¿Por qué es tan difícil hablar sobre colonialismo?

Los debates públicos sobre el pasado imperial están dominados por dos emociones; el orgullo y la vergüenza. La vergüenza por la violencia y la expropiación con la que se realizó la conquista de América produce el silencio entre las posiciones progresistas y explica que no sea un tema que se quiera tratar en profundidad. El orgullo, en cambio, sí es vocal y, coincidiendo con la pérdida de poder de los países occidentales en la escena internacional y el auge de la extrema derecha, el revisionismo histórico está en ofensiva. En el Reino Unido lo representan autores como Niall Ferguson, y en España el éxito de Imperiofobia marca el inicio de la publicación de obras revisionistas como Madre Patria, de Marcelo Gullo Omodeo; América Hispánica, de Borja Cardelús, y No te Arrepientas, de José Javier Esparza. El rechazo “con toda rotundidad” del Gobierno a la petición de una disculpa por parte del presidente de México, y su voluntad de cerrar el debate, indica que la izquierda, en este sentido, parece atrapada entre el silencio o el orgullo revisionista.

Es difícil hablar sobre colonización porque afecta a la honra y estima nacionales. A diferencia de otras organizaciones voluntarias de las que se puede romper el vínculo una vez no se comparta el proyecto, la nación es una identidad que no se elige y de la que es muy difícil escapar. Dado que resulta muy difícil no identificarse con la nación en la que se nace, movimientos intelectuales y sociales y partidos políticos compiten para ofrecer a los ciudadanos visiones positivas de esa identidad y para renovar el proyecto nacional cuando este entra en crisis. Por lo tanto, en el debate político, las interpretaciones del pasado no se juzgan solamente basándose en su rigor histórico, sino en base a cómo se comparan y compiten entre ellas para ofrecer una narrativa atractiva a los ciudadanos de hoy en día. A los historiadores se les debe exigir el máximo rigor en su profesión, pero la divulgación y enseñanza de la Historia en el discurso público siempre estará mediado por los conflictos políticos presentes. Sencillamente, y como comprueban historiadores una y otra vez, el rigor de un paper académico no es suficiente para contrarrestar la campaña mediática de desinformación del revisionismo. La pregunta relevante, por tanto, es cómo crear un discurso lo suficientemente efectivo para contrarrestar la ofensiva de la derecha revisionista. Es precisamente ante esta problemática que el silencio emanado de la vergüenza de la izquierda resulta políticamente suicida ante la ofensiva de la extrema derecha.

Articular un discurso propio sobre el pasado es una tarea enorme, pero considero que hay dos aspectos fundamentales sobre los que incidir: la moralización de la Historia y la definición histórica de la nación.

El estudio de la historia colonial no puede quedarse en la emisión de un juicio moral sobre el pasado. Los debates moralistas caen muy rápido en comparaciones con otros países (“al menos no exterminamos a los indios como los británicos”) y con otros imperios (“la conquista de los romanos también fue violenta”) y desvían la atención de lo realmente importante, que son las consecuencias de esos procesos en el presente. El colonialismo ha transformado enormemente no solo los territorios colonizados sino también las metrópolis y todo el sistema de relaciones internacionales que hemos heredado hoy en día.

Gran parte de la razón de que la India no sea hoy un país más avanzado no se encuentra en su cultura sino en que el Imperio británico desindustrializó la India para que fuese un territorio que exportaba materias primas como el algodón y compraba las prendas finales creadas en el Reino Unido a un precio más caro. La cantidad de población negra y pobre de EE UU, los países caribeños y Brasil no se entiende sin el tráfico de esclavos del Atlántico y el reducido número de comunidades indígenas en Latinoamérica se debe tanto a enfermedades como al declive de las condiciones de vida producida por el sistema de trabajos forzados que implantó el Imperio español. En uno de los casos más sonados, para que París aceptara la independencia de Haití, esta tuvo que pagar una enorme deuda durante más de un siglo correspondiente al precio que costaban los esclavos que Francia había perdido. No es que estos países se desarrollen con retraso, es que no se les dejó desarrollarse.

Lo realmente relevante del estudio de la Historia es historizar el presente,es decir, entender el presente como resultado de procesos históricos cuyas consecuencias seguimos sintiendo hoy en día. En este sentido, el juicio moral que de verdad debería importarnos no es si el Imperio azteca fue peor que el español, sino cómo lidiamos hoy con las desigualdades creadas por esos procesos.

Para poder plantearnos estas preguntas, es necesario establecer otro “nosotros” que no se identifique completamente con el pasado imperial. Para ello, primero, es preciso remarcar que, en muchos casos, las poblaciones de las metrópolis sufrieron el mismo poder imperial que las colonias en los campos culturales y económicos. Ello no quiere decir que España u otros países europeos no se beneficiasen enormemente de la posesión de colonias, sino que no benefició a todos por igual y no puede tratarse a poderosos y no poderosos como una entidad homogénea.

Segundo, la aceptación del proyecto imperial tampoco fue unívoca y universal. En distintos grados y formas, existen tradiciones antiimperiales en todos los países europeos. Estos personajes y movimientos son parte integral de la historia del país y representan la posibilidad de identificarse con una nación española no imperialista.

En un excelente libro —Insurgent Empire. Anticolonial Resistance and British Dissent—, Priyamvada Gopal recoge las historias de personajes como Ernest Jones, Wilfrid Blunt, Nancy Cunard y Fenner Brockway, los cuales se vieron influidos por los movimientos de resistencia de las colonias y se opusieron al imperialismo británico, puesto que conectaban esas luchas con las luchas sociales que veían en sus países. En España, el personaje más emblemático de esta tradición sea probablemente Bartolomé de las Casas y su denuncia (no exenta de defectos) de la destrucción de las Indias. Con todas sus limitaciones, tanto De las Casas como Francisco de Vitoria representan lo mejor de la tradición de defensa de la humanidad y dignidad de todas las personas. Y esta es una tradición que nos permite identificarnos no solo con los poderes imperiales, sino también con otra España que representa lo mejor de los ideales universales. Urge rescatar esa tradición crítica en el debate público sobre la historia de nuestro país.

En definitiva, se trata de utilizar el marco nacionalista contra sí mismo. Proponer solamente la vergüenza del pasado como respuesta al debate sobre el imperialismo sencillamente no es una estrategia inteligente. Las fuerzas progresistas no ganarán si se enfrascan en guerras culturales, pero perderán si las ignoran. La izquierda necesita reforzar su tejido organizativo y que se hable de los temas que le benefician (medioambiente, trabajo, feminismo, solidaridad, etc.). Sin embargo, proponer el silencio o copiar el discurso de la derecha en temas que claramente importan a la población como el orgullo nacional es un error estratégico de primer orden. Las fuerzas progresistas deben tener una respuesta propia a los debates culturales, incluido el debate sobre el colonialismo. Y el primer paso para lograrla es recuperar la tradición anticolonial europea que nos permita identificarnos con otra Europa y afrontar el terrible legado de nuestro pasado colonial.

Javier Carbonell es profesor en SciencesPo, París, y analista de Agenda Pública.

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