosajones propios del absolutismo, como “the King can do not wrong” (el rey no puede hacer el mal) o “the King delinquere non potest” (el rey no puede cometer delitos), principios radicalmente contrarios a nuestra tradición política.

Los Borbones consiguieron que las Constituciones españolas del siglo XIX, con mayor o menor intensidad, recogieran esta idea antihispánica de la figura sagrada del monarca.

Pero es precisamente bajo el régimen del general Franco cuando se acuña con toda su crudeza el concepto de la inviolabilidad absoluta del jefe del Estado (algo desdeñado por la Constitución republicana de 1931), siendo el artículo 8.1 de la Ley Orgánica del Estado franquista la que determina esta categoría que inexplicablemente copia nuestra Constitución del 78: “La persona del jefe del Estado es inviolable. Todos los españoles le deberán respeto y acatamiento”.

Llegados a este punto, cabe preguntarse no tanto por la continuidad de un precepto constitucional sino por la interpretación torticera que se realiza del mismo. Ya que cualquier análisis integral de la Constitución del 78 (artículos 9.3, 56.3 y 59.2) tiene que llevar a la conclusión de la no existencia de impunidad absoluta del jefe del Estado, y sí únicamente de irresponsabilidad para sus actos políticos refrendados por el Gobierno.

Como guinda de este pastel de despropósitos, tuvimos que escuchar a un expresidente del Gobierno, Felipe González, presuntamente responsable de gravísimos delitos de los que nunca ha sido juzgado, defender a Juan Carlos de Borbón bajo el argumento de que al rey expatriado (por decisión e interés de su hijo) “no se le respeta la presunción de inocencia”. Inocencia de un inviolable. Típico argumento falsario con apariencia de verdad del conocido sofista González.

Javier Castro-Villacañas es abogado, periodista y autor del libro El fracaso de la monarquía (Planeta, 2013).

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