¿Por qué es tan universal el fútbol?

Los encuentros deportivos me entusiasman pero no me emocionan. Me entusiasman como espectador, si un partido se juega bien, o como historiador, por su interés cultural. Como espectador, me divertí mucho viendo el reciente partido en que la selección italiana de rugby venció a Francia. Y como historiador me llamó la atención un dato ofrecido durante el partido por un comentarista de la BBC: el primer encuentro internacional de la Federación Italiana de Rugby se jugó en 1929 en Barcelona. Ganó España. Me recordó una anécdota contada en las memorias de Manuel Iglesias-Sarria. Le iban a fusilar en Madrid durante la Guerra Civil, cuando intervino un oficial republicano que había visto al condenado jugar por España al rugby. En un momento de caridad patriótica, el pelotón le dejó libre. Por lo visto, antes de la Guerra Civil, el rugby contaba por algo en España.

Desde entonces, el rugby español ha quedado estancado como un espectáculo que no atrae apoyo popular y que sigue siendo un pasatiempos mayoritariamente estudiantil. En Italia, el rugby se ha convertido en una profesión y la selección nacional ha venido a estar entre las máximas de Europa, con el derecho a disputar el Campeonato de las Seis Naciones -las más entregadas al rugby de Europa- al lado de Inglaterra, Irlanda, Escocia, Gales, y Francia. Me pregunto por qué. ¿Por qué han seguido los dos países trayectorias tan distintas? ¿Por qué hay ciertas naciones que responden más a algunos deportes extranjeros que otros? ¿Por qué hay ciertos deportes que tienen más trascendencia, más llamativa intercultural que otros? No sé contestar a estas preguntas, pero me parecen dignas de investigar.

En el caso de los distintos tipos del fútbol, es curioso que todos nacieron en las mismas circunstancias: colegios y universidades inglesas del siglo XIX. La mayoría de ellos no logró nunca salir de sus ámbitos de origen. El fútbol de Eton -el Field Game es el término oficial- casi no se juega fuera, sólo en algunos regimientos del ejército británico y en la universidad de Oxford, donde se congregan bastantes alumnos etonenses. El fútbol norteamericano, basado en el rugby, dispone de una aceptación enorme en EEUU pero casi no se practica en el exterior. Lo mismo ocurre con el fútbol australiano, que ellos llaman el Aussie Rules.

El rugby, junto al crícket, es uno de los dos grandes deportes ingleses imperiales, que se juega en zonas antes sujetas al imperio británico -el Reino Unido, Irlanda, Nueva Zelanda, Australia- y en Argentina, donde predominaba en el siglo XIX el «imperialismo informal» de empresarios británicos. No es extraño que así sea. Los deportes, como toda clase de cultura, se extienden por arenas imperiales. Existen, por ejemplo, islotes parecidos de afición al béisbol en países antes ocupados por tropas norteamericanas, como Cuba, Japón y la República Dominicana. Existe el frontón donde los vascos colonizaron regiones del antiguo imperio español. Pero el alcance del rugby en el mundo de hoy no se explica por el mismo razonamiento. Ni Francia ni Italia -ni otros países donde hay más afición que en España, como Alemania, Rusia, y Georgia- formaban parte de los dominios de la corona inglesa.

Claro que el fútbol ha conquistado el país tan profundamente que ejerce casi un monopolio en la esfera pública, excluyendo a otras versiones. En un cuento de José Luis Sampedro un extraterrestre desciende a nuestro planeta para ver un partido del Real Madrid y acaba pensando que asiste a un acto religioso. Se trata del fútbol de asociación o soccer -nombre que se dio al deporte en los años 80 del siglo XIX debido a la costumbre inglesa de aquel entonces de formar diminutivos cortando la primera sílaba de una palabra o la segunda si era larga, y añadir el sufijo «-er». «¿Vienes a jugar al rugger?», preguntaron unos compañeros de la Universidad de Oxford a Charles Wreford-Brown. «No. Voy a jugar al soccer», les contestó el futuro capitán de la selección nacional inglesa. Pero no hace falta excluir al rugger para perfeccionar el dominio del soccer. Son muchos los países no británicos donde el fútbol y el rugby coexisten a alto nivel. Basta pensar en Italia, Francia o Argentina. El fútbol es un caso especial de atracción casi universal. Tenis, golf y boxeo se practican por el mundo entero, pero son deportes relativamente especializados socialmente, que a diferencia del fútbol no disponen de la afición de todas las clases sociales. Tenis y golf se condenan a ser pasatiempos burgueses por el coste alto del equipamiento. El boxeo llama más a la clase obrera por ser un medio de ascenso económico para los luchadores que tienen pocos talentos adicionales. El fútbol, sencillamente, es un caso único que no respeta ni las distinciones sociales ni las fronteras nacionales. El problema intelectual de explicar las diferencias en popularidad y en alcance internacional es infinitamente más profundo, sutil y perplejo en el caso del rugby.

El caso parece aun más difícil cuando se toma en cuenta el hecho de que, fuera del ámbito deportivo, la cultura popular española es difícil de penetrar desde el extranjero. No creo en esos mitos de la tibetanización de España ni de su aislamiento por la Inquisición ni por el maldito orgullo propio ni por el rechazo a valores extranjeros. España recibió con entusiasmo las luces de la Ilustración del XVIII y, con cierta selectividad, adoptó la cultura industrial decimonónica. Casi todos los movimientos artísticos y filosóficos de las edades Moderna y Contemporánea se arraigaron en su suelo. Pero hay casos destacados de rechazo a influencias extranjeras. El país ha resistido, con pertinacia impresionante y éxito sorprendente, la reforma de su horario de trabajo. Las culturas folclóricas en España mantienen su vigor, a pesar de todas las presiones y opresiones. La manía por la castidad del idioma -o de cada uno de los que se hablan en al país- se ha mantenido relativamente exenta de infiltración por términos extranjeros, de los cuales, en cambio, hay muchos miles, por ejemplo, en inglés, pero pocos en español, la gran mayoría admitidos recientemente por la necesidad de adaptarse a la preponderancia de los angloparlantes en la tecnología informática. La cocina española es casi impermeable; aunque el número de restaurantes extranjeros va multiplicándose, se nota poca influencia extranjera en el menú español, sobre todo cuando se lo compara con los casos de Inglaterra, donde el curry es casi un plato nacional, o de Holanda, donde un rijstafel indonesio es comida típica. Mientras tanto, la acogida española hacia deportes de importación se ha manifestado en una serie de éxitos internacionales en tenis, golf, fútbol, baloncesto, balonmano y no sé cuántos más.

¿Llegará el día en que España gane un campeonato mundial de rugby? Tal vez. Entre la autarquía franquista y el cierre de las fronteras nacionales en la Segunda Guerra Mundial, el desarrollo del rugby se atrasó en España, mientras que el fútbol ya se había establecido de forma imborrable. Parece lógico que ahora, como el ritmo típicamente occidental de la historia española se está recuperando, el rugby siga ese paso. La mundialización estimula el intercambio transnacional de todo tipo de cultura y los límites históricos de deportes tradicionalmente nacionales se traspasan cada vez más. Clubes de fútbol norteamericanos recorren Europa para introducir el deporte nacional de EEUU. El número de federaciones nacionales de rugby aumenta año tras año. Por todo el mundo, la televisión difunde imágenes de deportes tradicionalmente minoritarios o culturalmente específicos, reclutando nuevos públicos. Dentro de poco, mi pregunta de por qué hay más afición en distintos países a unos deportes frente a otros quedará sin sentido, ya que no habrá rincón donde no se juegue a todo.

Felipe Fernández-Armesto es historiador y titular de la Cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame (Indiana).

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